Un hombre llega al puerto de Buenos Aires. Un noticiero de la época –estamos hablando de comienzos de la década del 40- muestra la multitud que lo espera, los barcos que salen a su encuentro, el enjambre de reporteros gráficos intentando tomarle una foto. Pasa entre la multitud que a poco no lo lleva en andas. Es el hombre del momento, el que acaba de demostrar, en los tiempos previos incluso a la televisión, que se puede ser popular sobre la base de una hazaña hecha en total soledad. El hombre que estuvo solo durante meses en un pequeño barco con el que dio la vuelta al mundo, ahora está preso de una multitud en esa tierra que siempre fue una especie de cárcel de la que debía escapar una y otra vez, hacia el mar.
Pasa poco más de un par de años y la escena se repite con variantes. El mismo hombre llega al mismo puerto. Pero no hay multitudes, ni reporteros gráficos: los diarios ya han dado cuenta del fracaso de su intento. Y el fracaso es tan grande que esta vez ni siquiera tenemos imágenes que registren ese momento. A Vito Dumas le llevó unos meses ser el centro de atención de la Argentina –vean esas publicidades gráficas en las que su imagen aparece, forzada, pero como segura estrategia de proto marketing; vean esas portadas de la revista El Gráfico, símbolo del triunfo deportivo en tanto no cualquiera llegaba a esas tapas- y apenas otro par de años para ser olvidado o ninguneado por aquellos que se quisieron subir al resultado de su esfuerzo. A tanto llega esa situación que El navegante solitario omite en ese momento la voz de Dumas desde sus propios libros. No hay relato propio del fracaso: alguien dice por allí que “a Dumas no le gustaba fracasar” y el silencio elegido de esa voz que parece retirarse ante cada contrariedad no resuelta parece ratificarlo.
Los que hablan, en todo caso, vienen desde afuera. Su nieto, su biógrafo, antiguos amigos, constructores de barcos reconstruyen los pasos que Dumas eligió no narrar, especulan sobre posibles razones, arman una imagen del personaje desde otro lugar. No es ese, en todo caso, un problema en sí mismo. En todo caso, habrá que entender que la lógica del documental se sostiene sobre una bifurcación de caminos. De un lado tenemos en off la lectura de los diarios que el propio Dumas llevó sobre sus viajes; del otro, el relato se completa con la referencia de los que lo conocieron o lo estudiaron. Lo que hace El navegante solitario es disponer ambos caminos como paralelos, en un intento de cubrir la mayor parte de la vida y la obra de Dumas –y una representación cabal del riesgo de ser obsesivo con el tema, es la insistencia con desentrañar el misterio de las siglas que dan nombre a sus dos primeros barcos-, pero sin trabajar en la forma en la que esos caminos pueden complementarse. Lo que se ausenta en el documental es el diálogo entre la voz de Dumas y la de quienes lo narran, entre la recuperación de los textos escritos en primera persona en el pasado, y la evocación de las terceras personas que saldan la deuda de esos espacios vacíos del relato.
De allí que El navegante solitario parezca ser, en realidad, dos películas que no terminan de cuajar entre sí. Una, la del propio Dumas con la voz en off, se sostiene sobre el relato de una épica que está siempre al borde del fracaso, pero que se sobrepone una y otra vez para superarlo. Lo notable es que esa épica no proviene tanto del propio relato, ni de la puesta en pantalla mediante animaciones de algunos de los sucesos atravesados, sino de un recurso notoriamente más simple pero contundente. No hay nada que pueda igualar la imagen en pantalla del mapa de los océanos y de las marcas que van indicando el rumbo, el avance en los diferentes días. Esa inmensidad blanca cruzada por los datos de las cartas náuticas se vuelve más infinita en su inmensidad que cualquier relato posible y es el centro de la construcción épica del personaje. Pero incluso dentro de esa película aparecen algunos problemas de resolución, que despachan situaciones de una manera excesivamente rápida y que cortan el clima que se había creado –pienso, por ejemplo, en el ritmo de suspenso que se impone en el trayecto que va de Ciudad del Cabo a Wellington y como contraparte, la rapidez con que se desanda desde allí a Valparaíso y un poco menos desde Chile a Buenos Aires-, como si lo importante fuera cerrar esa etapa y concentrarse solamente en los momentos de mayor densidad y peligro.
La otra película es la que se construye con los testimonios indirectos y donde entran a jugar una serie de componentes que en los relatos de Dumas están prácticamente ausentes. Si, por un lado, la disputa entablada entre una navegación popular, encarnada por Dumas, y una navegación de élite representada por el Yacht Club, parece establecer un contraste clasista impensado, la referencia a la irrupción del peronismo y la entronización del deporte –y del propio Dumas- como un elemento simbólico de peso, debería completar esa secuencia. Pero el documental no profundiza ninguna de esas líneas ni las pone en contacto, sino que por el contrario las distancia temporalmente en su intento de cubrir, de nuevo, la variable biográfica. Allí, en ese punto, puede encontrarse el germen de lo que no consigue el documental. Porque sí, claro, hay cuestiones que consigue con creces, en especial el documentar desde la imagen y lo sonoro el derrotero de Dumas –no solo por los hallazgos de la investigación sobre las publicaciones gráficas, sino por las filmaciones de sus periplos, incluyendo un antológico noticiero producido en Nueva Zelanda-. Pero el problema es el que aqueja a mucho del documentalismo que se sostiene sobre una figura atractiva como la de Dumas: se corre el riesgo de abrazar a la figura y olvidarse de lo que representa. O lo que es lo mismo: contentarse con el recurso biográfico como forma de no elegir un elemento que marque al personaje para poder profundizarlo.
Los momentos en los que esta parte de la película –que se corre del tono épico para sostener el individualismo a ultranza de Dumas, pero sin profundizar demasiado en esa característica solitaria- logra salirse de sus propios límites es con el biógrafo Ricardo Cufré. No tanto por su fascinación por Dumas, sino porque se corre de la idolatría por el personaje para encontrar su anclaje en los actos y en los elementos. Es en Cufré donde aparece el apasionamiento que uno supone que guiaba a Dumas. Hay que verlo cuando entra al Museo donde está el Legh II y le dice, como si se tratara de una persona, “20 años sin vernos, hermano”. Pasión que vuelve en el recuerdo de Manolo Campos, el constructor que va a recuperar los restos desguazados del Legh II, diciéndole “Te vamos a curar”. O en el propio Cufré cuando entra por primera vez a ver el barco por dentro y se maravilla aún más de lo que pudo hacer Dumas con tan poco. Es solo allí que la dimensión biográfica cobra otro volumen, saliendo del aplanamiento de la sucesión de hechos para entrar en otro camino que parece ser más compartido y que dice más de Dumas que la reseña aplicada. Quizás por eso mismo de que Dumas es una figura en sí misma elusiva de los hechos terrestres es que El navegante solitario no consigue todos los objetivos trazados. Como si en el relato Dumas lograra nuevamente eludir la mirada de los otros y sostener el misterio que se empeñan en develar y que no conducen más que a la superficie de las cosas. Y. en ese mismo movimiento, seguir siendo una imagen algo difusa, sin un perfil demasiado concreto que el que asoma por algunos instantes y se difumina en el resto.
Calificación: 6/10
El navegante solitario (Argentina, 2019). Guion y dirección: Rodolfo Petriz. Fotografía: Rodrigo Sánchez Mariño: Montaje: Rodolfo Petriz y Rodrigo Sánchez Mariño. Elenco: Marcelo D`Andrea, Luis Petriz, Diego Dumas, Ricardo Cufré, Eduardo Porto. Duración: 108 minutos.
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