* En el libro que le dedica a la canción “Por” del disco Artaud de Pescado Rabioso, Eduardo  Berti señala: “Lo surrealista de ‘Por’ reside, fundamentalmente, en que las palabras valen por su sonoridad, tanto o más que por su significación; lo surrealista reside en que las palabras no conforman un sintagma (una cadena de sentido), sino que valen cada una por sí misma o por ciertos ecos que el oyente/lector puede establecer a su manera; lo surrealista reside, también, en la renuncia a la idea de una totalidad armoniosamente lógica. Aunque las palabras se siguen unas a otras, cada cual apunta a su propio objeto. Cumplen, con su relativa autonomía con respecto a lo ‘real’ una función más bien ‘fónica’ o estética. No se enhebran en forma metódica o discursiva ”.  La pregunta lógica es qué relación puede existir entre una canción de rock argentino de 1973 con una película dirigida por un palestino 46 años después. La respuesta más directa sería que el procedimiento por el cual una y otra se formulan como obras artísticas es similar: las 47 palabras que utiliza la canción se encuentran desprendidas de toda relación directa –pensando en sentido de consecución o de causa/efecto- las unas con las otras como las 45 escenas que componen De repente, el paraíso. La canción que escribieron Luis Alberto Spinetta y Patricia Salazar es una pieza singular en tanto se despega de las formas estandarizadas de la canción –y también de la poesía- utilizando la enumeración como forma en su totalidad. La sucesión textual no implica la existencia de una estructura que la sostenga como un todo más allá de la música. La forma es el principio rector. En De repente, el paraíso, Elia Suleiman recurre a la construcción por medio de fragmentos. Lo que vemos son una serie de viñetas más o menos breves, desprovistas en su mayoría de elementos que sirvan como conjunción –en el mejor de los casos, dentro de una misma escena puede haber algún tipo de derivación narrativa, como en la escena en que la policía persigue a la chica en el parque-. Son piezas aparentemente sueltas que dejan entre sí el espacio suficiente para comprender que la elipsis se lleva consigo cualquier unión posible que dote de sentido integral a la totalidad. Como en el texto de la canción, puede verse a las escenas como palabras que prescinden de los nexos; que restringen la idea de relato tradicional pero que a la vez posibilitan una infinita cantidad de elaboraciones personales. Tomar alguna de esas posibilidades –pienso por ejemplo en el lugar que asumen las mujeres en la sociedad palestina, o en la militarización de la vida cotidiana en Estados Unidos o incluso en Francia- no agota la lectura, sino que revela en toda su dimensión la parcialidad en que se asumen. El relato que se presenta como único –la película en su integralidad- estalla en su interior en esquirlas cuyo lazo es el punto de partida y que predispone a la posibilidad de un ejercicio lógico abierto a las significaciones y a las reconstrucciones que con ellos haga el espectador. El cine de Suleiman, en ese sentido, es un cine libre, en el sentido de liberado de las estructuras de pensamiento y de una radicalidad poco habitual para estos días.

* Otra apuesta radical de De repente, el paraíso –como una continuidad de la obra previa de Suleiman- es la limitación estricta –cuando no la eliminación directa- de los diálogos. Esa decisión se entrelaza con la ausencia de cualquier tipo de espectacularización. Lo cual es un componente extraño en el cine de esta época. En un punto, puede verse al cine de Suleiman como cercano a la línea desarrollada por Roy Andersson, aunque despojado de las influencias hopperianas que operan en la estética del sueco. La visión se establece como eje central con características peculiares: ambos recurren a una mayoría de planos fijos, con predominio de los generales, en los que se resalta la quietud del observador, situado en una posición generalmente invariable. Si bien en Suleiman ese esquema no parece tan irreductible en tanto ensaya algunas variantes, el objetivo que se persigue es similar: lo que interesa no es tanto la posición de quien observa sino la distancia con el objeto observado. La diferencia esencial es que en Suleiman el observador –el propio director- se encuentra integrado en la escena –y allí puede detectarse una influencia de Hopper-, no la observa desde afuera. Ello le permite jugar con otra dinámica: puede pasar del objeto observado para volverse sobre quien mira (entre otras, la escena en la que mira el edificio de enfrente de su habitación en el hotel de París) o desdoblar la mirada para incluir al personaje como parte de lo observado (en la escena en que irrumpen los aviones caza en París, o en la que se lo ve parado sobre una superficie rocosa observando el mar) o imponer el movimiento interno de la escena sin romper esa distancia (el seguimiento de la mujer con los cuencos en el bosque o la chica ángel perseguida por la policía vista desde el otro extremo del parque). La dinámica en la película no proviene tanto de lo que ocurre en el interior de la escena, sino de la combinación establecida con la elección del punto de vista. Es esa elección lo que permite el recorte de lo que se permite ver, como en los planos de lo que observa desde el balcón del hotel en París. Hay, sin embargo, dos momentos interesantes porque implican una ruptura que impiden que el planteo se sostenga de manera dogmática. Son dos instancias en las que la “distancia justa” no es fija sino variable, a partir de una situación de potencial peligro para el observador. La primera es la escena en la ruta, cuando un vehículo se acerca y luego se pone a la par del que maneja Suleiman. La distancia justa de la escena implica ese momento en que la mirada puede dirigirse al otro vehículo y observar lo que ocurre. La revelación no está en los asientos delanteros –hay cierta normalidad subyacente para la mirada de un palestino en el hecho de ver a dos soldados portando armas largas- sino lo que puede ver en el asiento trasero –una mujer con los ojos vendados-. La combinación de los elementos establece para el observador una ruptura de la distancia justa: acelerar, alejarse, no implica no querer ver, sino restablecer la distancia entre el objeto y el observador para evitar riesgos. La otra es una escena casi inmediata.  Suleiman está viajando y de pronto empieza a advertir movimientos cada vez más intensos en el avión.  Sin embargo, él parece ser el único que lo nota y que se altera –el montaje de tomas breves reafirma esa condición aún más que el contraste con la nula reacción del resto de los pasajeros-. Una elipsis nos lleva al momento en que la tripulación saluda a los pasajeros al bajar en el aeropuerto. Pero allí, la mirada de Suleiman ha sido suprimida. Esperamos que de la fila de pasajeros aparezca, pero no lo hace. El efecto final que genera su aparición –un antiguo recurso cómico reactualizado- es el de la afirmación de esa elipsis como parte de la distancia justa de observación y de la utilización del recurso del desdoblamiento: refugiarse, alejarse, no seguir viendo lo que ya se ha visto y comprendido en su magnitud y que genera una sensación de peligro.

