¿No duerme?
Como pa’ dormir con lo que se va viendo.
(Las aguas bajan turbias, Hugo del Carril)
1. El viernes 8 de enero miré La calesita en una copia impecable proyectada en el Malba. Cerca del final hay un plano que pueden ver aquí gracias a la fotografía que le tomé a la pantalla de mi computadora mientras miraba la versión disponible en Youtube unos días después. No hay ningún personaje relevante en esa subjetiva de Goyo, dueño de la calesita y narrador. La mujer de su vida estuvo parada allí un momento antes. Su partida vacía intensamente la mirada: falta un cuerpo que en realidad fueron dos porque unos planos antes también estaba el de la nieta de ella, proyección de los hijos que no tuvieron juntos. Esos cuerpos, como en todo melodrama, son cuerpos atravesados por pasiones desmedidas, no realizadas en este caso debido a razones religiosas y raciales: el judaísmo de la mujer custodiado por su padre. Ese consciente y deliberado vaciamiento del plano, que torna insignificante lo que permanece en él como residuo después de la Presencia otra vez inalcanzable del objeto amoroso, descubre una inscripción –una pintada de palabras, que no palabra pintada- tan o más significativa que la anterior pero virtualmente invisible.
Antes de transcribirla conviene hablar un poco más de esta película signada por la presencia delante y detrás de cámaras de Hugo del Carril. Gustavo Cabrera escribe lo siguiente acerca de ella en su libro Hugo del Carril, un hombre de nuestro cine:
“Rodolfo M. Taboada (1913-1987) (…) escribió en 1962 (…) una serie de cuatro programas emitidos por Canal 9. (…) Autor de los guiones cinematográficos de Ayer fue primavera y Sábado a la noche, cine (dirigidas por Fernando Ayala), Taboada concibió este clásico argumento, cuya duración original para la TV giraba en los 170 minutos (…), para que la presencia y la voz incomparables de Hugo del Carril entone (…) tangos y milongas de la guardia vieja (Pobre gallo bataraz, Barrio reo, Malevaje, etc.)”.
Del Carril cuenta cincuenta años de historia nacional desde la perspectiva del pueblo (quienes se sienten excesivamente incómodos con toda carga semántica afectiva no individualista o con la ambición de un artista que aspira a representarlo prefieren prescindir del término) en los algo más de cien minutos de la versión cinematográfica. No la cuenta desde la perspectiva del poder sino desde la del hombre de a pie, aunque encarnado primero en uno de a caballo, rastreador rural que milita en la Unión Cívica cuando este era todavía un partido radical opuesto al poder conservador, y más tarde en su hijo, ya un ciudadano, aunque sólo espacialmente debido a su rechazo de “la política”. El pasaje del campo a la ciudad y de los siglos XIX al XX se refleja también en la música. Del Carril canta más de una docena de temas entre milongas, estilos y tangos, siguiendo el ritmo firme y marcado de los músicos con los que tocaba, acentuando a través de los años su expresividad característica “con ese arrastre gangoso de las palabras que le daba una gran fuerza emotiva”, según lo describiera Oscar del Priore.
Cada una de las interpretaciones importa por sí misma (conviene insistir sobre la relevancia de la radio y la revista en el cine nacional), pero también en relación a la puesta en escena, pues el número musical cantado implica pasar del estatuto transparente de la narración aislada del espectador a otro en el que el relato se desdobla y la cuarta pared suele ser atravesada. Del Carril es simultáneamente personaje y cantor; los temas que interpreta son autonómos pero a la vez apropiados a la historia, cuando no es la historia la que se apoya en ellos, y así también resultan historizados; la puesta en escena se adapta a su ejecución, como cuando acompasa el montaje de la cabalgata solitaria al ritmo de la Vidala para mi sombra, o lo registra sin mayores alteraciones, facilitando la concentración reflexiva del espectador en la interpretación.
