En el clímax de ese extraordinario poema -casi elegía de la vejez- de Jorge Luis Borges titulado El elogio de la sombra, el autor decía: “Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,/ convergen los caminos que me han traído a mi secreto centro./ Esos caminos fueron ecos y pasos,/ mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,/ días y noches,/ entresueños y sueños,/ cada ínfimo instante del ayer/ y de los ayeres del mundo,/ la firme espada del danés y la luna del persa,/ los actos de los muertos,/ el compartido amor, las palabras,/ Emerson y la nieve y tantas cosas./ Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,/ a mi álgebra y mi clave,/ a mi espejo./ Pronto sabré quién soy”. Scorsese está viejo. De Niro está viejo. Pesci está viejo. Pacino está viejo. Keitel está viejo… Están con la vista, casi, ya, en los umbrales y sombras (los ayeres del mundo…) de sus nutridas trayectorias artísticas; esas que la luz de sus famas mundiales, carreras brillantes (a pesar de los bajones) y películas antológicas han agigantado; han hecho, a estas alturas del partido, eternas. Sí, la muerte les anda cerca, se les nota en la voz, en la piel, en los cuerpos y, sin embargo, esas luces y esas sombras los han llevado a este centro: los han llevado a Netflix y a la gran pantalla; a la épica estadounidense (esa del capitalismo brutal como maravillosa poética) en su potencia más deslumbrante… Los han llevado a El irlandés y sus tres horas y pico de épica duración cinematográfica.
Todos envejecemos y rejuvenecemos -efectos digitales y maquillaje mediante- en El irlandés en paralelo, casi, con el relato de Frank Sheeran (Robert De Niro) y la mítica retrospectiva de su vida; con esos personajes que van apareciendo desde esta retrospectiva y sus vidas totales y vertiginosas cargadas de anécdotas, ridículos, ternuras, fraternidades, amores, crueldades, traiciones, asesinatos, explosiones, brutalidades, extorsiones, pasiones. Las vidas totales de Russ Bufalino (inmenso, pero inmenso Joe Pesci), Jimmy Hoffa (Pacino), Ángelo Bruno (Harvey Keitel) y demás jauría de personajes (personas en su momento)[1] y situaciones con sus atmósferas de una película memorable; pues El irlandés es eso, es una película memorable; una película memorable que recrea la memoria de un camionero y asesino implacable, ex soldado del ejército estadounidense que asesinaba nazis en la Segunda Guerra Mundial y que en las décadas de los 50/70 pasó a ser el matón, amigo, sindicalista y consejero poderoso de uno de los hombres más cruciales de la historia de los sindicatos en EEUU como lo fue Jimmy Hoffa y todo ese universo que lo rodeaba, plagado de mafia italiana, judía y sindical mezclada con políticos, jueces, empresarios, policías y política corrosiva en la cual morían Kennedys y se potenciaban Fidel Castros; desaparecían capos mafias y aparecían nuevas amenazas de cabotaje a un poder anti-estatal subterráneo, inmensamente provechoso y violento; sanguinario; shakespereano; plagado de traiciones y amistades por conveniencia con sus respectivos complots y negociados de ocasión; banquetes, cigarrillos, lujos, mujeres, fiestas fastuosas y el lodo del fondo de los ríos y lagos para esconder cadáveres, armas, lo que sea que haya que esconder para continuar con los simulacros de la legalidad en un mundillo absolutamente ilegal, hermético e imperturbablemente capitalista.
El irlandés es una oda al triunfo capitalista, sea lo que sea que esto signifique. Por eso es una poética en sí. Y es maravillosa. En el relato de El irlandés se vivía por negocios, se mataba por negocios, se armaban o desarmaban familias por negocios, se ungían o destruían amistades por negocios… No obstante, los que llevaban a cabo estos negocios eran hombres[2]. Hombres con sus debilidades, vulnerabilidades y fortalezas. Y en ese cónclave el gran Scorsese se vuelve a lucir mostrando la humanidad de personas (vueltas personajes) completamente deshumanizadas, al parecer, donde la noción del negocio era prioridad por sobre cualquier juicio o prejuicio ético y moral. Era, en realidad, un modo de vida innegociable que no se podía (debía) acabar nunca a menos que se retiraran a la fuerza; es decir, los mataran.
Modo… Modelos de vida… Fraternidad entre hombres… Lealtad… Traición… Muerte… Sistemas y microsistemas políticos que se manipulan en nombre de esa lealtad o traición… de esa fraternidad y esos modelos; esos modos de vida que de un modo u otro suelen terminar con muertes atroces y desapariciones forzadas.
