La primera secuencia de ¿Quién golpea a mi puerta? es extraña y fascinante. Una mujer de mediana edad prepara un calzone para los niños de una casa pobre[1]. Aplasta la masa, la rellena, la pone al horno. A su alrededor hay estatuillas religiosas, un retrato masculino y algunas velas. Escuchamos una rítmica maquinal y repetitiva que se asemeja al andar de un tren o a los golpes de obreros trabajando con grandes masas de hierro. Scorsese es minucioso (los planos recorren cada costado del salón) pero no es ingenuo ni disperso (se acerca a las manos de la madre y la masa recién hecha, señala los emblemas católicos que supervisan la tarea). Súbitamente, suena un beat en la radio y, en plena calle, un grupo de jóvenes golpea brutalmente a otro pandillero[2]. El único plano cerrado nos muestra el rostro de J.R. Corte a negro y títulos.
Scorsese no propone una estructura clásica sino una mixtura entre narración y ensayo: la definición de una premisa y una variación de escenas temáticas que la desarrollan. Por ende, el prólogo no busca presentar a los protagonistas o adelantar contenido narrativo, sino, por el contrario, introducirnos a un mundo simbólico: sus normas, sus valores, sus relaciones conceptuales. Como buena parte de los jóvenes descendientes de inmigrantes italianos, J.R. vive en el Little Italy y se encuentra desempleado, sin futuro ni programa; es el barrio (no como espacio geográfico sino como centro de pertenencia subjetiva) y su cultura (el pandillaje, la doctrina religiosa, la moral familiar y la misoginia) los que organizan su vida cotidiana. El prólogo, en ese aspecto, permite establecer un campo de estabilidad y certeza simbólica que será puesto en duda a lo largo del largometraje; funciona como una imagen mental[3], como una rememoración o un decálogo interiorizado: la madre, los hermanitos, la mesa familiar, el retrato del padre ausente, los símbolos religiosos. Funciona, además, como una introducción al estilo global, influenciado por el direct cinema: cámara en movimiento, minuciosa e indiscreta; cortes abruptos y elipsis duras, incluso dentro de cada secuencia; escenarios naturales y ausencia de sonido en directo; crudeza, naturalismo y violencia social.
La estructura de la película debe lidiar con dos objetivos complejos e interligados: un acercamiento ficcional a la realidad social de la juventud ítaloamericana de los 60 y un rastreo personal de emociones y tensiones morales irresueltas. Creemos tener acceso directo al conflicto por la forma en que Scorsese elige montar el material (un ida y vuelta constante entre dos mundos) aunque, en verdad, no presenciamos nunca una expresión explícita del mismo (ambos mundos no se tocan). Apenas se nos sugiere la contradicción por el recorrido zigzagueante de J.R. Esa ausencia de contacto parece reforzar, a través de la puesta en escena, la moral separatista del personaje principal: la familia, las amistades, la pareja y los vínculos sexuales deben mantenerse en ámbitos estancos. El conflicto, por ende, nunca se manifestará de forma externa (colisión de fuerzas) sino como una extensión del conflicto interno (crisis de valores y significados) del protagonista. Scorsese realiza un primer largometraje tremendamente íntimo: J.R. es, sin dudas, una representación de sí mismo, de sus vivencias contrapuestas, de su soledad e incomprensión en medio de una decadencia urbana intolerable y una moral católica profundamente conservadora.
¿Quién golpea a mi puerta? es el resultado de largos e interrumpidos años de trabajo (1964-1968). Scorsese comenzó a filmar mientras aún era estudiante de cine en la Universidad de Nueva York, intentando capturar un retrato del barrio en el que creció. El resultado de ese primer proyecto fue un mediometraje que se dedicaba a seguir a J.R. y su grupo de amigos: los problemas con el dinero, las fiestas, el machismo, la violencia, la insensibilidad masculina, la falta de proyección existencial, los tiempos muertos, la desolación emocional y las estrategias empleadas para soportarla. El marco general era el de una absoluta naturalización de las relaciones grupales y sus prácticas, sin conflicto a la vista. Este retrato fue proyectado bajo el título Bring on the Dancing Girls en el Festival de Cine de la Universidad de Nueva York de 1965.
