La majestuosa autoridad de un pantocrátor. El ambicioso título da ya una cuenta cabal de sus pretensiones de grandeza. Salvo que no alude a algún tipo de cualidad deontológica sino a una de mensura más concreta, a una magnitud vinculada al tamaño. La medida de su grandeza está dada por el sistema métrico decimal. Cristo no tiene una estatura espiritual sino una complexión y altura física que sobrepasa al resto de los mortales. Su elevación interior pasa por ser el más robusto y alto del film. En cada cuadro es una cumbre, el pináculo de todo grupo humano. En eso el casting ha sido minucioso. Ha evitado que se filtre algún extra cuya estatura le birle al protagonista su condición sacra.

A esta premisa anatómica se le suma otra temperamental: su frialdad. El film propone un nazareno glacial, un témpano que no conmueve ni se deja conmover. Esgrime la autoridad majestuosa de un pantocrátor. Adopta la apariencia de un macizo y riguroso predicador de verbo grave y terminante, una suerte de páter autocrático. Su figura monolítica, en permanente actitud hierática, lo asemeja más a un severo padre protestante que a un piadoso redentor. Su prédica y sus gestos fingen una inmutable solemnidad, como si un temple impertérrito fuera sinónimo de dignidad.

La resultante es un Cristo pétreo, monocorde, sin una pizca de pasión. Por eso el film, pese a sus grandilocuentes puestas, carece de éxtasis dramático. Todo transcurre sumido en una colosal monotonía. Y en la más absoluta insensibilidad. Incluso la abundante gente que usualmente lo rodea carece de entidad. Son extras, sonámbulos pasivos, inmóviles espectadores de sus palabras. En ningún momento se produce un vínculo entre el orador y su auditorio. Nada cambiaría si fueran estatuas.

El despropósito se ve coronado por otras decisiones estéticas no menos infelices, como la caracterización del personaje con un peluquín de corte carré adosado a su testa o la barbita cuidadosamente recortada en la prominente mandíbula, presumiblemente intentando disimular el maxilar de bulterrier del actor. Delineado como un dibujo, su fileteado piloso resulta más cercano al estereotipo de un pintor del Quatroccento o a una estrella actual del calcio italiano que a la tipología epocal de un hombre de la Galilea de entonces. Ni mencionar el empeño cromático para que todos los discípulos vayan uniformados con una túnica marfil, cuestión de que se distingan del resto del populacho. Y de tales desatinos no se salva ni el entorno: filmada en Utah, entre desprendimientos geomorfológicos de las montañas Rocallosas, el paisaje se asemeja más al de un western que al de la desértica Israel milenaria.

Por lo demás, el relato manipula a su antojo los evangelios. Por ejemplo: el Padre Nuestro no se reza en el sermón de la montaña sino a orillas del río Jordán; la mujer adúltera es confundida con María Magdalena; Lázaro es un amigo de Jesús y a la vez el joven rico de la parábola; en Nazaret, de donde Cristo es echado (dando pie al adagio “nadie es profeta en su tierra”), se las ingenia para devolver furtivamente la vista a un ciego sin ser advertido; en Cafarnaúm ya se lo vitorea como rey de los judíos mucho antes de su ingreso a Jerusalén el Domingo de Ramos; Herodes Antipas, a quien la suerte de Jesús le resultaba indiferente, ordena a sus tropas que lo detengan; en el Templo, mientras echa a los mercaderes, declama “misericordia quiero y no sacrificio” (Oseas 6, 6; Mateo 9, 13); la disputa en el Templo con el sanedrín –de la que nace, entre otras, la distinción entre el césar y Dios–, es sustituida por una multitudinaria congregación nocturna, plagada de antorchas, a quienes predica e insta a rezar; y durante la Última Cena pregona: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14, 6). Sería engorroso y abrumador proseguir con las incongruencias de un guión que puede leerse como una versión despreocupadamente libre de los textos canónicos. Lo importante, para el caso, es que los tópicos evangélicos aparezcan en alguna parte sin que importe demasiado dónde.

Hay momentos en que sorprende con raptos de fidelidad. Por ejemplo, cuando Jesús les pregunta a sus discípulos quién creen ellos que él es. Varios dudan, pero Pedro le contesta con certeza: “el Mesías, el Cristo, el hijo del Dios vivo”, y Jesús aprovecha para introducir la réplica fundacional del credo: “Tú eres la roca sobre la que edificaré mi iglesia, te daré las llaves del reino y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella, y lo que confirmes en la tierra confirmado quedará en el Cielo, y lo que desates en la tierra será desatado en el Cielo” (Mateo 16, 18). O la otra infaltable frase de todo catecismo que se precie: “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Juan 11, 25), dicha momentos antes de resucitar a Lázaro.

