Terror prosaico, comedia sin gracia, romance sin emoción, así podría definir El conjuro 2, la última película de James Wan, que instaura una nueva saga y que ha sido infladísima por el medio a más no poder. Fui a verla arrastrada por el entusiasmo generalizado y me encontré con un Wan hiperbólico, todavía más consciente de las exigencias del mercado que confiado en su arte. No pienso dedicarle un análisis pormenorizado a una película que se agota en sus propias formas antes de llegar a la mitad. Wan abusa de algunos recursos formales hasta suprimirles todo sentido, hasta reducirlos al exhibicionismo de un falso virtuosismo. Los constantes desplazamientos de la cámara en planos secuencia, trucados en su mayoría, y las grúas que atraviesan todos los encuadres habidos y por haber, pasan de representar el mal ondulante que se cierne sobre los personajes a la puesta en evidencia de una ambición espectacular y, por cierto, poco original. No es malestar ni incomodidad lo que generan estos planos, por el contrario, uno termina más pendiente de por qué lugar extraño va a hacer pasar la cámara esta vez que de la supuesta tensión que debería estar construyendo.
Llegamos a un punto clave: la tensión. Sobre esta supuesta particularidad o virtud de la puesta en escena es que reposan muchas de las críticas favorables. No creo que sea angustia o nerviosismo lo que edifica Wan, sino el instante previo al sobresalto echando mano sobre fórmulas que, de tan trilladas, anticipan su desenlace, mechando alguna que otra escena en la que se “engaña” al espectador, como para seguir respondiendo al manual del “buen cine de terror”. Esto es El conjuro 2: una película de manual. Tan de manual en el terror como en los otros géneros que aborda y que pretende combinar sin éxito. Los gags cómicos son sumamente infantiles y el romance es más liso que la cara de Farmiga que ni frunciendo el ceño se arruga. Que el primer chiste sea el de la maestra agarrando a las nenas in fraganti fumándose un cigarrillo para terminárselo ella después de retarlas y echarlas, es tan obvio y básico como iniciar la serie de sobresaltos con el clásico uso del espejo y el fuera de campo “sorpresivo” en tres tiempos (Vera ve al espectro detrás de ella por el espejo, se da vuelta y no hay nada, vuelve a mirar al espejo y está aún más cerca, vuelve a darse vuelta y nada, mira hacia el espejo nuevamente y ¡zas! ahora lo tiene adelante).
El conjuro 2 es una película pensada para toda la familia y que, como tal, se cimienta sobre un conservadurismo que se afianza en el final feliz. El contexto político londinense se reduce a eso, a un escenario que no manifiesta malestar ideológico alguno. Tan de manual que para llevarnos de Estados Unidos a Inglaterra, Wan filma una secuencia de montaje en la que imágenes correspondientes a la agitación social de la época quedan igualadas a otras de carácter turístico, mientras suena de fondo London Calling, de The Clash, como podría haber sonado cualquier tema de The Kinks, Yes, Deep Purple o cualquier otra banda exitosa del momento. Sin ponerme demasiado exigente señalando que a la fecha de la ficción la canción aún no había sido compuesta (qué haría sino con mi amada Christine que arranca con Bad to the Bone sonando dentro de una fábrica de autos en los años cincuenta), si de climas y tensiones se trata, y ya que nos permitimos la licencia poética del anacronismo musical, ¿no hubiera sido más pertinente Straight to hell acompañada por imágenes de las zonas obreras londinenses? Esto siempre y cuando creamos que el planteo social de la película es serio, pero como no lo es, mejor dejarlo pasar antes que celebrarlo.
¿Por qué dejarlo pasar? Porque el propio Wan lo hace. Margaret Thatcher es otra cita contextual como lo es la música, el decorado, el vestuario y otros detalles de puesta en escena. ¿Podría haber tenido otra implicancia? Por supuesto, pero se optó por disgregarla. Y así como El conjuro 2 no se embarra en la Historia, no se embarra en los géneros. La aparición del tema I Started a Joke, de los Bee Gees, pareciera ser una confesión tardía de lo que se intentó filmar, una película que queda a medio camino de todo lo que propone, desabrida, inocua, a medias divertida, con un par de momentos logrados (la secuencia del interrogatorio a la nena es impecable) y con personajes demasiado estereotipados, caricaturescos, cuasi paródicos que en absoluto comprometen emociones ni ideas. Vale decir, cuando busca asustar hace reír, cuando busca hacer reír despierta indiferencia. La identificación se circunscribe a su primera línea, es con la cámara y sus vericuetos, con las obligadas referencias cinéfilas, con lo comercialmente reconocible, con el cascarón de la puesta en escena. No hay mejor evidencia de este espíritu marketinero que la contraposición final de las fotografías de los actores reales de la historia con las de quienes los interpretaron en la película.
No es justo tampoco exigirle al terror la prédica de ideales y principios que trasciendan el campo misterioso que le atañe (bastante mal le ha hecho el exceso de psicoanálisis al género como para ahora volverse intransigente en estos términos), pero sí lo es en caso de que una película amague con el riesgo de hacerlo. Wan simplifica el rescate del horror interno (el del hogar entendido como patria) a la injerencia estadounidense. Frases como “nunca hubo una familia a la que le negáramos ayuda”, “Nosotros no huimos de las peleas”, son ese “poco de cultura americana” a la que refiere Ed Warren (Patrick Wilson) antes de ponerse a tocar en la guitarra Can’t Help Falling in Love, de Elvis Presley, en otra secuencia de montaje, como suelen decir ahora, ñoña, que equilibra o deja fuera de cuadro el surgimiento del punk inglés con toda su agitación.
Si The Clash peleó contra una ley que terminó venciendo, a Wan ni le interesa presentarle batalla a la industria. El conjuro 2 se acomoda a la perfección en los paradigmas serializados del cine de terror mainstream, y se merece su puestito junto a otras películas simpáticas y cómodas, como los souvenires que Ed se lleva de cada caso, pero elevarla al podio de obra de arte u obra maestra, es lisa y llanamente una exageración.
Aquí puede leerse un texto de Romina Quevedo sobre la misma película.
El conjuro 2 (The Conjuring 2, EUA, 2016), de James Wan, c/Patrick Wilson, Vera Farmiga, Madison Wolfe, Francis O’Connor. 134’.
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Te faltó hacer mención de la escena en que Vera Farmiga dispara un arma invisible al entrar por primera vez a la casa, a quién se le ocurre algo así de ridículo?
Ni hablar, en realidad es una imagen que tuve en la cabeza todo el tiempo, pero no quise entrar en demasiados detalles porque también tendría que haber mencionado el gestito de Wilson imitando a Elvis al final de la canción, o el maquillaje del periodista británico que parece llevar una de esas máscaras graciosas con anteojos, nariz y bigotes.
Se tendría que haber jugado de lleno por el terror humorístico a lo Raimi.
Gracias por la lectura!