Scorsese agregó, dos años después, una contraposición a ese retrato descriptivo mediante el desarrollo de la relación entre J.R. y “la chica” (el personaje de Zina Bethune, que nunca es nombrado). Se permitió retratar otro costado del personaje principal: su pasión por el arte, su obsesión con el cine, sus frustraciones y sus deseos, la represión emocional de su vida cotidiana y su posibilidad de escape a través del amor. La película volvió a ser montada y se presentó en el Festival de Chicago de 1967 bajo el título I Call First.
Esta segunda “versión” presenta un abanico temático, estético y emocional mucho más complejo que Bring on the Dancing Girls. A diferencia del material rodado durante 1964-65, Scorsese intenta hacerse cargo de preguntas amplias y transformaciones ambivalentes que eran el centro de la cultura americana en 1967. ¿De qué forma puede superarse la violencia de los espacios societales excluidos? ¿Puede la juventud desplazada de las urbes norteamericanas encontrar otros caminos posibles en medio de una tradición familiar ajena a su vida, una religión culpógena y un futuro económico condenado? ¿Puede el amor ser parte de esa transformación? Con los nuevos agregados y el montaje de una narración paralela, el relato gana trascendencia, conceptos morales e interrogantes sociológicos; se vuelve lentamente un ensayo autoral.
La fragmentación del largometraje es comprensible pero no deja de ser impactante. No sólo se conjugan dos etapas de rodaje y dos películas (la diferencia entre el 35mm de la primera versión y los agregados en 16mm de la segunda es francamente palpable) sino dos objetivos distintos. El subtexto documental del primer corte sigue estando allí, pero I Call First va incluso más allá en sus implicaciones biográficas y en el estilo de su planificación. La identificación entre Scorsese y J.R. se hace patente en la secuencia de la estación del ferry de Staten Island, cuando este último se sienta junto a “la chica” y habla sin freno sobre John Wayne, el western, su fascinación por Más corazón que odio de John Ford. Formalmente, la película se vuelve intimista y poética: un extenso y complejo plano secuencia recorre las expresiones emotivas de ambos rostros. La conversación se anima de a poco: ambos se divierten y se acercan. Un cerco –personal y también cultural– comienza a quebrarse. Una chispa de intimidad nos anuncia el conflicto dramático.
Scorsese combina una fuerte influencia formal de la nouvelle vague –de la que luego renegaría– y de John Cassavetes: un arte cercano a las personas comunes y alejado de los grandes estudios. La exclusión que podía sentir un joven italoamericano a mediados de los 60 no era únicamente socioeconómica, sino simbólica, cultural y representacional. Si los conflictos de la gente común, su vida cotidiana, sus frustraciones, sus afectos, sus luchas, e incluso su dicha, nunca habían sido el eje del modelo Hollywood, esa expulsión se había radicalizado a partir de las persecuciones macartistas y la merma del film noir a mediados de los 50. Hasta entonces, el policial negro había permitido una plataforma de crítica social y experimentación visual que otros géneros clase A inhabilitaban. Al ser proyectos de presupuesto acotado, los noirs conferían una suerte de escape a los condicionamientos temáticos y estilísticos de las majors y el Código Hays dentro del propio sistema de Estudios. Scorsese abreva en las aguas morales del policial negro, que se movía en las fronteras del cine de género, así como en cierta tradición crítica y marginal del cine estadounidense, representada por un reducido número de películas con contenido sociopolítico: La calle (Street Scene, Vidor, 1931); Soy un fugitivo (I am a Fugitive From a Chain Gang, Le Roy, 1932); Callejón sin salida (Dead End, Wyler, 1937); La legión negra (Black Legion, Mayo, 1937); Vive como quieras (You Can’t Take It With You, Capra, 1938); Viñas de ira (The Grapes of Wrath, Ford, 1940); Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travels, Sturges, 1941); La casa roja (The Red House, Daves, 1947); La sal de la tierra (Salt of the Earth, Biberman, 1954); El hombre que venció al miedo (Edge of the City, Ritt, 1957), entre otras[4].