Precisamente, la resurrección de Lázaro es una muestra gratis del criterio que prima en el film. Ese momento sublime en que su amigo retorna a la vida, y que debiera propiciar en el Redentor un hondo sentido dramático, es reducido a un lejano detalle dentro de una panorámica. Otra vez la grandeza asociada a tamaño. La imagen opta por mostrar una multitud prolijamente dispuesta para ver el milagro en la ladera de la montaña donde se halla el sepulcro. Adquiere más importancia la distribución visual de esos veedores o las corridas de un ser anónimo anunciando el prodigio entre aleluyas que su impronta emotiva en el rostro de Cristo o en el propio Lázaro. Tal el concepto: por sobre la sensibilidad de los protagonistas, el impacto visual del cinemascope. O incluso la urgencia por difundir el milagro a la multitud por sobre lo que el fenómeno ocasiona íntimamente en los afectados.

Con relación a los milagros, prima otra idea. Es preciso enumerarlos y cuantificarlos porque, según pontifica el film, son la evidencia de que se trata del Redentor. Si el inválido camina, si el ciego ve, si el leproso es curado y si el muerto es resucitado, no hay duda de que ha llegado el Mesías. Y aquellos prodigios que no son exhibidos, son relatados por informantes: caminó sobre las aguas, trocó agua por vino, alimentó a cinco mil personas y nadie sabe de dónde salió la comida. La convicción de que es el Hijo de Dios surge a partir de sus portentos. No otra cualidad nutre el fundamento por el cual sus seguidores –que son judíos y son multitud– lo tienen por Rey.

Como en el film de Ray, también en éste la trama argumental procura despegar al judaísmo como precursor del deicidio. Las herramientas son varias. Primero, deja claro que el cruel Herodes, que envía a masacrar a los neonatos en Belén, es idumeo y no judío. Lo mismo cabe para su hijo, Herodes Antipas, responsable de la muerte del Bautista (a quien Roma designa tetrarca de Galilea). Le agrega a esto la omisión de la disputa en el Templo de Jesús con el sanedrín y la escisión del cuerpo sacerdotal en dos facciones: los que están con Caifás, que, en connivencia con Judas, detienen y someten a Jesús a un proceso irregular y clandestino a altas horas de la noche, y los que están en su contra, a quienes se evita citar al juicio. Lo expresa Nicodemo, cuando irrumpe súbitamente en la sede y alega ante Caifás:

Avisaron a mucha gente que vive lejos pero no a mí que vivo a la vuelta; tampoco está mi buen amigo José de Arimatea. Muchos miembros no han sido informados, quienes piensan como yo no están presentes y sí quienes piensan como tú. Acaso nos hemos convertido en romanos que descuidamos la decencia  y la justicia y hacemos juicios secretos para juzgar a un inocente en medio de la noche. Lo que haces es ilegal, Caifás.

Es decir, el sanedrín está dividido frente a la suerte de Jesús; no opera como una unidad monolítica. Incluso el proceso por sedición, brujería y blasfemia se cierra no porque se fragüen pruebas, sino por la propia autoinculpación de Jesús respecto del último delito, cuando se proclama Hijo de Dios. Y a mayor abundancia, luego de la crucifixión, el propio José de Arimatea cede una tumba de su propiedad para su entierro. Debe erradicarse toda duda: ha habido adversarios, pero también muchos judíos han sido acólitos y benefactores de la aventura cristiana.

La misma división se advierte en la plaza, cuando Pilatos ofrece a la multitud que decida sobre la suerte del detenido. Otra vez hay dos facciones: los que piden por su liberación y los que reclaman su crucifixión. Entre los últimos aparece como instigador una figura ficcional que hizo las veces del Satán que tentó a Cristo en el desierto y que apareció junto a Judas al momento de iniciar su traición. Corolario: quienes piden por su crucifixión se hallan instados por el demonio. No es sino una intervención demoníaca la que promueve que parte de la plebe reunida en la plaza clame por la crucifixión de Jesús y la liberación de Barrabás.

La exculpación al judaísmo se complementa con una nota de color: Simón de Cirene, quien a mitad del Vía Crucis ayuda a Jesús a cargar la cruz, es negro. Si de algo no se puede acusar al film es de racista. No se priva de agraciar a nadie. La idea es que toda la audiencia salga reconfortada.