* Es esta última escena la que reafirma la identificación del cine de Suleiman con lo humorístico. Pero esa identificación es, por lo menos, cuestionable como principio, en tanto no se verifica como elemento predominante. El equívoco o la exageración de rasgos provine de momentos como ese y de la identificación que en sus películas anteriores asumía su personaje en relación con Buster Keaton. En verdad, tanto en Intervención divina como en The Time that Remains, como aquí también, Suleiman toma de Keaton la inmutabilidad casi constante de sus expresiones faciales –solamente se permite romper ese rictus en la escena con el pajarito bebiendo agua a su lado- pero despegándose de su despliegue físico: allí donde Keaton se sumergía en las situaciones, Suleiman toma distancia priorizando su rol de observador. Pero también toma de Jacques Tati la mudez del personaje –forzada a veces por el corte de la escena como en la clase con los alumnos de teatro o en la convención por Palestina- y su expansión al entorno, en tanto solo se habla cuando es absolutamente necesario –de hecho, el propio Suleiman, solo dice dos palabras a lo largo de la película: Nazareth y Paestina. De allí se deriva de la idea de comicidad a la construcción de un absurdo (la escena de inicio con el ritual religioso es un ejemplo notable de ese traspaso), el cual se asoma una y otra vez –como lo hace el protagonista desde su balcón para ver qué hace su vecino con sus árboles-. Su mirada construye el absurdo desde la ruptura de la lógica, la cual más adelante será restituída: la desolación de París surcada por tanques y aviones de guerra se resuelve por caso, en la imagen televisiva del desfile; los policías que parecen rodearlo cuando está sentado en la vereda de un café, se deriva en un trámite de control puramente burocrático que no lo involucra en absoluto. Pero también hay que entenderlo como un ejercicio interesante en el cual durante ese viaje por diferentes lugares, Suleiman no se adapta a lo que lo circunda, sino que parece lograr que sea el espacio el que se adapte a él. Volviendo al libro de Berti, señala que  “no es lejano a la mecánica cuántica cuando nos dice que el observador modifica, por su propia presencia, el fenómeno que observa; ni a Oscar Wilde cuando sostiene que una obra de arte no es un espejo de la vida, sino de cada uno de sus espectadores”. De la misma manera, esos lugares adoptan sus silencios, sus pausas, sus movimientos. El mundo que muestra Suleiman es el que proviene de su mirada y en De repente, el paraíso, esa formulación es llevada a un extremo. Más que el mundo, lo que muestra es la mirada de un observador de una parte de ese mundo.

* Mencionaba al comienzo la idea de la sucesión de las escenas sin una relación directa establecida entre ellas. Ese efecto presumiblemente surrealista que rompe con el relato tradicional, sin embargo, juega también con las formas en que se puede quebrar la regla sin traicionarla. En principio, las escenas que proponen un juego de reiteraciones están organizando pequeños núcleos narrativos que se disponen a lo largo de la historia, pero nuevamente, sin entrar en una relación de efecto con nada que les antecede -ni siquiera con las propias repeticiones. Si ello se verifica especialmente en la reiteración de las escenas con el vecino y el árbol –primero sacando frutos, después regando, luego podando-, es mucho más notable por su despegue relacional, la de la mujer con los cuencos en el bosque. La escena -que tiene ecos del cine de Kiarostami- se plantea en primera instancia, antes del viaje de Suleiman y solamente vemos a la mujer trasladando por tramos, diferentes cuencos. Ni ella mira al observador ni el observador quiebra la distancia de visión. No sabemos quién es ni hacia dónde va. La escena se repite en el final, cuando Suleiman ha regresado de su viaje, solo que ahora la mujer se desplaza en sentido contrario, y nuevamente no hay registros de un acercamiento posible entre el observador y el objeto. Hay allí, una parte del sentido que anima a De repente, el paraíso, en el que la mirada del observador es un llamado a la del espectador. No porque todo radique en esa escena, sino porque es un resumen del planteo que la sostiene: la mirada ante el objeto es el sentido estético, su repetición no implica una ruptura de ese compromiso estético ante el mundo, la ausencia de un sentido explícito incluso en la reiteración es un acto de libertad mayúsculo en el que no se impone una interpretación de lo que se observa. En ese sentido, De repente, el paraíso más que un acto de fe en las posibilidades del cine, es un acto de fe en la capacidad del espectador, un antídoto enorme contra el cine adocenado y reproductor de esquemas que nos azota todas las semanas.

Calificación: 9/10

De repente, el paraíso (It Must Be Heaven, Palestina/Qatar/Francia/Alemania/Turquía/Canadá, 2019). Guion y dirección: Elia Suleiman. Fotografía: Sofian El Fani. Montaje: Véronique Lange. Elenco: Elia Suleiman, Tarik Kopti, Ali Suliman, Vincent Maraval, Claire Dumas, Antoine Cholet. Duración: 97 minutos.

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