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La excesiva buena voluntad del crítico, y siguiendo a Jung (el suizo decía que el alma del hombre es femenina y una, y la de la mujer, masculina y muchas), quizá permita aventurar que el capitán danés que se interna en la inmensidad patagónica en busca de su hija no está haciendo otra cosa que buscarse a sí mismo. Su hija/alma se ha perdido –a sabiendas- en caminos opuestos a la razón que han llevado al capitán a esos desmedidos parajes, en extensión y en hábitos y cultura: acaso el amor, de seguro el sexo –en un entorno de soledad y sexualidad onanista-, y una prosecución de sueños y de perros y de manantiales imposibles entre las piedras. El misterio. “Me gusta cómo el desierto entra dentro de mí” –dice la hija del danés, acaso dice su alma.

Hombre de buenos modales, de aspiración civilizada y civilizatoria, el capitán, en su viaje, se encontrará con su fatal destino sudamericano. La barbarie del desierto. La barbarie que impone el desierto. El agua escasa, la soledad última, la inmensidad de cielo y tierra, el trabajoso alimento. Y la lucha y la pelea diaria por la supervivencia. Ya no es la pertenencia al ejército y sus sueños de aniquilación del salvaje, al que busca someter por interés económico y por tranquilidad cultural (la verdad se alberga en los ideales de ese ejército y sus mandamases), sino el individuo y los elementos, y el sol y la noche incesantes y su misterio atemorizador a veces, de plácida seguridad en las horas confiadas.

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Cuando el capitán encuentre a su hija, su alma, en encuentro de sueño, alucinatorio quizás o de necesidad, la verá mayor, ya viuda, con perros (como soñaba cuando adolescente, antes de la huida con su amor), con una gruta protectora y su manantial. Es su bagaje vital, acaso lo que buscó cuando emprendió su viaje, y la serenidad de su espíritu que encontró en el camino.

Un siglo y unos años más tarde, la muchacha danesa, moderna en sus ropas y habitante del pasado (pasado danés en el castillo de Dinamarca, su mobiliario antiguo y sus bosques, donde despierta como una bella durmiente sin príncipe), igual en sus rasgos a la antigua muchacha del desierto, pasea a su perro y encuentra un vestigio del desierto patagónico, un soldado de madera de los viejos tiempos. Lo echa al lago, y como si un espejo agitara su agua quieta para revelar lo oculto u olvidado, aparece el paisaje de lobos marinos y tierra agreste y océano infinito.

Nada sabe del soldado de madera la muchacha, ni de esa inmensa geografía, ni de aquélla penuria de un capitán danés en el siglo XIX buscando a su hija o a su alma. Sin embargo, detrás del espejo de su estricto orden europeo, orden que llegó a tierras ignotas con ánimo de expoliación y de muerte, late en sordina la falsa quietud de una tierra bárbara e indomable.

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(Esto que me invento es mejor que la película, que es un embole -Paciencia y pan criollo-. Porque no hay sangre ni carne –sangre y carne estética, digo; que simulacro de ambas en muertes y violencia sí hay-, y mucho menos emoción mientras la película transcurre. Una pena. Porque hay talento y belleza, pero también una confusión: los planos largos sistémicos, y la obcecación de la imagen en cada plano, cuando todo ha pasado ya, no es profundidad sino aburrimiento. La mirada del espectador, y no tanto la de los festivales, quizás sea el lugar a conquistar.

Igual, Jauja ha sido provocadora de lo que antecede, trabajo intelectual fuera del cine, acaso como propone la película, o alcanza en su intención, y no más. No es demasiado, tampoco poco, peor es nada).

Aquí pueden leer un texto de Marcos Vieytes sobre Liverpool y el cine de Lisandro Alonso, y otro sobre Honor de caballería de Albert Serra, uno de Gustavo Grosotro de Santiago Martínez Cartier y otro de Marcos Vieytes sobre esta película.

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