La inconsistencia del guion tiene además dos incongruencias clave. Una fue ya mencionada: Herodes Antipas, a quien, según el Evangelio, la suerte de Cristo le resultaba indiferente, muestra a todo lo largo del film una obsesión por su figura al punto que en un momento envía tropas montadas a perseguirlo y apresarlo. Se desconoce por qué una empresa tan simple, como es la detención de un hombre manso, fracasa. Máxime cuando el perseguido ni siquiera se escabulle sino que se la pasa caminando inerme y predicando por doquier a plena luz del día. Y existiendo tal obstinación por capturarlo, ¿por qué cuando Pilatos se lo endosa para que él mismo lo juzgue y lo condene, Herodes Antipas súbitamente pierde todo interés y lo envía de nuevo a Jerusalén? ¿Durante todo el film persigue a su presa para mostrarse indiferente una vez que lo tiene encadenado ante sí?

La otra incongruencia es la del propio Pilatos, quien también se hace informar de todos los movimientos del Nazareno por el peligro potencial que suponía contra Roma, pero a la hora del juzgamiento primero declina la jurisdicción a favor de Herodes Antipas, luego declara no ver delitos en ese hombre y acto seguido pasa a lavarse las manos.

En ambos casos hay un giro repentino sin explicación. El motivo por el cual de la persistente aversión al personaje se pasa a una repentina indiferencia es una incógnita sin resolución, un misterio divino, el enigma más hondo de la fábula.

Hay que reconocer, sin embargo, en el diálogo de Jesús con el pretor romano una muestra de ingenio. Escoltado por un águila romana y un fondo de estatuas de diversos dioses paganos, Pilatos le espeta: “Proclamas ser el hijo de Dios, pero ¿de cuál de todos? ¿Marte, Hércules, Júpiter? ¿De cuál dios eres hijo?”. Cristo responde lo previsible: “Solo hay un Señor, nuestro Dios”. Y Pilatos, sorprendido: “¿Uno? ¿Para todos? ¿Para Roma también? ¿Por qué no lo conozco?”. Lo que permite el remate del Nazareno: “Porque no lo has buscado”. Ese diálogo ficcional revela los credos de dos culturas confrontadas –paganismo y monoteísmo– y profetiza lo que ocurrirá siglos después con el Imperio romano, cuando a través de Constantino se busque finalmente a ese Dios único.

Otro foco conceptual un tanto frágil es la traición de Judas, fundada en que Jesús asume el privilegio de ser untado en pies y cabeza por María con un óleo lujoso cuyo valor podría destinarse al beneficio de los pobres. Es una de las excusas habituales. Aunque para que cobre algún sentido debería construirse previamente una dimensión social del personaje de Judas, en este caso ausente. La contradicción aflora incluso cuando concurre ante el sanedrín a ofrecerles la traición. Judas barrunta: “Lo entregaré si prometen que no le harán daño, es el hombre más puro y amable que he conocido y no lo he visto hacer más que el bien; su corazón es tan gentil, los ancianos lo veneran, los chicos lo adoran, yo lo amo”. El párrafo mueve a perplejidad. Resulta inexplicable que, ante tantas palabras amorosas, traicione a su maestro porque una tarde derrochó un frasco de ungüento. No importa. Como se sabe, Cristo perdona hasta esa pequeña mezquindad que le costó la flagelación y la cruz. Resucitado, reaparecerá gigante entre las nubes blancas para avisar a sus discípulos que estará con todos hasta el final de los tiempos.

La historia más grande jamás contada (The Greatest Story Ever Told, Estados Unidos, 1965) Dirección: George Stevens. Guion: James Lee Barrett, George Stevens, Henry Denker, Fulton Oursler. Fotografía: Loyal Griggs, William C. Mellor. Montaje: Harold F. Kress, Argyle Nelson Jr, J. Frank O’Neill. Elenco: Max Von Sydow, Michael Anderson Jr., Carroll Baker, Ina Balin, Victor Buono, Richard Conte, José Ferrer, Van Heflin, Charlton Heston. Duración: 260 minutos.

El texto es parte del libro El rosto de Cristo en el cine. Una lectura cinematográfica del Evangelio, de Gustavo Bernstein. Se puede conseguir en librerías de la ciudad de Buenos Aires y en MercadoLibre para el interior de la Argentina.

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