A primera vista, If these walls could sing (Mary McCartney, 2022) parece ser un recorrido por la historia de los estudios Abbey Road. Sin embargo, hay algunas señales que van en sentido contrario: los adelantos y retrocesos en el relato, los saltos temporales señalan una intención de concentrarse más en momentos puntuales que en la linealidad. Lo histórico, ligado a lo material del estudio, apenas vislumbra un puñado de hitos trascendentes: la fundación, construcción y la primera grabación desarrollada en 1931, y la venta de los estudios en 1980 -que incluía la posibilidad de convertir una parte del edificio en un estacionamiento-. El resto del relato prescinde de esa formulación para sumergirse en algo acaso más intangible. Los estudios de la EMI, entonces, dejan de tener importancia en sí mismos como edificio, para revelar que lo que importa es lo que se generaba allí dentro, eso que las paredes contarían -o cantarían- si pudieran.

Entonces, If these walls could sing deja de ser un documental sobre un estudio de grabación -aún cuando fuera el mejor, el más importante, el más famoso-, para convertirse en la historia de un mito. Cerca del final, Nile Rodgers intenta deshacer esa característica, cuando dice que “la gente cree que hay algo mágico en Abbey Road”, y le opone la idea de que esa magia proviene, en todo caso, de la gente que grabó allí (pequeña digresión, o no tanto: algo que desmiente incluso en otro nivel, el libro de Nicolás Igarzabal dedicado a los Estudios Panda de Argentina). Pero llegado a ese punto, se convierte en un argumento estéril, un intento de defensa tenue y no del todo convencida ante el poder de la leyenda. El mito, en ese intento por minimizarlo, se muestra imperturbable. Está allí abarcándolo todo. La muestra más cabal está en el mismo comienzo: cómo no pensar en la fortaleza del mito cuando las imágenes nos muestran a la gente fotografiándose en el cruce peatonal inmortalizado en la tapa del disco de los Beatles.

Y es que los Beatles son la piedra basal en la construcción del mito. Sin Beatles no habría Abbey Road (seguirían, en el mejor de los casos, llamándose Estudios EMI o del conglomerado global que los comprara, o se habrían convertido en estacionamiento). Ellos no solamente le dan el nombre, globalizándolo (el estudio inmortaliza los discos, los discos inmortalizan al estudio), sino que construye el mito desde los logros sonoros. La simbiosis de músicos y estudio se vuelve tan estrecha que en un punto se produce una transmisión: otros músicos creen que allí, como los Beatles, encontrarán la perfección sonora. Abbey Road se convierte en sinónimo de “haber llegado”, de haber triunfado (las 35 semanas consecutivas en el N° 1 de los rankings en 1964 de artistas que grababan allí parecían avalarlo). Estar en el mismo lugar en que toca(ba)n los Beatles. Y entonces, aparecen los recuerdos del Elton John sesionista con The Hollies, recordando el momento en que Paul McCartney apareció en el estudio y les tocó Hey Jude en el piano. O los de Roger Waters rememorando que cuando ellos estaban grabando su primer disco, en el otro estudio los Beatles estaban grabando Sgt. Pepper.

En ese mismo contraste se vislumbran las diferencias cruciales de lo que significa ese espacio. Para los Beatles, Abbey Road era un hogar, el espacio que los unía (algo que refrenda Ringo Starr cuando recuerda esos tiempos y que también quedaba claro en la serie Get back, cuando retornan allí tras la sequía creativa de las sesiones en el estudio de cine). Esa concepción no proviene solamente de la disponibilidad (tenían el estudio gratis y por tiempo ilimitado), sino de una serie de referencias que en el documental se explicitan. El hijo de George Martin plantea que usaban “el estudio como patio de juegos” -y tal vez no haya idea más clara y hermosa sobre el trabajo de los Beatles allí-. El mismísimo Paul McCartney relata que cuando vuelve a grabar en Abbey Road en la etapa de Wings, sentía que era “fabuloso volver a casa”. Abbey Road fue la casa de los Beatles y de alguna manera sigue siéndolo. Vean, si no, el momento en que, en medio de la entrevista, McCartney se da media vuelta, se levanta y se pone a tocar uno y otro piano que aún quedan en el estudio. Eso fue lo que acentuó el mito durante tantos años. El estudio se trasciende a sí mismo y si ahora vuelve a ser un hogar cuando Paul o Ringo lo utilizan, para el resto se ha convertido en un espacio sagrado. “Ir a Abbey Road era como ir a la iglesia”, dice Noel Gallagher, y uno puede imaginar esa historia que relata, cuando con Oasis se instalaron una noche en el estudio con las luces apagadas a escuchar uno tras otro los discos de los Beatles, como una especie de ceremonia religiosa. Las paredes que no han vuelto a pintarse -se dice que por temor a alterar el sonido, aunque tiendo a pensar que al ser un espacio sagrado se lo considera intocable-, alimentan el mito, dejan traslucir que allí, en esas paredes, están las huellas indelebles de lo que ocurrió en el pasado.

Hay, sin embargo, un aspecto en el que el documental flaquea. Cuando en el comienzo aparece la voz en off de la realizadora, que es la hija de McCartney, parece indicarse un camino a seguir en el que la memoria del lugar será personalizada. Un aire familiar impregna ese primer tramo en el que aparece Mary McCartney, aún bebé, en fotografías y filmaciones en el estudio, con sus padres y hasta con Jet, el pony de la familia. Pero la voz de Mary desaparece y solo vuelve en el final, funcionando solo como un marco (solo Elton John parece romper con ese criterio, cuando en la entrevista no habla de Paul, sino que lo menciona como “tu papá”). Ese abandono provoca que el documental se deslice hacia una despersonalizada mirada sobre Abbey Road, centrada en la hilación de hechos más o menos trascendentes en su desarrollo. Es allí donde lo que prometía ser, se disuelve en las formas de un documental más tradicional, del que solo puede rescatarlo una serie de hallazgos dispuestos a lo largo del metraje (el maravilloso relato de la grabación de “A day in the life”, la entrevista a un jovencísimo Jimmy Page aún sesionista -y sobre todo, su respuesta ante la pregunta de qué se sentía grabar con músicos conocidos-, la recuperación de las planillas de grabación de algunos discos fundamentales de la historia del rock o la filmación de las sesiones de Jacqueline Du Pre junto a Daniel Barenboim) o la dimensión que para cada espectador adquiera ese mito que en el documental no se termina de delinear completamente.

If these walls could sing (EUA, Reino Unido. 2022). Dirección: Mary McCartney. Fotografía: Gary Clarke, Tim Craggy, Ben Mahagy, Samuel Painter, Graham Smith. Edición: Paul Carlin. Duración: 86 minutos. Disponible en: Disney+

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