Del Carril no cambia nunca aunque haga de un viejo, un adulto y un joven (sólo evita ser el niño debido a razones de género: el efecto cómico no es el buscado) porque el verosímil en apariencia realista está supeditado al del espectáculo musical, el melodrama y la Historia; también porque a lo largo de su carrera encarnó un prototipo viril, el hombre de antaño que se iniciaba como tal ni bien le ponían los pantalones largos, si no antes, y se atenía a ello con mayor o menor templanza durante el resto de su vida, pautada por rituales comunitarios que forjaban un carácter preciso: “Cuando yo digo ‘A’ quiero que la gente diga ‘Dijo: A’, pero no que otro diga: “Dijo: I” y otro diga “Dijo: O”. Eso es lo que está pasando con muchas películas (…) de nuestro medio. Se ha querido hacer un cine al cual nuestra gente no puede responder y para el cual nuestros directores tampoco están capacitados para abordar. Esa es mi opinión. Homero Manzi hace como segunda película la vida de Betinotti, El último payador. Considero que es el tipo de película que nuestro cine necesita. Pero, lógicamente, está también el tipo de cine intelectual, al que jamás me lanzaría porque creo que el cine se debe exclusivamente, ¡exclusivamente!, al pueblo. Y si se quiere hacer un tipo de cine intelectual para minorías tiene que subvencionarlo el Estado, darlo gratuitamente en las salas de las que puede disponer[1].”
Como el cine de Pietro Germi, director italiano con el que coincide vital y cinematográficamente a pesar de las desventajas de formación personal y las técnicas del medio, la puesta en escena viril y clásica de Hugo del Carril es melodramática y social; los personajes femeninos exhiben su poder de decisión incluso a contrapelo del patriarcado, como el de la hermana de Tita Merello en Amorina o como el de Fanny Navarro (a quien nadie contrataba por su identificación con el peronismo) en La calesita, que llega a ser nombrada oficial del ejército y castiga al borracho que la acosaba; la lucha de clases, el funcionamiento económico de la sociedad, la reflexión histórica y la representación política ocupan un lugar central, preponderante junto a la dimensión psicológica y/o metafísica, hasta cierto punto privada, de los melodramas: “(La Quintrala, Más allá del olvido) no fueron las películas que a mí, íntimamente, me dejaron satisfecho. Fueron un accidente dentro de la carrera de un hombre y nada más. (…) También los productores toman un tema y lo imponen. No pasa nada; es decir, no pasa nada para uno mismo. Eso me ocurrió a mí con esas películas”.[2]
2. Es posible reunir visual y conceptualmente a La calesita con Un oso rojo, de Adrián Caetano, y Martín (Hache), de Adolfo Aristarain, dos directores argentinos que priorizaron el relato claro, afirmativo, y se valieron de la narración clásica, además de los géneros, para hacer política cinematográficamente. La relación con la de Caetano está dada por la secuencia del cacheo al Oso que su nena observa desde la calesita. La cámara fija en el artefacto no deja de dar vueltas y en cada una de ellas vemos el avance del atropello propiciado por la denuncia de una mujer que está en el lugar y sospecha del aspecto de ese hombre. En esa operación formal que incluye cortes de montaje, que tienden a ser olvidados por el espectador para componer un plano secuencia mental, se involucran nuestros afectos e identidades, una acción político-estética integral clásica que ejerce su poder ilusionista sobre el espectador para sugerirle una oposición al Poder a la vez que deja rastros de la manipulación formal.
