1. No deja de ser problemático que, de por sí, una película pretenda sostenerse en la generación de un par de preguntas en el espectador que no se revelan sino hasta el final. En Emma hay al menos dos preguntas que circulan de manera evidente. ¿Por qué la película se llama de esa manera? ¿Por qué la protagonista no habla en ningún momento de la trama? Cuando ambos datos se revelan en la última escena de la película, sobreviene, sino la sensación de estafa, por lo menos la comprensión de que esos interrogantes que la película sostiene como si fueran cruciales, son indefectiblemente pueriles y no hacen a la estructura dramática de lo que se pretende contar.

2. La cuestión vuelve a ser, para que quede claro, que la generación de interrogantes a partir de una obra de arte en el espectador no es por sí misma, un hecho positivo o negativo. El problema es cuando el interrogante es programático, cuando está asentado en el corazón de la obra como un enigma a dilucidar. Y más complejo resulta aún, como en el caso de esta película, cuando esa concepción programática del enigma como elemento esencial de una trama más o menos narrativa, está despojado de cualquier indicio, de cualquier pista en la cual el espectador pueda sostener, ya no solo el interés, sino incluso la persecución de esa resolución que se le plantea.

3. Hay, desde hace un tiempo, una cuestión no resuelta en una parte del cine argentino. Es lo que se podría denominar como “el miedo a lo explícito”. Como contrapartida de un cine costumbrista, de la necesidad de que cualquier planteo quedara claramente expuesto en la pantalla –que dominó la mayor parte del cine nacional al menos hasta mediados de la década del 90-, surgió la necesidad de otras narrativas que se despegaban de esos conceptos. La exageración de algunos de sus elementos constitutivos –reducción de lo narrativo a núcleos mínimos, ausencia de explicaciones, desprecio de la voz off que señale alguna pauta del relato- llevó a algunas películas al límite del cripticismo. Por torpeza o terquedad –o por ambas, porque no se asumían como ejercicios experimentales plenos-, unas cuantas películas del llamado Nuevo Cine Argentino se sumieron en sus propios códigos internos, sin poner a disposición del otro, ajeno a la construcción, las herramientas para tratar de comprender lo que se intentaba mostrar.

4. En Emma el miedo a lo explícito se palpa no solamente en las dos preguntas mencionadas: se traslada a los personajes bajo la forma de la confusión. La apuesta arriesgada, por cierto, de construir un relato alrededor de dos personajes que no hablan funciona en el primer tramo –y aún a pesar de que por momentos no se diferencia el presente de los flashbacks-, en función de la relación que se entabla entre Juan (Germán Palacios) y Anna (Sofía Rangone) –habrá que aclarar que el nombre del personaje recién lo conocemos en la última escena. Pero cada vez que intenta intercalar elementos que ayuden a entender el lugar de los personajes, surgen contradicciones. Solo por poner un ejemplo: ¿Cómo es que la médica del hospital que atiende a Anna puede decir que no saben si su “esposo” está desaparecido o que lo han dado por muerto, si no emite palabra alguna? Pero también, la aparición de un sobre, de algo que parece un contrato, de un diario que se muestra en un plano medio, o incluso el descubrimiento de la caja que guarda Juan, no aportan demasiado para comprender la historia de esos personajes. Para cuando “descubrimos” por qué siempre se ve solo a Juan en la mina de carbón, es demasiado tarde porque ya pasó al menos la mitad de la película, y el conocimiento de lo que ocurre no permite entender aún más al personaje. Y para cuando entendemos que lo que une a los personajes es su condición de soledad al borde del abandono, cuando se preveía que esa fuera la línea a profundizar, la película inesperadamente toma otro rumbo. Soluciona ese pasaje con un acto inexplicado -¿qué dice la nota que Juan le deja a Anna junto con un fajo de billetes? ¿Por qué se lo deja si hasta ese momento lo único que se construyó es una forma de relación entre ellos?-, abandona al personaje que desde el comienzo parecía ser el centro del relato y traslada la acción a otros territorios, tanto narrativos como físicos.

La aridez patagónica del comienzo que enmarcaba con cierta justeza la parquedad de los personajes, se muda a las costas uruguayas de Maldonado, con la intención de explicar quién es ese hombre que ha desaparecido de la vida de Anna. Al previsible descubrimiento que ocurre cuando observa por las ventanas de la casa –la función de aquel sobre recibido parece haber sido únicamente la de revelar la dirección del hogar- le sigue un ejercicio aún más pobre para sostener el enigma de la mudez de la protagonista. Si ya de por sí, la discoteca y el hotel lujoso instalan un contraste violento con la escenografía original, la irrupción de otros personajes torna aún menos comprensible la persistencia de la ausencia de habla. La seducción y el sexo ocasional con un desconocido, la aparición de la mujer de Federico (Jazmín Stuart) en el hotel (¿cómo supo que ella estaba alojada en ese hotel?), se observan como situaciones caprichosas, despojadas de la lógica narrativa de la película, y que fracasan en su intento de explicar algo sobre el personaje. Cuando en el tramo final reaparece el olvidado personaje de Juan, la arbitrariedad de las decisiones narrativas se hará más clara en tanto y en cuanto, a diferencia de lo que sucedía hasta ese momento, se intentan resolver todos los enigmas que rodean a la historia y sus personajes.

Emma adolece de ese exceso de lo implícito, por el temor a explicitar algo. O por la incapacidad para resolver la puesta a disposición del espectador de los elementos que le permitan comprender lo que está ocurriendo y por qué está ocurriendo. No ayuda que uno de los personajes principales no hable, especialmente en los momentos en que la narración asume deliberadamente su punto de vista. Pero tampoco ayuda que desde lo visual no se aporte ninguna referencia. Que ese punto de vista cambie de un personaje a otro en el relato, solo aporta una mayor confusión: más que agregar otra perspectiva. Juan y Anna se ven entonces, como dos personajes opacos, refractarios, pero en los que la película quiere cifrar su interés. De allí que Emma resulte una mirada superficial sobre dos personajes que merecían que sus secretos y sus silencios tuvieran un peso mayor que el del capricho enigmático.

Emma (Argentina, 2018). Dirección: Juan Pablo Martínez. Guión: Juan Pablo Martínez. Fotografía: Adrián Lorenzo. Edición: Javier Favot. Elenco: Germán Palacios, Sofía Ragone, Jazmín Stuart, Ezequiel Díaz. Duración: 76 minutos.

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