La representación scorsesiana de los espacios, un rasgo crucial de sus primeros largometrajes, revela una doble agenda que se asocia de manera directa a estas influencias. En consonancia con los nuevos cines europeos, Scorsese decide sacar las cámaras a la calle, fuera de los estudios: abandonar el artificio de las escenografías de cartón y acercarse al mundo real. En consonancia con la tradición marginal del cine americano, decide mantener allí los tachos de basura, los barrios bajos, los indigentes, las cloacas, las pandillas, el tránsito desbocado y las redes de prostitución. En I Call First, las ubicaciones espaciales de los personajes son utilizadas como puntuaciones en medio de una narración paralela y son fundamentales para el desarrollo dramático. El bar, el auto, el ascensor (espacios cerrados, deprimentes y claustrofóbicos) son retratados a través de planos amplios y fijos que acentúan la distancia entre los personajes; están repletos de conversaciones anodinas, discusiones estériles y símbolos tradicionales de masculinidad: afiches de modelos desnudas, alcohol, voces altas, insultos, armas, prostitución. Por el contrario, los espacios que J.R. recorre con Zina (la estación, el ferry, la terraza) son públicos y amplios, siempre al aire libre. A su vez, la cámara los acompaña en sus movimientos a través de planos cerrados; el tono de voz es bajo, intimista, y sus conversaciones son sobre gustos y estilos en arte, cine, música; son sobre ellos.
A través de esa contraposición de secuencias presentimos una crisis subjetiva que pronto se vuelve evidente. Cuando sus amigos mencionan burlonamente a su “chica”, J.R. pierde los estribos. Se gritan y Joey lo echa de su auto. J.R. camina sólo durante un rato, dubitativo. En un sugerente plano general simétrico, Scorsese lo muestra parado sobre un boulevard, en medio de dos avenidas de manos contrapuestas. Joey se acerca y le dice que vuelva a subir al auto. J.R. duda un instante, pero sube. Irrumpe en pantalla un primerísimo primer plano de Zina mirando a cámara. Volver al auto es una traición a sus sentimientos; J.R. lo sabe y la mirada de Zina aparece, irreflexivamente, como un recordatorio interno, como una señal de la culpa.
Scorsese asume la imperfección del material crudo y, al hacerlo, fortalece la potencia del ensayo. El cambio abrupto de grano, los tamaños de plano y el tipo de movimiento de cámara, en lugar de ser ocultados o suavizados, adquieren un valor expresivo central. Quizás sea uno de los mayores valores de la película: hacer de la fragmentación parte de su estilo, aceptándola como necesidad y transformándola en un mecanismo narrativo[5]. El montaje asume esa heterogeneidad mediante múltiples herramientas: narra de forma paralela, vuelve atrás el tiempo, utiliza imágenes externas a la narración como flashes subjetivos, congela cuadros, emplea dramáticamente la foto fija, contrasta el tipo de grano para señalar distancias o cercanías conceptuales. Es un montaje intenso, fresco y exploratorio, libre de convenciones. Resulta sorpresivo encontrar un registro conceptual tan intenso en el montaje de un largometraje norteamericano[6].
La apertura de la segunda gran sección de la película retoma la narración paralela. Su estructura puede pensarse como una espiral ascendente: la primera secuencia en que J.R., Joey y Gaga llegan al bar, vuelve a remarcar (como ya se había hecho a través de un detalle del candado) el problema de la seguridad. Cierran una por una las ventanas del auto (planos detalle de las manijas), entran rápido al bar y luego cierran varias veces la puerta (planos detalle de todas las cerraduras). Sorpresivamente, el último plano en esa sucesión de planos detalle es, de nuevo, un plano de cierre de las ventanillas del auto. Esa intromisión de una imagen extra-temporal vincula formalmente ambas acciones, dándoles un sentido común y un valor conceptual. En lugar de resultar acciones secundarias, cotidianas, sin sentido, cobran la dimensión de un hecho cultural y grupal. Para “la banda” solo es posible sentir seguridad mediante el aislamiento en espacios de afirmación masculina: moverse de un encierro (el auto) a otro (el bar), apartándose del mundo y sus tensiones.