El movimiento circular de la calesita signa oscuramente el destino del protagonista de la película de Hugo del Carril y, como es vehículo para recorrer la historia nacional, también el de Argentina, que de ese modo se adecua al diagnóstico cíclico que el personaje de Federico Luppi pronunciara en Martín (Hache): “La Argentina es otra cosa: no es un país, es una trampa. Alguien inventó algo como la zanahoria del burro. Lo que vos dijiste: ‘puede cambiar’. La trampa es que te hacen creer que puede cambiar”. De la zanahoria del burro a la sortija de La calesita hay un solo paso, pero tanto ese monólogo como la declaración del protagonista de la película de Hugo del Carril que manifiesta su descreimiento en “la política” no son los que las diversas puestas en escena, así como las carreras de sus directores, privilegian y sostienen. Los incluyen como expresión de fundamentados desalientos incluso personales pero proponen posturas que los trascienden: la de Aristarain -que nos tienta a identificar al director con Federico Luppi, víctimas generacionales del vaciamiento menemista con recursos económicos y culturales propios de la clase media intelectual que la mayor parte de la población nacional no tenía- finalmente apuesta al hijo que decide volver al país desde España, donde el padre trabaja como guionista y director de cine. La de Hugo del Carril apuesta a eso que aparece en el último plano de La calesita cuando se retiran los cuerpos de la mujer con la que no se casó y la nieta que no tuvieron juntos.
Ver lo que aparece en ese último plano, u otorgarle importancia, no sólo es difícil porque la puesta en escena privilegia nuestra proyección hacia el mundo autónomo de amores desencontrados sino también porque el estado de la copia disponible en Youtube lo impide, cercenando un signo fundamental que pone a prueba perceptiva, ética, estética y políticamente la mirada del espectador. Así que antes de referirnos a esa inscripción final de la película conviene seguir explayándonos sobre la construcción de la mirada dentro de ella y sobre el contexto histórico con el que dialoga y sobre el que interviene. La mirada rectora dentro de la anécdota es la de Goyo, quien cuenta su vida a través de flashbacks, de manera que aquí “mirada” significa el conjunto de operaciones, entre ellas el plano subjetivo, que entregan nuestra percepción al relato en verso de ese hombre, homenaje a payadores y otros relatores orales criollos que reaparecen esporádicamente en el cine nacional.
El caballo de Goyo que mueve la calesita, ya viejo como él, sintetiza al protagonista: es ciego y se llama Cachuzo. También la falta de visión del animal es metáfora de la de su dueño, a quien dos “enfermedades”, dos hechos traumáticos, lo incapacitan para ver políticamente la realidad: el rechazo por parte del patriarca judío a darle su hija en matrimonio (justificación dramática de su participación en los atentados antisemitas de la Liga Patriótica) y el asesinato de su propio padre el día de las elecciones a manos de sicarios de los conservadores que efectivizan el fraude político. Ese padre, militante de la Unión Cívica, fue quién le dijo un rato antes que votara “a quien le dé la gana” cuando fuese grande. Vale decir que ese personaje, militante de la Unión Cívica encarnado en 1963 por el justicialista Hugo del Carril que había grabado la marcha peronista, razón por la cual lo pusieron preso después del golpe de Estado, garantiza con su discurso la libertad de elección política del hijo, a quien instruyó cívicamente a través de los actos más que de la palabra, y paga con su vida el respeto a la democracia republicana.
¿Por qué importa 1963 para el espectador de una ficción como La calesita que nada parece tener que ver con el presente? En principio, porque una película siempre enriquece –si no completa- su sentido fuera de sí misma. En septiembre de 1955 un golpe de Estado interrumpió la segunda presidencia de Juan D. Perón después de haberlo intentado tres meses antes bombardeando Plaza de Mayo, lo que resultó en más de 350 civiles muertos, vale decir que más de 350 de nosotros, argentinos entre otras cosas, fueron asesinados desde el aire. “Luego del golpe (…) una ‘comisión investigadora’ inventó cargos contra Del Carril y lo metió preso en la cárcel de la avenida Las Heras. Su personal gesto de resistencia fue entonar desde la celda, todas las mañanas de su cautiverio y acompañado por otros presos del edificio, las estrofas de Los muchachos peronistas, que había sido prohibida por la flamante dictadura”.[3] Más de una vez he visto a mis alumnos cinéfilos emocionados por el discurso de John Ford en defensa de Joseph L. Mankiewicz cuando Cecil B. De Mille quiso destituirlo del sindicado de directores acusándolo de comunista, pero he comprobado que una anécdota como la protagonizada por Del Carril, tan cercana a nosotros y aún más riesgosa para su protagonista que lo que aquella fuera para el director estadounidense, no les causa el mismo entusiasmo cuando llegan a conocerla. También es emocionante esta otra situación también protagonizada por el cantor y director:
