De todas las imágenes de la Coca compartidas en redes sociales hay una que me cautivó y no dejé de admirar. Es una fotografía en blanco y negro tomada por Armando Bó durante el rodaje de Sabaleros (1959). En ella vemos una Isabel abatida, con la mirada baja, el pelo enmarañado, el rostro y el pecho cubiertos de manchas, el labio herido, el vestido rasgado y las manos que ocultan sus senos y se cobijan a sí mismas de la ignominia. La foto fue capturada luego de que el personaje interpretado por Alba Mujica –que encarna la masculinización del cuerpo femenino, con sus ademanes y ropas gauchescas– la increpara por dedicarle miradas lascivas al asesino de su padre. Como consecuencia, se desata un duelo a orillas del río, en el espacio donde confluyen el agua dulce y los depósitos cloacales del pueblo. Mientras la sudestada ruge como un felino irritado, jugueteando con los cabellos cortos de Sarli y arremetiendo contra el sombrero de Mujica, las mujeres forcejean, incrustan sus brazos entre la mierda, enredan sus piernas sobre las costillas ajenas, gruñen entre los colmillos, se tiran, se arrastran, se torturan. En un momento, la heroína encuentra debilitadas sus fuerzas, desiste y cede el batallón a la villana quien la toma de un brazo, la arrastra sobre los restos de excremento y la conduce hacia la orilla del río para ahogarla.
El cuadro posterior es calamitoso: el cuerpo de Isabel queda inerte y echado como el de un pez que acaba de ser extraído del agua. Desterrada y humillada, curva su cuerpo hacia un extremo para poder respirar. Se queda un rato allí, pasando el brazo derecho sobre su hombro izquierdo para abrazarse, contenerse y perdonarse por ser la hija del ex patrón del pueblo y de una europea buena moza. “Aquí mando yo”, espetaba Mujica con un auténtico ímpetu patriarcal en el que evidenciaba que la explotación laboral, el sometimiento de una mayoría a una minoría, la trata de blancas, el tráfico de estupefacientes, las traiciones de clase y el acoso callejero permanecerían intactos junto al barro de las cloacas. Finalmente, la corrupción a la que fue sometida su alma es tan profunda que Isabel no resiste más y se desmaya.
Sería una ingenuidad catalogar la obra de la dupla Bó-Sarli bajo la etiqueta “erotismo” o “pornografía”. Es cierto que las tetas de la Coca gozaban de un protagonismo estelar, pero esos planos iban acompañados de un mensaje moralizante. Basta solo mencionar la escena de la ducha de Carne (1968), en la que la cámara sigue de cerca los movimientos que realiza Delicia al bañarse. Mientras desliza la espuma del jabón contra su cuerpo, se escuchan en off las palabras profanas de los hombres que han abusado de ella. El erotismo de ver senos humedecidos y pezones duros entra en tensión con el rostro lacrimoso y afligido de la mujer que recuerda una situación traumática de violación. En esa escena, no hay cabida para la satisfacción del placer sexual, sino para el tormento y la reflexión. La moral emerge bajo la frase “yo nunca los provoqué” y la respuesta desafortunada de Altavista –uno de los que decidirá no abusar de ella – que expresa “eso es lo que vos te crees. Se ve que nunca te miraste frente al espejo”.
Se trata de un cine de explotación que presenta contactos con la cautionary tale y el rape & revenge más que de un cine pornográfico. En Carne, el castigo a los inmorales es llevado a cabo por Víctor Bóque cuando obliga a “El Macho” (Romualdo Quiroga) a retractarse y pedirle perdón de rodillas a Delicia por la violencia descarnada a la que la expuso. Desde una perspectiva feminista, puede criticarse el factor de que sea un hombre el encargado de ejercer un acto de justicia –esta idea de que los asuntos de varones se resuelven entre “machos”–. Pero consideremos que la explosión del sub-género de “violación y venganza” sucede a mediados de la década del ’70, en un contexto social donde los movimientos pacifistas, la lucha por la legalización del aborto –en Estados Unidos es ley desde 1973 –y la ola feminista ya empezaban a consolidarse; por eso a principios de los 80 podremos disfrutar de una protagonista como Thana (Zöe Tamerlis Lund) en Ms.45 (Abel Ferrara, 1981) quien luego de haber sido víctima de dos abusos sexuales y acoso laboral, toma un arma, se disfraza de monja y sale a impartir justicia por las calles de Nueva York.
El panorama social argentino en el que circulaban y se distribuían las películas de Sarli, caracterizado por la alternancia de gobiernos dictatoriales, la censura y la represión, era totalmente diferente al norteamericano. Había en la Argentina una necesidad de liberación, de poder hablar del sexo sin tabúes considerándolo un acto biológico totalmente natural. Lo que hizo la dupla Bó-Sarli fue problematizar las viejas concepciones y esquemas –el rol de la mujer como hija obediente y ejemplar, la madre sacrificada o abnegada– para fomentar y difundir nuevas subjetividades. En este cine, el sexo ya no será algo natural solamente para el hombre, sino que las mujeres también poseerán impulsos sexuales –Fuego (1969), Fiebre (1972), Embrujada (1976), Insaciable (1979)–. A su vez, se pondrá en tensión el hecho de que un varón tenga que delinquir, acosar y abusar mujeres para poder colmar su deseo sexual insatisfecho –…Y el demonio creó a los hombres (1960), Carne (1968)–.
La primera vez que Sarli filmó apartada del amor de su vida lo hizo de la mano de Leopoldo Torre Nilsson en Setenta veces siete (1962), donde interpretaba a una prostituta que recuerda cómo se vengó de dos hombres que la deseaban y acosaban al dejarlos encerrados en un pozo del que nunca pudieron salir. El recato, la sumisión, la sujeción al varón nuevamente son núcleos conductores de una problemática que predominaba en la década del 60.
Sarli más que un símbolo sexual fue una representante indiscutible de las ansiedades, miedos y angustias femeninas. Si el recuerdo que nos queda de ella es un cuerpo desnudo que insinúa un incontrolable y voraz apetito sexual es por dos razones: por un lado, porque hay una fascinación por fetichizar el cuerpo femenino vinculándolo a lo corrupto y lo impuro, por tanto, debe ser reprimido y escondido –¡esas tetas descomunales no son reales! ¡que se tape el escote! –; y, por el otro, porque desafió el mandato de purificar el cuerpo femenino de todo acerbo pecaminoso, es decir, mostró que una mujer enamorada y/o que experimenta su sexualidad libremente no está enferma, no es un monstruo, no está desviada. Sarli vino a este mundo a alterar y destruir la dicotomía Santa/Puta, identidad con la que le ha sido calificada la mujer desde la mirada masculina durante siglos. La Coca , al interpretar a mujeres adúlteras, ninfómanas, con inclinaciones a la zoofilia, con deseos maternos, prostitutas, jóvenes trabajadoras oprimidas, abusadas, acosadas y llenas de pesar, exoneró de culpas a toda una generación y desafió audazmente a un status quo que pretendía censurarla y “normalizarla” a sus cánones.
Que les quede claro, la escena que muestra a la Coca nadando en bolas en un riacho mientras es contemplada por un voyeur que intenta hacerse una paja no fue creada con la intención de contribuir a una exitosa masturbación masculina, sino para expresar una libertad femenina que por disfrutarse no debe ser corrompida por la estupidez y perversión humanas. Serás siempre gigante y un emblema femenino nacional por la eternidad, Isabel. Tu obra será por siempre agradecida y bendecida. ¡Gracias por pensar en nosotras!
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