Pero J.R. está forzado a escapar hacia la indeterminación del mundo social para ver a Zina. Su relación se desarrolla, y el compromiso emocional crece de forma paralela a las tensiones culturales entre ambos. Scorsese utiliza un registro documental extremo en estas escenas de pareja (saltos y cortes sobre el eje, lentes teleobjetivos, pequeños jump-cuts), como si la planificación fuera accidental, como si intentara acceder a la intimidad sin permiso. La cámara se acerca todo lo que puede para retratar la entrega emocional, la suavidad de los besos y las caricias. Pero J.R. se detiene en seco. Fuera de campo, escuchamos los gritos de sus pequeños hermanos, los ruidos de su casa y la voz de su madre. Zina le pregunta si pasa algo. Siguen besándose por un instante hasta que J.R. frena nuevamente. “Te amo, pero…”, le dice. Se introduce un plano de ellos reflejados en el espejo de la casa, rodeados por las estatuillas religiosas. “Si me amas, lo comprenderás –dice él–. Ahora no, no es el momento. ¿Está bien?”. Zina es ocluida por la estatuilla de un santo que ya vimos en el prólogo. “Llámalo como quieras: anticuado o como sea. Si me amas, entenderás lo que quiero decir”. Zina se abotona lentamente la camisa con evidente malestar e incomprensión.
Esa tensión creciente entre ambos mundos es recuperada en dos secuencias extensas, las más impactantes y visualmente asombrosas del largometraje. Ligadas musicalmente, representan la sección más abstracta y libre de la película. En primer lugar, la escena de El Watusi. Largos planos panorámicos en cámara lenta, unidos por fundidos encadenados. Scorsese demuestra un gran conocimiento de semántica musical al utilizar la canción de Ray Barretto, una pachanga, que lejos de resultar festiva, destila oscuridad y decadencia. “Caballeros, acaba de entrar Watusi […] y cuando entra todos se ponen a correr porque llegó el hombre más grande de La Habana […] ¿Le tienes miedo a Watusi?”. En medio de una fiesta, los muchachos comienzan a jugar con un arma, a amenazarse mutuamente, le ponen el arma en la sien a uno mientras el resto se ríe de la ocurrencia. La broma cobra otra dimensión: la tensión crece y la mayoría del grupo se retira entre risas; el tipo al que le apuntaban queda tirado, casi llorando; algunos otros siguen escondidos tras los muebles. El arma se dispara accidentalmente contra unas botellas. El ruido de los disparos no se detiene. Un montaje alla Godard ensambla ese evento con fotografías fijas de bravura y virilidad: afiches de westerns, John Wayne, Rio Bravo, idealización masculina. J.R. y Zina salen del cine.
Scorsese aprovecha un pequeño pasaje de la pareja caminando, tomado con cámara en mano y sin sonido directo, para acentuar el tipo de choque cultural que se produce entre ellos. A Zina le gustó la actriz de la película que vieron y J.R. le explica: “hay dos tipos de mujeres […] las chicas y las perras […] esa era una perra”. Corte inmediato a la segunda secuencia musical de la película, montada en base a The End de The Doors (doce años antes de que Coppola lo utilice en Apocalypse Now). Este pasaje, que muestra a J.R. teniendo relaciones sexuales con numerosas mujeres, fue la última sección del largometraje en ser rodada y el agregado con el cual fue distribuido finalmente como Who’s That Knocking at My Door: a Scorsese se le había ofrecido una distribución comercial con la única condición de agregar una serie de desnudos femeninos. Filmada en junio de 1968, terminó siendo la secuencia más preciosista y experimental de la película. Como señala Adrian Danks, se percibe la fuerte “influencia de directores como Alain Resnais y Bernardo Bertolucci en el primer Scorsese, y también el aumento de su habilidad y manejo técnico al momento de filmarla”[7]. La secuencia culmina con la voz en off de J.R. que resume la conversación previa, a la salida del cine: “esas mujeres no son vírgenes, […] uno no se casa con ellas; juega un rato, nada más”. Frenan en una esquina y Zina lo mira extrañada, como si no lo conociera.