“La intervención de las fuerzas irracionales se profundizó en Nazareno Cruz y el lobo (1975) y Favio las acompañó mediante una saturación de la forma que no tenía precedentes en el cine argentino. Tampoco los tuvo la arrasadora repercusión de ambos films (el citado y Juan Moreira), en un contexto general donde el público acompañó con entusiasmo muchas otras producciones locales. Ese apogeo preocupó a la Motion Picture Association, que agrupa a las productoras norteamericanas más importantes, y Jack Valenti, su histórico delegado desde 1966, visitó el Instituto Nacional de Cinematografía para presionar contra algunas disposiciones proteccionistas que el sector estaba impulsando. Hugo del Carril lo echó a patadas, pero fue la única vez que Valenti encontró alguien tan antipático. En sucesivas oportunidades, hasta la década de 1990, logró frenar medidas que en otros países se aplican normalmente al cine extranjero, como la cuota de pantalla, ciertas retenciones impositivas o límites a la cantidad de copias con las que puede estrenarse un mismo film”.[4]
Hace casi sesenta años, el 9 de marzo de 1956, la dictadura presidida por Aramburu firmó el Decreto-Ley N° 4161 que prohibía “la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o de sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones peronismo, justicialismo, justicialista, tercera posición (…), las composiciones musicales denominadas Marcha de los muchachos peronistas y Evita Capitana” con penas de prisión para quienes no acataran la orden. Hace menos de sesenta años también, el 9 de junio de 1956, doce civiles peronistas fueron fusilados clandestinamente en José León Suárez después del levantamiento de Juan José Valle contra la dictadura gobernante. Siete años más tarde, con el peronismo proscripto y la conciencia del salvajismo del que era y sigue siendo capaz el poder concentrado, Hugo Del Carril filma La calesita, en la que nadie nombra nunca a Perón ni al peronismo, aunque la Unión Cívica cumple el rol de representar los intereses nacionales y filma, especialmente, ese plano cercano al final que aún hoy nos sigue costando ver tanto como al propio protagonista de la película.
Si uno cree en el melodrama histórico contado por Del Carril en La calesita, cuando llegamos a esa última escena puede ser que no vea otra cosa que los cuerpos avejentados de los personajes reencontrándose inútilmente. Puede ser incluso que el crescendo dramático, sumado al énfasis musical, le impida ver físicamente la totalidad del plano debido a las lágrimas, trofeo de la catarsis que el género persigue y provoca. Pero yo me pregunto si el público cinéfilo de 1963 más o menos cultivado y más o menos joven todavía valoraba el melodrama como género y a Hugo Del Carril en particular con su cultura viril entre rural y porteña que, ante la irrupción por entonces de nuevas olas varias, acaso les pareciera mucho más anticuada que a nosotros, para quienes ostenta tanto la atemporalidad del mito en el que se adscriben los géneros como precisos intereses históricos.
Si ese hipotético espectador no le otorgó importancia a la dimensión melodramática quizás viera la inscripción política final que hoy parece casi una cifra encriptada, no ya sólo por la composición del plano, sino también por el paso del tiempo tanto como por el deterioro fílmico no reparado por políticas consistentes de restauración y preservación de las que carecemos porque ello también es funcional al socavamiento económico cultural del país. Pero si ese espectador de entonces era, como buena parte de la cinefilia argentina todavía lo es (lo que incluye a críticos y programadores de festivales), receloso de la inscripción política más o menos explícita, ignorante de la propia cultura o desdeñosa hacia ella, conservador que se presume liberal e irreflexivamente antipopular, me pregunto cómo habría reaccionado. Quizás el espectador no cinéfilo tuviese más chances de notarla, aunque tanto pudiera pensarla ingenuamente casual o bien insignificante al lado del signo político mayor de película y plano, el propio Del Carril con su clara identificación política. Pero, también, ¿cuán presente estaba ese pasado en una opinión pública sobre la que gravitaba la proscripción del peronismo, asesina en los hechos, incruenta en los medios de comunicación concentrados en organizar el olvido de los crímenes de Estado? ¿Bastaba con que Hugo del Carril condujera la primera temporada de Grandes valores del tango ese mismo año para que lo no dicho, su peronismo como defensa de la autodeterminación nacional, emergiera junto con su voz por más que ya no cantara la marcha?
