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1. La exégesis literaria borgeana como un virus, como un cáncer. Si algo parecía estar fuera de su órbita explícita en el cine argentino eran las películas de Lisandro Alonso. Ya teníamos a Mariano Llinás y sus socios prolongando a Borges vía Spregelburd y Santiago, y ahora el borgesismo también ocupa ese territorio supuestamente virgen del cine de Alonso previo a Jauja. Encima, sin sentido del humor. Si en ella Borges fuera vilipendiado entonces cabría la posibilidad de pensar en el aspecto festivo del apocalipsis y en un nuevo comienzo, o en el vital de la agresión y su potencial reactivo o dialéctivo. Pero el Borges de Alonso-Casas no deja de ser un chaleco de fuerza, una investidura, uniforme literario castrense si no castrador que le asegura consenso crítico favorable, porque la operación intertextual borgeana es moneda de cambio claramente visible para el lector ilustrado, mucho más apreciada aún por el escolástico, y las formas son lo suficientemente opacas como para amilanar la justificación de un rechazo que no deje en evidencia la falta de cultura letrada de quien no lo sea y lo intente.

“Un hombre no es todos los hombres” le dice una voz entre diegética y extradiegética de mujer al personaje de Viggo Mortensen, y lo que puede parecer una refutación de aquel axioma borgeano que rezaba que “un hombre es todos los hombres” funciona apenas como su reflejo invertido. El cine de Alonso entró al mundo interminable de reflejos postborgeanos, que aquí tienen la definición visual de Timo Salminen, director de fotografía de Aki Kaurismaki, pero no deja de ser un juego de reflejos, acaso lúcida carne de cañón para el ojo hermenéutico, materia de alucinaciones ácidas incluso, pero reflejos al fin, siempre reflejos apostando a proyectarse en el infinito de un escepticismo infatuado que descree del presente y prefiere difundir volutas de vacío embriagador, disgregación ondulada de la identidad que parece garpar más que el intento de fijar siquiera precaria y provisoriamente sus rasgos cambiantes.

Eso lo hubiera hecho mejor -entendiendo la puesta en ridículo de la puesta en abismo como una virtud superior- Albert Serra, porque se caga de tal modo en todo el aparato de amplificación cultural que vuelve imposible tomárselo en serio (si no, hay que cagarlo a trompadas, y eso demuestra la plenitud de su intervención), dejando a la vista lo irrisorio del simulacro. A juzgar por la única aparición en público que le conozco y lo que infiero de sus películas, Serra es un ironista de narcisismo explícito, gozante. Alonso no. Quizás Casas también lo sea, pero no es el director de esta película. Un plano del avance de Jauja me hizo pensar que Alonso podía estar intentando algo similar a lo hecho por el catalán, pues allí aparecía un oficial del ejército de la campaña del desierto haciéndose la paja en una pequeña pileta de agua natural horadada en la roca por la erosión, y uno creía estar viendo a un vago del barrio medio en pedo haciendo esquina con una birra apoyada en el cordón. Cuando uno ve la película completa ese gesto, que en el avance parecía una performance histriónica descolgada, responde a un personaje y una realidad cuyo verosímil es tan psicológico e histórico como el de cualquier ficción convencional. No es posible escapar de los fantasmas de la madre y del padre –o aprender a jugar con ellos- sin irreverencia, pero en dosis tan ínfimas como las de esta película (o, más bien, como las que el tamaño de mi esperanza depositó en un plano del avance), no basta.

vlcsnap-2014-11-11-16h11m06s2232. Se me antoja que Favio es otro espejo de agua ilustre para Jauja. En el encuentro final de Viggo Mortensen con una vieja vestida de negro veo el reflejo de Rodolfo Bebán jugando al truco con la muerte en Juan Moreira. El desplazamiento me parece tan cristalino, aún si fuera involuntario, como el plano de Mortensen mirándose en la superficie de un arroyo de montaña. No hay, sin embargo, la más mínima emoción, sino una operación intertextual desprovista de esa inmediata y exuberante rusticidad del cine de Leonardo Favio. La entidad de todo lo que hay en Jauja es afín a la de los seres de Las ruinas circulares, ese cuento de Borges en el que su protagonista se descubría simultáneamente inmortal y seriado, clon perfecto y melancólico. Pero aquí no hay melancolía, no hay dolor, no hay siquiera personajes -aunque sí maquetas de personajes- en tren de reconocimiento ontológico sino discursos exteriores a ellos oscilando indecisos entre jugar el juego convencional de identificaciones y proyecciones y no hacerlo. Esa indecisión hace fracasar tanto la dramaturgia débil que asoma al principio de la película como la apuesta perceptiva general. La nitidez hiperrealista de Salminen, prodigiosamente naíf en un par de cielos nocturnos (aunque a priori parezca increíble, esta es una de esas películas sobre las que uno responde que tiene una hermosa fotografía cuando nos preguntan qué tal es), brilla por sí sola pero no consigue nunca el vértigo alucinado de la escena del camerino espejado de Fantasma y la del baile de luz en la verdura de Los muertos, o la rugosa opacidad de La libertad tan cercana a la textura de Honor de caballeríaHistoria de mi muerte, las dos películas a color de Serra, únicas que cuentan porque dotan de materialidad a sus intervenciones conceptuales.

El fetiche fabuloso de Jauja no es el soldadito que pasa de un siglo a otro y de la Patagonia a Dinamarca, juguete que enlaza a la película con las anteriores de Alonso, sino la bombachita negra que lleva puesta la adolescente al final de la película y la cámara encuadra a la altura de la pelvis como quien no quiere la cosa, parcialmente oculta por la camisa que cae sobre el borde superior y apenas descubre el triángulo de tela en el que ninguna hendidura se marca, pura y lisa negatividad. Sólo el pliegue del culo cuando ella se ponga de pie y camine rumbo al fondo del plano permitirá que la prenda de cuenta de un cuerpo. Por delante es índice pero sobre todo símbolo nada sutil, continuidad genérica de la cueva mineral a la que Mortensen -en otra tierra y otro tiempo, unidos gracias a esa correspondencia de motivos en los que colapsa el color- entraba para encontrarse con una mujer en la oscuridad. Un hombre podrá no ser todos los hombres, como le harán decir Alonso y Casas a un personaje sin que les creamos, pero en Jauja todas las mujeres son una, la vieja, y en su agujero negro estos muchachos conciben, para variar, una nueva historia de la eternidad.

Aquí pueden leer un texto del autor sobre Liverpool y el cine de Lisandro Alonso y sobre Honor de caballería de Albert Serra, y uno de Gustavo Gros y otro de Santiago Martínez Cartier sobre esta película.

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