Aunque excede el tipo de montaje, sonorización y estilo visual del resto del metraje, la sección The End maneja con astucia los temas centrales que preocupan a Scorsese. El personaje de J.R. se encuentra cada vez más vulnerable, porque el romance pone en duda las certezas con las que había construido su mundo relacional y, en particular, su concepción de las mujeres. Su ambivalencia interna empieza a ascender en tono. La juventud de los ‘60 no tiene un problema de inhibición sexual, parece señalar Scorsese, sino un sentido particularmente sexista y conservador del mundo. Así como la secuencia El Watusi es el momento más tenso de la relación de J.R. con el ámbito barrial, la secuencia The End es el momento más intenso de su contradicción interna en relación a Zina. Por más que intente acercarse, la fuerza de los predicamentos familiares de J.R. limitan su concepción de la sexualidad: el erotismo sólo puede expresarse ante mujeres que uno desprecia, como castigo y demostración de la superioridad viril; la mujer como pareja del hombre sólo es viable en el ámbito de la castidad o la reproducción; el sexo y la pasión no tienen lugar en el amor ni en la mujer que se ama: ella debe ser una santa, como la madre, no puede sentir placer.
Una década después, la serie Taxi (1978) dio un lugar destacado en la pantalla chica a personajes de la clase obrera norteamericana que se reunían en el taller de una compañía de taxis. Entre ellos se encontraba Louie de Palma, interpretado por Danny DeVito, cuya procedencia social y pertenencia generacional era idéntica a la de J.R. Durante la segunda temporada, Louie gana predominancia en la serie y desarrolla un arco propio: conoce a una mujer y se enamora; comienzan a salir juntos, pero, por más que lo intente, no logra tener relaciones sexuales con ella. Al explicar su problema, Louie resume en pocas palabras el conflicto identitario que Scorsese revela a través de las fantasías corporales de J.R.:
He tenido mi buena dosis de mujeres, pero la cosa con Zena[8] es diferente. Es la primera vez que estoy con una chica que me llama para saber si llegué bien, que sale a caminar conmigo, que me sorprende con pequeños regalos. No puedo manejarlo. Fui criado creyendo que había chicas buenas y chicas con las que te divertías, y las dos no se mezclaban. Me gusta Zena, pero no me atrevo ni a darle un beso.
La secuencia The End, además de un excelente ejercicio de planificación visual, expresa el choque entre la tradición y el impacto de nuevas relaciones (que implican nuevas ideas, nuevos afectos, nuevas prácticas): es un adelanto del conflicto que aflorará entre J.R. y Zina en el clímax de la película. La secuencia es una pieza esencial del retrato complejo y ambivalente del personaje principal. Habíamos señalado que la película tiende a volverse más abstracta en sus reflexiones y, en ese aspecto, The End provee algo así como una ensoñación, un paisaje onírico[9], una mixtura indefinida entre realidad y fantasía que nos hace ingresar de lleno en el turbulento mundo interior de J.R. Accedemos por única vez a sus obsesiones y frustraciones, a las fantasías y deseos ocultos que se reserva para sí mismo. Hay que destacar la inusual capacidad de Scorsese para retratar estas contradicciones en términos culturales, por encima de una perspectiva psicologista, para hacerlo sin distancia epocal, retratando el presente de una generación que lo vivía en carne propia, y para exponerlo a través de herramientas estrictamente cinematográficas. El retrato de los símbolos predominantes en los ámbitos de pertenencia de J.R. –durante el primer acto– dan al conflicto interno una densidad que supera los complejos individuales y el subjetivismo idealista. La identidad no es libre ni autodeterminada en el largometraje de Scorsese; se asemeja a un palimpsesto sobre el que vemos grabarse la imagen agobiante de una organización social desigual y una cultura barrial conservadora. En este aspecto, es un largometraje insurgente o –si se prefieren los términos scorsesianos– radicalmente marginal de la industria cultural estadounidense[10].
