Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces. Suena como lo viene haciendo desde hace casi veinte años en las películas de Herzog. Suena como sonaba la banda alemana liderada por Florian Fricke, Popol Vuh, en las ficciones más memorables de Herzog como Aguirre, la ira de Dios (1972), Corazón de cristal (1976) y Fitzcarraldo (1982). Suena ese coro con esas voces que cantan en idiomas ininteligibles, primitivos, quizás inventados, donde lo importante es sentir el ritmo, la cadencia, el sentimiento, los caminos litúrgicos que nos van abriendo, presentando, mostrando, proyectando… alentando.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y Herzog entiende -como el Tarot, casi; como El Zohar, casi- que el principio del Universo (más no su Centro) fue una bola de fuego en expansión que luego de estallar se hizo roca congelada, hierro, meteoritos y masacró planetas, lunas, galaxias con inmensos cataclismos que, paradójicamente, terminaron creando vida. Nuestra vida en este planeta al menos.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y Herzog busca junto a Clive Oppenheimer (un famoso vulcanólogo con el que ya hizo dos documentales anteriormente) los orígenes de ese fuego primigenio; su simbología cultural, su valor científico, su imaginario supersticioso, su aval religioso, su cota entre la vida y la muerte, entre la muerte y la vida, entre la muerte que da vida, entre la vida que necesita morir para volver a vivir. Existir.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y Herzog viaja con Oppenheimer de una parte a otra del planeta: Rusia, Escandinavia, Medio Oriente, la India, Estados Unidos, Australia, México, Islas del Índico, Francia, la Antártida entrevistando gente muy extraña pero absolutamente apasionada por los meteoritos, por sus fuegos; gente totalmente fascinada por su poder de destrucción, por su capacidad de recreación del mundo… de mundos tan posibles como alguna vez lo fue el nuestro. Como todavía lo es.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y Herzog deja que Oppenheimer hable, entreviste, toque meteoritos, se relacione con la gente, saque información, la indague, la razone… Él, Herzog, es una suerte de fantasma que ronda la filmación, que apenas interviene lo justo y lo necesario en escena, detrás de la cámara… Él, Herzog, es la voz en off del relato, es la conciencia de la búsqueda, es el que sigue ofrendando metáforas para aquel “hermano” -como lo llamó en La conquista de lo inútil (2008), su diario de filmación de Fitzcarraldo– que necesite encontrarlas. Es el que sigue pasando barcos por las más remotas montañas.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y cada cosa que se dice de los meteoritos, que se muestra de los meteoritos, que se pinta de los meteoritos, que se analiza de los meteoritos, que se teoriza de los meteoritos, que se trasciende de los meteoritos, es innegociablemente bella. Herzog sabe que en los meteoritos hay belleza. Es todo lo que necesita saber de ellos, aparentemente. Y (nos) lo transmite. Lo demás es cosa de Oppenheimer, de Apple TV, del que haya puesto la plata para este grandioso documental.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y resuena aquello que Piglia entendía sobre el concepto de ficción: eso de que la misma no es una falsedad de la verdad, sino un mundo imaginario, relativamente autónomo, que toma algunos elementos de la realidad para construir el propio. Herzog es el obrero que busca y construye; que vuelve imaginario a lo real y a lo real, tan hermosamente imaginario.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y sus coros de voces y un científico coreano llora y salta desaforado de alegría por encontrar un trozo de meteorito en medio de la nada más blanca, hostil y helada del mundo en la profundidad inhabitable de la Antártida. Llora y Herzog lo ama por ese llanto. Salta desaforado y Herzog lo admira por esa pasión.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y un cura del Vaticano dice, con una sinceridad que da miedo, que de caer un meteorito de proporciones apocalípticas sobre la Tierra lo único que nos quedaría por hacer es rezar. Y Herzog odia creer en ese rezo aunque le admira semejante sinceridad sin solemnidades.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y entre el footage y la edición aparecen escenas ajenas de películas, animaciones y documentales famosos sobre los meteoritos cayendo y el fin del mundo desprendiéndose en oleadas de destrucción indetenibles, barrocas, exageradas, expresionistamente bellas. Herzog deja muy en claro que el fin del mundo por medio de un meteorito nos dará, al menos, una última imagen (paisaje, encuadre, fotograma…) magnífica de lo que fue la vida, de cómo nos vino a buscar la muerte desde el espacio exterior, desde las vísceras más remotas del impredecible Universo.
Suena el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces y uno no quiere que terminen, uno no quiere irse de esas búsquedas de Herzog y Oppenheimer, uno no quiere abandonar ese mundo imaginario tan real como el nuestro, uno no quiere abandonar las posibilidades de esas bellezas apocalípticas, uno no quiere dejar de ver llorar al coreano emocionado, uno no quiere dejar de escuchar el chelo de Ernst Reijseger y su coro de voces, uno no quiere dejar de escuchar la voz en off de Herzog relatándonos (una vez más) sus metáforas, los caminos selváticos, montañosos por los que todavía sigue pasando sus imprescindibles barcos.
Fireball: Visitantes de mundos oscuros (Fireball: Visitors from Darker Worlds, Estados Unidos, 2020). Dirección: Werner Herzog, Clive Oppenheimer. Guion: Werner Herzog. Fotografía: Peter Zeitlinger. Montaje: Marco Capalbo. Música: Ernst Reijseger. Duración: 97 minutos. Disponible en Apple TV+.
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