Un fatalista juguetón. El protagonista de Erase una vez un mirlo cantor no debe tener más de 25 años. Toca los timbales en una orquesta de Tbilisi, Georgia, pero como debe pasar alrededor de una hora inactivo ya que su participación ocurre solamente al principio y al final, se va mientras la ejecución de la pieza no lo precisa, y eso le trae problemas con los superiores, que no sólo son artistas sino también funcionarios del estado soviético. Pero el discurso político no ocupa el primer plano aquí ni en Hojas cayendo, la opera prima que Iosseliani filma en 1966, cuatro años antes que Erase… La crítica a la burocracia es burlona y prefiere centrarse en el absurdo de las reglamentaciones, método elíptico de disentir que atraviesa buena parte del cine de Europa del Este. El protagonista cumple con sus obligaciones, pero no permite que la rigidez normativa lo coagule. Y así es que se la pasa yendo y viniendo de un lado a otro (como Sergio Castellito en La hora de religión, de Marco Bellocchio, pero en un registro dramático menos tenso, quizás más cercano al papel del mismo Castellito en 36 vues du Pic Saint Loup, de Jacques Rivette), intentando levantarse a todas las chicas con las que se cruza (una de ellas será fundamental en el desenlace, como otra lo era a lo largo de toda la película en La mujer de azul, de Michel Deville), dejándose llevar por los amigos de fiesta en fiesta, comiendo, cantando y paseando. La ligereza del personaje es en buena medida la de la puesta en escena, zumbona y discretamente melancólica. Una maceta y un pedazo de mampostería casi le parten la cabeza en sendas escenas, y en otra es una abertura en el piso de un escenario la que por poco se lo traga. Esas amenazas de la muerte como apuntes cómicos sugieren una desazón naciente en la rutina del protagonista, acaso un signo de madurez contaminando su despreocupación juvenil. Me hizo pensar en 25 watts, acaso por el blanco y negro grisáceo, además de por la edad y la desorientación de los protagonistas, aunque en la uruguaya triunfan la inmovilidad y la abulia, el peso poroso de la luz y el grano de la imagen, no sé si contrarrestados o fortalecidos por una serie de gags nihilistas. En el protagonista de Erase…, en cambio, hay vitalidad. No es un feligrés del comunismo (mucho menos lo era el de Hojas cayendo), y en tal sentido es un escéptico, pero antes que nada es un irresponsable, un juguetón, un deseante inconsciente, lo que permite pensar el final de la película como una forma de salvación antes que de condena, recurso extremo de Iosseliani para preservarlo del aburguesamiento o detenerlo justo antes de la angustia. Los accidentes fallidos parecen un desplazamiento de la idea del suicidio, ausente en el escenario mental del personaje pero no en la puesta en escena de la película. Durante los escasos 80 minutos que dura sólo transcurre un día en la vida del protagonista, pero sobre ella, por más alegre que parezca, se cierne el fantasma de la repetición, y, mucho peor aún, la conciencia de esa repetición con su poso de sin sentido. Porque si lo ignorara, como le sucede a la protagonista de 50 First Dates, no habría conciencia (en tanto puesta en perspectiva existencial), que aquí puja por filtrarse para acabar con el presente continuo del personaje y, hasta cierto punto, también el de los espectadores. La película es un experimento casi imperceptible acerca de la memoria, ya que al principio siembra un elemento dramático luego olvidado por uno y otros, inducidos como estamos a dejarnos llevar por el flujo de los acontecimientos y la circulación vital, sólo para recuperar la conciencia del olvido en el que se incurrió al actuar (al mirar, en nuestro caso) cuando todo termina. La música es el lubricante de ese gran lapsus que es la película, y el criterio central de la edición. Las combinaciones entre sonido diegético y extradiegético, así como los cambios de plano y escenarios, son relajados, precisos y felices. Al menos tres veces el protagonista mira a través de aparatos ópticos: un teodolito, una cámara de cine y un telescopio. En una de ellas ve a su madre, y no pude evitar acordarme de Una película de amor, de Kieslowski, pues ambas le dan a la visión mediada por la técnica una dimensión ontológica.
Érase una vez un mirlo cantor (Iko shashvi mgalobeli, URSS, 1970), de Otar Iosselliani.
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