Scorsese cierra la segunda sección con dos secuencias paralelas. En primer lugar, el retrato documentalista de la visita de “la banda” a Copaige. El mundo sensible y apocado que la relación con Zina despierta en J.R. comienza a filtrarse en la relación con sus amigos. Trepando las montañas, el grupo se mantiene exaltado todo el camino hasta la cima: se molestan, se empujan, se putean, se agreden haciendo uso de un humor adolescente que minimiza la violencia. Cuando llegan a su destino se sientan a descansar ante el atardecer. Joey no deja de hablar: “Cuatro horas subiendo una montaña, ¿para qué? […] ¿Para pasar el fin de semana junto a unos campesinos? ‘Big deal’”. Scorsese opone el parlamento de Joey a primeros planos de J.R. que se mezclan con la puesta de sol mediante suaves fundidos encadenados. No dice nada, mira a la distancia abstraído, perdido ante la inmensidad. Los fundidos sugieren que J.R. observa el horizonte durante un largo rato, como si estuviera suspendido allí por días enteros. La capacidad de perderse ante lo sublime lo separa del resto del grupo; percibe el tiempo de otra forma porque su experiencia ha cambiado. Scorsese no necesita más: contrapone el soleado atardecer con un descubrimiento (en tilt-up) de las murallas de Nueva York, grises y densas. Otra demostración visual de la contradicción interna: la avenida de dos vías dispuesta frente a nosotros.
Scorsese sitúa a continuación la secuencia del “secreto”, donde, como antítesis del episodio previo, el decálogo interiorizado de la moral familiar se contrapone al vínculo de pareja y sus nuevas reglas. J.R. vuelve a encontrarse con Zina y, en medio de la cocina, ella dice que “tiene algo para contarle”, que lo ama y quiere que esto dure; por eso tiene que contárselo. Allí relata la historia de su violación, que vemos superpuesta sobre las palabras, editada de forma cruda y violenta. Scorsese contrapone los planos de la cocina, claros e iluminados, con las oscuras figuras a contraluz en el auto, estacionadas en medio de la nada. La historia se interrumpe. No se escucha más a Zina. Tampoco se escuchan los movimientos, las acciones o los gritos. Sólo la radio con una melosa canción pop de comienzo de los ‘60. Scorsese utiliza nuevamente el silencio como puntuación y la música radial como banda sonora de las pesadillas urbanas. Esa contraposición hace a la escena aún más violenta. No podemos escuchar, no ingresamos al auto, no vemos bien, el montaje se acelera cada vez más. En medio de ese violento acaecer de fotogramas, vemos una imagen rápida que sólo regresará en la escena final: una misteriosa pierna con un tajo. ¿Otro flash subjetivo? Luego observamos el rostro de J.R., serio y confuso. La escena del auto. El rostro de J.R. nuevamente y una sucesión de planos de Zina, sonriendo, acostada, como él la veía antes: blanca, casta y pura. Scorsese pasa de la fragmentación extrema a un extenso plano de acción: Zina sale del auto y cae en la nieve, trata de escapar entre violentos golpes y empujones del hombre que la acompañaba; él la agarra, la lleva a la fuerza dentro del auto y le rompe la ropa. Volvemos al rostro de J.R. y su mirada fría: “Te amo y no quiero perderte, […] contigo sería la primera vez”, le dice Zina. La respuesta de J.R. es contundente: “¿Cómo podría creer esa historia? ¿Quién la creería?”. El resto de la escena de la cocina está entrecortada, con saltos temporales, de eje y de movimiento; la confusión interna de J.R está cristalizada formalmente en el quiebre de la unidad espacio-temporal. En lugar de contenerla, le reprocha sus acciones, la juzga y la condena. No es virgen, ni casta, ni pura. Zina, angustiada, se retira. Segundo quiebre del relato.