El “VOTE ALONSO”[5] de ese plano, con su régimen de información virtual similar al estatuto de la carta robada de Poe, tan a la vista que puede pasar desapercibido, no parece estar lejos de ser un mensaje subliminal, propaganda política fabulosamente integrada al plano que la cobija –y hasta esconde bajo la apariencia neorrealista de imagen capturada al azar en un barrio cualquiera de Buenos Aires, que la mujer del pueblo parada sobre la izquierda apuntala con su autenticidad- así como también rotunda pero elaborada apuesta por la participación política democrática activa en defensa de los más elementales intereses económicos nacionales, dentro de parámetros cinematográficos clásicos e industriales (ya audiovisuales, teniendo en cuenta que esto nace como producción televisiva), en contraste con el rechazo cinéfilo frecuente hacia toda elección política por no adecuarse estética o moralmente al gusto del realizador, crítico o programador que se declara independiente o liberal pero apoya explícitamente o es tácitamente funcional al statu quo conservador.
Ni el mismísimo Horacio González se refiere a la inscripción en la pared cuando escribe su artículo “El ciclo criollista de Hugo del Carril” y asevera lo siguiente: “Lo cierto es que el calesitero había sido radical y luego conservador, brevemente antisemita y luego, purgando ese desvarío momentáneo, paladín de una justicia personal, meditada en la serenidad de su ocaso. El peronismo no contaba, aquel diálogo de los vecinos respecto a los partidos que habían hundido el país, mostraba un despecho y un descompromiso. Goyo podía no haber manifestado eso, pero lo dice -el calesitero lo dice, pero es Del Carril (…). El ciclo criollo desde la finalización de la campaña del desierto hasta la caída del peronismo, que Hugo del Carril representa como pocos en la poética popular modernista, se superpone al gardelismo y lo cultina en una rara manifestación de abandono de lo político (…)”. Pero el “VOTE ALONSO” pintado en la pared y filmado en el centro del plano por Del Carril desmiente al personaje de Goyo Lucero encarnado por Hugo Del Carril que los descalifica al verlos discutir ocupando el centro del plano, punto medio que parece absolverlo de la disputa o hasta ponerlo en un lugar de superioridad. El encuadre y el lugar que ocupa, sin embargo, se corresponden exactamente con otro plano en que ese mismo personaje, cuando niño, observa sentado en un mostrador a su padre y su padrino, adversarios políticos y amigos. Han pasado cincuenta años pero Goyo Lucero, políticamente, no ha dejado de ser nunca menor. Identificar a Hugo del Carril sólo con el punto de vista de ese personajes es un error, pues el actor y director también hace del padre de Goyo Lucero, militante nacional y popular de la Unión Cívia, pero sobre todo porque en el contracampo de esa imparcialidad descalificadora de lo político que Goyo Lucero ocupa está la pintada que lo desmiente, inadvertida hasta por ojos avezados.
El ALONSO de la pared, me dice Fernando Martín Peña cuando le pregunto por él ni bien terminada la proyección, no puede ser otro que el sindicalista José Alonso, protagonista de la resistencia peronista durante los años inmediatos al golpe que anunció la vuelta de Perón en 1964, le soltó la mano al gobierno de Illia y fue asesinado por Montoneros en 1970. Pero ese ALONSO es, además de un desplazamiento del Perón proscrito que no podía ser siquiera nombrado, un apoyo concreto al sindicalista en las elecciones de la CGT de principios de ese año y al sindicalismo como institución política, así como el “VOTE” es una señal de la distorsión democrática introducida por los golpes de Estado y la proscripción del Partido Justicialista.
