
El vínculo que establecemos con algunas películas es de una dimensión insospechada. Frozen es una de ellas y, claro está, excede lo cinematográfico. Por supuesto, esto cuenta y mucho, ya que es una película con méritos que le llenan los bolsillos. El film de Jennifer Lee y Chris Buck (ambos también guionistas) es una historia de princesas, canciones, héroes y villanos, atravesada por zonas oscuras infrecuentes en películas dedicadas a un público abrumadoramente infantil. Pero además, es el film que funcionó como rito iniciático para mi hija Mercedes, que recién había cumplido dos años. Pasarán muchos años y películas pero siempre su primera vez frente a una pantalla habrá sido viendo Frozen.
También existía para mí un temor muy fundamentado respecto a esta innecesaria segunda parte (tropelía muy frecuente en las películas de animación), prima hermana de la saga interminable (Star Wars) y pariente lejana de la cuarta parte que nadie quiere recordar (Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal). Y en este caso, ese temor se potenciaba por los bellos recuerdos (refrescados constantemente) de la primera parte de la saga (me es inevitable pensar que vendrán otras Frozen en el futuro). Para decirlo de una vez, todos esos temores se vieron confirmados.

De la misma manera que una película como Rocketman evidencia aún más todos los defectos y taras que tiene una película malísima como Bohemian Rhapsody, aquí sólo hay que tomar o recordar cualquier momento o fragmento de la Frozen original para poder distinguir perfectamente entre sonido y barullo (y ya volveremos a estas dos palabras). La anécdota es endeble y forzada: la apacible vida de Elsa y Anna, hermanas reinantes de Arendelle, se ve «perturbada» por una misteriosa voz, un canto extraño que sólo Elsa escucha y al que necesita responder de manera urgente para preservar la existencia de su reino. Y allá las manda el guion, para que las hermanas, junto a Kristoff, Olaf y el reno Sven, se arreglen como puedan y la película se vaya desperdigando por el bosque del mismo modo que el grupo aventurero.
Uno de los factores más notorios del contraste entre los dos films tiene que ver con el uso o abuso de las canciones. Lo que decía antes sobre sonido y barullo. Mientras que en la Frozen iniciática las canciones funcionaban como activos relatores de vínculos, sentimientos y características de los personajes, acá se tornan un ancla pesadísima que dificulta todavía más el ritmo de una película a la que le cuesta fluir (además de que las canciones, salvo una –Into The Unkown-, son espantosas y el «clip» de Kristoff , por ejemplo, es de una extensión y pobreza abochornante).

El conflicto, por llamarlo de alguna manera, tiene que ver con cuestiones que rozan epidérmicamente lo ecológico y también con alguna referencia a que el pasado del reino de Arendelle se consolidó a partir de una traición, y ya se sabe que las lejanas traiciones siempre traen consigo alguna forma de maldición. Hay también un bosque inaccesible que responderá (teóricamente) todas las preguntas (¿?) y por supuesto falta un villano concreto y peligros que parezcan insalvables. Mientras que en Frozen los conflictos se resolvían con el dolor, la decepción o la valentía, sin omitir ni el humor y el absurdo, aquí los perpetradores de esta pobrísima secuela apelan a la resolución mágica (¡ese caballo!) o a los notables poderes de superheroína de Elsa, con su capacidad para congelar todo lo que va apareciendo en su camino: fuego, agua y espectadores ávidos de una historia bien contada.
Calificación: 4/10
Frozen 2 (Estados Unidos, 2019). Dirección: Chris Buck, Jennifer Lee. Guion: Chris Buck, Jennifer Lee, Kristen Anderson-Lopez, Robert Lopez, Marc Smith. Montaje: Jeff Draheim. Música: Christophe Beck. Duración: 103 minutos.
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