La última sección es un regreso al barrio y sus personajes: prostitución, televisión, borracheras, misoginia, apatía. Irreflexividad y naturalización absolutas. Un vacío denso, casi insoportable. Poco después, J.R. vuelve a lo de Zina para pedirle disculpas, en un último intento de recuperar lo perdido. “Te amo, deberías saberlo. Te extrañé”. J.R. intenta conservar a Zina sin que nada cambie, conservar el amor como un apéndice de su propia vida, siempre inalterada. Pero allí dice, inconscientemente, la frase definitoria: “Te perdono. Me casaré contigo de todas formas”. J.R. está enamorado, Zina también. Pero ya no es suficiente con eso, al menos para ella; “no es suficientemente bueno”. La espiral se interrumpe.
La casa de Zina, que recién vemos aquí, contrasta con todo todo lo que hemos visto antes; incluso con la sensibilidad más artística de J.R.: los muebles son refinados, la ambientación es discreta, la iluminación es intensa y suave a la vez; los discos de João Gilberto y los libros de F. Scott Fitzgerald contrastan con el apasionamiento de J.R. por el western y la cultura mainstream estadounidense. Esta última escena de pareja habilita una lectura autoral aún más íntima. Mediante la relación entre los personajes y sus dilemas morales, Scorsese contrapone los dos ámbitos más significativos de su propia vida: el de la familia italoamericana de su infancia, asociado a un catolicismo ferviente y a una masculinidad violenta y posesiva, frente al académico y artístico de sus estudios universitarios, que, según su propia versión, le permitieron expresar y explorar intereses más sensibles. En el conflicto de J.R. habitan ambos mundos y se contradicen mutuamente hasta empujarlo a un límite identitario.
En una nota reciente, Ariel Dorfman parafraseaba a Rumi, filósofo y poeta musulmán del siglo XIII: “Los cambios más trascendentes, para los pueblos como para los individuos, exigen destrozar alguna parte de nuestro ser anterior, dejar atrás aquello en que creíamos para alcanzar un estado humano superior”. El primer largometraje de Scorsese parte de un relato personal, realista y coyuntural, pero logra acceder a conflictos de profunda universalidad: ¿es posible trascender los hábitos adquiridos y las determinaciones biográficas para acceder a una vida de mayor cariño y plenitud? ¿Es viable realizar una transformación radical de nuestra vida y conservar, a su vez, los rasgos que se consideran propios, indiscutiblemente identitarios? ¿Puede uno asumir un cambio subjetivo sin traicionarse?
La escena final es una conclusión temática desconsoladora. J.R. va a confesarse a una iglesia. Cuando besa un crucifijo, regresa la imagen misteriosa de la pierna tajeada y la vemos completa por primera vez: era un escorzo de una estatuilla de Jesús. Observamos un largo montaje de imágenes religiosas sobre música pop que concluye en un detalle de los ojos de Zina. Se repite el mismo grito que cerraba la escena de su violación, ahora sobre una imagen de Jesús crucificado. A partir de una serie de flashes mentales que exponen la crisis ideológica de J.R., regresamos a la iconografía del prólogo, como un complejo círculo que se cierra sobre sí mismo.
La década de los 60, la caída de la segregación racial, la apertura de las relaciones amorosas, la democratización cultural, la politización de la juventud, los impulsos insurgentes, corren un velo y nos esperanzan. El amor aparece como un escape posible a la sordidez de un mundo abandonado a la miseria afectiva, el conservadurismo religioso y la dominación masculina. La cultura agónica de la moral familiar entra en crisis ante la irrupción de ciertas fantasías dionisíacas, del placer sexual y el afecto colectivo vividos sin culpa. Pero Scorsese parece advertirnos: las cosas nunca cambian tan fácil.