La irrupción de lo histórico –más precisamente, del presente político de aquel entonces- en el último plano de La calesita es tan potente como la visión del abuso como real intolerable para el protagonista de Las aguas bajan turbias, también de y con Hugo Del Carril. Su magnitud e intensidad son tales que reordenan el mundo jerárquico de la mirada privilegiando la posibilidad política de la imagen dentro del relato cinematográfico convencional, que asume desde siempre su naturaleza de entretenimiento. Del Carril le propone una elección explícita al espectador, aunque más latente que manifiesta en términos formales, operación inconveniente desde la más pura lógica mercantil y mítica. Lejos de simplificar la cuestión, la personalización circunstancial de lo político –“ALONSO”- la complejiza de tal modo que permanece tan o más abierta y circulante que si se tratara de una exposición abstracta, alejada de la coyuntura inmediata, esa que le otorga toda su riesgosa urgencia, su habitual imperfección.
[1] Más allá del olvido: Conversaciones inéditas con grandes del cine nacional, Tomo I, de Guillermo Russo y Andrés Insaurralde, Prosa y Poesía Amerian Editores, Buenos Aires, 2013, pág. 364.
[2] Más allá del olvido: Conversaciones inéditas con grandes del cine nacional, Tomo I, de Guillermo Russo y Andrés Insaurralde, Prosa y Poesía Amerian Editores, Buenos Aires, 2013, pág. 362.
[3] Cien años de cine argentino, de Fernando Martín Peña, Editorial Biblos-Fundación OSDE, Buenos Aires, 2012, pág. 120.
[4] Cien años de cine argentino, de Fernando Martín Peña, Editorial Biblos-Fundación OSDE, Buenos Aires, 2012, pág. 182.
[5] En 1958 David José Kohon filmó Buenos Aires, un corto de doce minutos en el que no hay palabras hasta el final. Después de tres minutos dedicados a mostrar edificios, calles y autos de la capital, unidos por un montaje rítmico que recuerda las formas musicales –sinfonías- con las que el cine puso en escena la ciudad como organismo vivo, con la que parecía hermanarse a través de la exaltación vanguardista de la tecnología, aparecen las “villas miseria” y sus habitantes (Maurice Pialat haría lo propio en París con El amor existe, de 1960), que para el corto son ni más ni menos que trabajadores, algunos de ellos “cabecitas negras”, como les decían peyorativamente a los venidos del interior. Este hecho favorece la idea de verlos como representantes del peronismo proscrito que había facilitado la inmigración interna. La segunda mitad abre con el desarrollo de una jornada laboral, digamos que ejemplar o modélica en virtud de la abstracción general, protagonizada íntegramente por hombres y mujeres de la villa que vienen a ser la sangre o la savia del organismo citadino. Finalmente, un montaje paralelo alterna dos acciones: un hombre se acerca a una pared cubierta por pintadas políticas de la elección a presidente en la que triunfara Arturo Frondizi gracias a los votos del peronismo, y cuatro habitantes de la villa personalizados por el relato miran a cámara y declaran: “Sí, señor, yo vivo aquí”. A las declaraciones les corresponden planos de la pared cubierta de lemas siendo blanqueada: afirmación de las identidades anónimas de los trabajadores y borrado de los nombres de los candidatos al ritmo ritual de los bombos. ¿Qué eslabones hay entre la pared ya limpia de inscripciones políticas de ese corto y aquella en la que cinco años después Del Carril escribió un representante del nombre prohibido?
Una respuesta a «Criollo del universo, por Marcos Vieytes»
José Alonso era novio de mi tía Delia en los 50. Cuando lo mataron los montos era un burócrata sindical hecho y derecho. Los montos contaron su asesinato en un número de La causa peronista. Que pena mi tía Delia, murió soltera. Pudo ser noble viuda de un guerrero (y yo haber hecho carrera como abogado sindical).