Habría que empezar por el final. Por ese momento en que el Negro Gonzalez dice que siempre le recomienda a los músicos, toquen el género que sea, que practiquen tocando jazz. “Tocar jazz es como mirar por una ventana mucho más grande” dice, y sin proponérselo –en tanto es objeto del relato y no organizador externo del mismo- parece estar trazando una línea que va de la música al cine, y más específicamente al documental. Un documental como este, El jazz es como las bananas, es una ventana que se abre, que expande la visión del espectador en tanto se centra en un objeto relativamente pequeño en la dimensión de una ciudad como Buenos Aires –un local donde se tocaba jazz en los 70 en San Telmo y que revivió en la década pasada en el centro porteño- para, desde allí, construir una mirada que excede los límites del local, de sus ocasionales y habitués, y hasta del jazz argentino.

La historia de Jazz & Pop es una excusa, a fin de cuentas, para tratar de descifrar la construcción de un mito ciudadano, alimentado por su pertenencia a una época en la que las posibilidades de registro eran limitadas -¿hay que recordar que estamos hablando de una época todavía pre-VHS?-. Mito alimentado por el hecho de que el local se abrió en plena dictadura militar. Pero hay allí un desvío interesante. El documental parece seguir esa huella trazada por Gonzalez (“Nunca acepté que se hablara de política. No se podía ir en contra de lo que pasaba en el país con el riesgo de que te cierren el lugar”) y no hace demasiado hincapié en el lugar como un oasis o como un espacio de “resistencia pasiva”, pero sí deja subrayado en el entramado de las declaraciones de los músicos la idea de la atmósfera del lugar que les permitía cierta libertad. Así, el jazz como música que brinda posibilidades de libertad en ese contexto agobiante aparece como subtexto que, indirectamente, hace alusión a la importancia del lugar en esos tiempos.

El mito del lugar único e irrepetible se sintetiza en la idea que señala el Pollo Raffo. No era Jazz & Pop. Era El Boliche. De las imágenes del presente de esa esquina cerrada, abandonada, se pasa a una sucesión de fotos apabullante que permite imaginar la efervescencia del lugar. Desde la inauguración con una zapada de músicos invitados, a las presentaciones diarias y las jam sessions de los domingos, entre el relato de los entrevistados y las imágenes del pasado, se van dibujando los contornos de Jazz & Pop, desenredándose de la historia mítica y trayéndola a la realidad.

En todo caso, ese mito funciona como el corolario de un camino que el documental sigue, invocando la leyenda: los Swing Timers, esa banda que Gonzalez formó con Mauricio Percán en la segunda mitad de los 50 y que sobrevive hasta hoy fue el cimiento sobre el cual se edificó la historia del lugar. Pero, además, permite entender en su desarrollo cronológico, el lugar que ocupa enhebrando la historia de la Buenos Aires nocturna de los 40 y los 50 –en la que el jazz bullía en los cafés de la calle Corrientes, esa época en que había más lugares para tocar que músicos- con la que se fue transformando durante los 60 y comienzos de los 70. Elvis, los Beatles, el rock’n roll, el beat argentino, fueron desplazando al jazz del centro de la escena. La aparición de Jazz & Pop entonces no debe verse solo como una respuesta a la opresión del entorno, sino también como un espacio de resistencia de una música cuya centralidad estaba cuestionada.

De alguna forma es esa misma idea la que articula el renacimiento de Jazz & Pop, veinte años después: la necesidad de encontrar nuevamente un espacio de reunión, de pertenencia. Si esa reaparición es un signo de vitalidad pura –hay que pensar que Gonzalez tenía 74 años cuando lo reabrió-, también lo es en función del cruce de caminos que propone el jazz, como una juntada libre que prescinde de la estructura formal y cerrada del grupo constituido, aunque se nutra de ellos.

En ese regocijo que implica establecer el paralelismo entre el sótano –con lo que siempre ha tenido como símbolo del surgimiento de músicas nuevas antes de que salgan a la superficie- con las catacumbas y las cuevas como espacios de rituales, de encuentro alrededor de la música, el documental construye pacientemente la simbiosis de un lugar con una persona. Una equivalencia mutua que los transforma en sinónimos. Jazz & Pop era el Negro Gonzalez. Y el Negro Gonzalez era Jazz & Pop. Cuando el Negro muere, Jazz & Pop deja de existir, se diluye, porque ya no puede seguir existiendo sin la otra parte. El espacio vacío de ese sótano de la calle Paraná cuando se van llevando lo que queda –y una de las últimas cosas que quedan es el contrabajo de Gonzalez-; las paredes que mantienen las intervenciones artísticas de Emilio del Guercio y Eduardo Stupía; la puerta cerrada con el cartel de alquiler: todo refuerza la tristeza de lo que se ha perdido, pero por sobre todo sostienen la memoria de la brillantez de lo que fue. Es esa la ventana que este documental abre al mundo: la de recuperar la memoria de aquello que dio vitalidad a una cultura.

El jazz es como las bananas (Argentina, 2018). Dirección: Salvador Savarese, Cristina Marrón Mantiñán. Guion: Cristina Marrón Mantiñán. Fotografía: Ignacio Acevedo, Alejandro Ortigueira. Edición: Salvador Savarese. Duración: 60 minutos.

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