*Las máquinas del tiempo son artefactos que permiten trasladarse hacia el pasado o hacia el futuro -aún a riesgo de modificarlos irremediablemente- y de las que suele decirse que no existen. Que son un invento de la literatura, que hay que echarle la culpa a la ciencia ficción, a H. G. Wells o a Julio Verne. O que, en el peor de los casos, se materializaron visualmente gracias al cine y la televisión –¿quién no recuerda el DeLorean con el que Marty McFly viajaba en el tiempo para arreglar los problemas del presente? ¿Acaso no era una “máquina del tiempo” lo que transportaba al protagonista de Que bello es vivir (Capra, 1946) a la Pottersville que asomaba a partir de su intención de suicidarse? Los que lo dicen suele ser gente de poca imaginación. Tanto que no se les ocurriría pensar que una máquina del tiempo puede ser un objeto pequeño, que cabe en los brazos de cualquier persona que lo encuentre y lo tome.

*De la misma manera, una persona como esa no podría entender en toda su magnitud el concepto de coleccionismo. Es decir, que alguien pueda acumular una cantidad importante de un mismo tipo de objetos, incluso sin una razón profunda que lo justifique y a sabiendas que el solo hecho de coleccionar implica la imposibilidad de completar una colección -siempre habrá algo que falte. El único coleccionismo aceptado parece ser el organizado, el que se encolumna detrás de una estrategia comercial que lo justifica y se aprovecha de él. El otro coleccionismo hace ruido. En el mejor de los casos, se lo observa con curiosidad y en el peor como molestia. El distanciamiento del coleccionismo de una instancia productiva que presupone una sociedad capitalista, se vuelve así conflictivo. Por un lado, porque evoca y recupera un pasado sepultado por capas geológicas de productos. Por el otro, porque en esa recuperación se despreocupa de la generación de una riqueza, “impidiendo” el desarrollo de lo nuevo.

*El sonido de antes (Szmulewicz, 2024) articula los elementos mencionados en los dos párrafos anteriores. Patricio Crom es guitarrista y su búsqueda a partir del instrumento lo lleva al coleccionismo. A una forma particular: su colección está hecha de guitarras antiguas construidas y utilizadas en las primeras décadas del siglo pasado. Pero no es un documental sobre coleccionismo -aunque podría serlo si se piensa en los encuentros del protagonista con quien colecciona guitarras pequeñas o con Guillermo Elias, coleccionista de gramófonos-, sino que se lo percibe como un punto de partida para encarar otra búsqueda. El punto de inicio del documental es un hecho que podría pasar como parte de la faceta de coleccionista del personaje central: una familia vende una guitarra antigua y Crom la compra y decide llevarla a restaurar. Esa restauración excede al objeto en sí mismo: no se trata solo de arreglar lo que está roto. Es en ese proceso que la guitarra deja de ser simplemente un instrumento, para convertirse en una máquina del tiempo.

*La obsesión de Crom se plantea ya en el inicio. La idea es que el sonido ideal de las guitarras de Carlos Gardel es un misterio. La guitarra antigua que compra se transforma en el vehículo para tratar de recuperar en el presente, la sonoridad del pasado.  Ese viaje en el tiempo se inicia no bien Crom traspone la puerta del atelier del luthier Sebastián Nuñez. Hay algo allí que se desplaza del tiempo presente, desde la concepción artesanal -las manos de Nuñez trabajando en función de las manos que tocarán el instrumento- hasta la mirada del luthier sobre el objeto –“Yo estoy viendo al tipo que hizo la guitarra”, dice- y su amorosa relación con él –“Cuando la recibo son un montón de maderas rotas”. Consciente de que esa recuperación constituye una parte del proceso de búsqueda, la complementa con la necesidad de dotar a la guitarra de cuerdas similares a las que se usaban en aquel momento, hechas de tripas de cordero. Crom se sumerge ya no solo en la reparación del objeto, sino en cómo recobrarlo como tal: el hecho de que él mismo participe de la realización de la cuerda en el taller de su hermano, lo involucra directamente con el pasado al que aspira llegar. Sus manos serán, a fin de cuentas, las que conducirán al instrumento, a sus cuerdas, a la sonoridad buscada.

*Hasta ese momento, el pasado hacia el que se dirige el protagonista es principalmente visual, o para él mismo, lo táctil. La sonoridad que va probando el documental en las intervenciones de diferentes músicos -desde Crom en su dúo con Juan Villarreal a Las Cuarenta, de Alfredo Sadi a Moscato Luna- es puro presente que evoca el pasado desde el efecto interpretativo y la elección del repertorio. Pero la búsqueda que se enuncia desde el título es otra. Recobrar “el sonido de antes” implica replicar la totalidad de los medios con los que se registró la música que aun hoy escuchamos después de un siglo. Saber cómo sonaba Gardel realmente es imposible: no está Gardel y es otro tiempo. Pero se puede intentar para escuchar un resultado posible. La máquina del tiempo ahora se vuelve más compleja. No alcanza con una guitarra restaurada, un juego de cuerdas de tripa y tocar con el estilo de Gardel y sus guitarristas. Hay que grabarse como se lo grababa a Gardel: una máquina de 1905 con dos bocinas que registran la música en un cilindro de cera. El viaje en el tiempo ni siquiera termina allí. La escucha maravillada de Crom y Villarreal como dos niños que acaban de descubrir un mundo nuevo es la prueba definitiva del funcionamiento de la máquina. Y el momento en que Crom le dice a su compañero “Sos Gardel”, el corolario del hallazgo de un tesoro escondido en las grabaciones.

El sonido de antes (Argentina, 2024). Dirección: Yael Szmulewicz. Guión: Diego Labar, Yael Szmulewicz, y Patricio Crom. Fotografía: Mehmet Tan Kurttekin. Edición: Laura Bua, Yael Szmulewicz. Elenco: Patricio Crom, Juan Villarreal, Sebastián Nuñez, Guillermo Elías, Matias Crom, Mirta Alvarez y otros. Duración: 79 minutos

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