¿Quién golpea a mi puerta? (I Call First/Who’s That Knocking at My Door, Estados Unidos, 1967). Dirección: Martin Scorsese. Elenco: Harvey Keitel, Zina Bethune, Anne Collette. Duración: 90 minutos.
[1] Personaje interpretado por Catherine Scorsese, madre de Martin, quien –hasta su fallecimiento en 1997– cocinó para el elenco y los técnicos en todos los rodajes de su hijo.
[2] La pertenencia a dos pandillas distintas es señalada mediante la explícita diferencia de vestuario.
[3] El tratamiento sonoro (hasta que escuchamos el beat) permite suponer que no estamos visitando ese espacio de forma objetiva sino mediante la mediación de un recuerdo o una “escapada mental”.
[4]En A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995), Scorsese describe esta tradición marginal del cine norteamericano –mayormente interna al sistema de estudios aunque en tensión con sus reglas más rígidas–, la relevancia que tuvo para la historia del cine y para su propia carrera, así como sus vínculos con el film noir y el western, dos géneros fundamentales para el desarrollo de su estilo personal.
[5] Recuerda, en este aspecto, a algunos de los cortometrajes más tempranos del Free Cinema como O Dreamland (Lindsay Anderson, 1956), Momma Don’t Allow (Karel Reisz y Tony Richardson, 1956), Nice Time (Alain Tanner y Claude Goretta, 1957) y Enginemen (Michael Grigsby, 1959).
[6] La mayor porción del cine norteamericano, incluso en el caso de sus obras más significativas, estuvo basado en la tradición del decoupage clásico, término utilizado por André Bazin y los cahieristas (especialmente Jean-Luc Godard) para caracterizar a un tipo de desglose de la planificación visual basada en el campo-contracampo, que prioriza la fluidez de los cortes y movimientos, la claridad de los desplazamientos de los personajes, la unidad espacio-temporal de las secuencias. La intención era diferenciar ese modelo, surgido durante los años diez junto al establecimiento de la industria del cine norteamericano, del tipo de planificación soviética o del surrealismo y, posteriormente, de la renovación propuesta por corrientes que surgen dentro de los nuevos cines europeos (free cinema, nouvelle vague, nueva ola polaca, nueva ola checa, etc.). Puede consultarse la entrada sobre decoupage en el Diccionario teórico y crítico del cine de Jacques Aumont y Michel Marie (Editorial La Marca, Buenos Aires, 2006).
[7] Adrian Danks, “Who’s That Knocking at My Door”, en Senses of Cinema, N° 54, Abril de 2010. La traducción es propia.
[8]El nombre del personaje de Rhea Perlman tiene la misma sonoridad que el de la actriz de Scorsese, sólo se diferencian en la escritura de la primera vocal (“e” en lugar de “i”).
[9] Obsérvese el plano en el que J.R. tira un mazo de cartas sobre una mujer desnuda y ella parece ser baleada por cada naipe.
[10] Es probable que por eso haya sido tan bien recibida por el propio Cassavetes, dentro de su cruzada por un absoluto independentismo, quien le expuso a Scorsese su admiración por la película y lo impulsó a seguir filmando.
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Cuánto parloteo intelectualoso…
Lo rescatable de este artículo radica en los datos sobre los inicios de la carrera de Scorsese.
Ayer ví la opera prima de Scorsese, donde creo se condensan algunas variables que serán retomadas en películas posteriores. Me quedé con ganas de leer algo bien elaborado que enriqueciera el visionado, nada mejor que este artículo. Felicitaciones Natalio.
Ayer ví la opera prima de Scorsese, donde creo se condensan algunas variables que serán retomadas en películas posteriores. Me quedé con ganas de leer algo bien elaborado que enriqueciera el visionado, nada mejor que este artículo.