Frank Sheeran es el único que queda vivo desde el principio de la película para recordar -como él quiera y desde donde él quiera- lo que ha sido su vida… La vida de Hoffa, de Bufalino, de todos los demás. Un tipo otrora temible y poderoso postrado en una silla de ruedas en medio de un geriátrico olvidado. Solo. Viudo. Lúcido. Con sus hijas lejos de él, especialmente Peggy (Anna Paquin). Sheeran cuenta su historia mientras se rehúsa -¿voluntaria o involuntariamente?- a morir. Cuenta la historia de un período fundamental en la Historia estadounidense del siglo XX pos Segunda Guerra. Cuenta cómo el poder se tiene y se conserva en la primera potencia del mundo. Cuenta cómo se mata, a quién se mata y por qué se mata. Cuenta cuánto ganó y todo lo que perdió siendo Frank Sheeran en esta vida, justamente. Su vida. La única que tiene y de la que no se arrepiente ni un ápice por más dolores y fantasmas guardados que posea. Frank no traiciona, por eso no confiesa. No, al menos, a sí mismo: sí a la cámara. Por ello la cuarta pared se cae en El irlandés y somos cómplices de Frank desde el primer momento del film. Por eso juzgarlo es una pérdida de tiempo. Por eso él está orgulloso de no deberle nada a nadie.
Y en éste “libre de deudas” es que Scorsese alimenta y nutre un gran relato en primera, segunda o tercera persona según lo merezca, con un tiempo narrativo faulkneriano jugando en su entramado vertiginoso de muertos y vivos. De adultos que se vuelven viejos. De destinos siempre fatales. Allí es donde Scorsese, precisamente, reinventa su propia poética de la traición, del italiano mafioso, del mafioso en general, de las grandes metrópolis industriales yanquis como Nueva York, Chicago y Detroit, de las hipótesis del asesinato de Kennedy, del asalto fallido a la Bahía de los Cochinos, de los asesinatos de capos mafia en medio de la calle, de la desaparición siniestra de Hoffa. Pero, también, de lo que hacía, como ya dijimos, humanos a esos inhumanos: diálogos triviales, profundos, celos, admiraciones, dulzuras, cariños, hobbies, caprichos, gustos, infantilismos, placebos, berrinches, chistes, juegos, mañas, taras, todos esos detalles que construyen lo cotidiano de una persona por más poderosa que sea. Scorsese (re)construye cotidianidades en una película magnánima donde todo parece ser un gran relato. Un gran relato del poder yanqui entre los yanquis mismos con su crisol de razas entrelazada en permanente conflicto.
Goodfellas (1990) es de esas películas que uno, zappineando, la agarra a las 12 de la noche antes de dormir y no importa qué tan empezada esté, se busca un sándwich y se la ve hasta el final, repitiendo diálogos memorables, anticipándose a escenas inolvidables, gozando el cine en su matriz más primigenia: el placer de una buena historia bien contada e interpretada. El irlandés redobla esa apuesta “primigenia” por el fuerte componente político al que naturaliza sin exponerlo de forma grotesca. Scorsese es magnífico en eso: los grandes eventos de la política estadounidense de los 60 mostrados como un titular más de un diario cualquiera sin la “inocencia” traicionera de Forrest Gump (1994), por ejemplo. Un “diario del lunes” porque la historia de Sheeran va y viene de atrás para adelante en forma de loop como ya dijimos; pero cotidiano, natural, propio de ese país y esos personajes que fueron personas en la vida real y ahora con El irlandés se vuelven una obra de arte.
Scorsese está viejo. De Niro está viejo. Pesci está viejo. Pacino está viejo. Keitel está viejo. Borges estaba viejo cuando escribió su poema. Sin embargo, El irlandés les devuelve una vitalidad (no juventud) especial: esa donde la senilidad se machaca con el talento para volver una “textura de la experiencia” hipnótica cada primer plano, cada brote de sangre, cada tono de voz sigiloso o ampuloso, cada encuentro, cada interacción entre personajes (que fueron personas) inolvidables, trascendentes desde su propia violencia, coyunturales a la historia grande del país que en los últimos 200 años viene siendo la gran potencia del mundo sin vergüenza ni cargo de conciencia, a pesar de sus atropellos y bestialidades. Y en ese punto del no-arrepentimiento es que Scorsese aventura, de una forma sumamente sartreana -por más coqueteo cristiano que interponga entre medio-, la vida de un tipo que no muere y, por lo tanto, al no quedarle otra que estar vivo, por más demacrado y postrado que esté, se revitaliza en sus propios recuerdos. Se sabe vivo porque vivió justamente. Se sabe vivo porque todo presente perpetuo que tiene no es otra cosa que el hijo huérfano de un pasado que, aparentemente, para bien o para mal, fue mucho, pero mejor. Fue, simplemente, lo que es.
[1] Gran guiño, entre otros, ese, del gran Steven Van Zandt como Jerry Vale cantando en la fiesta del sindicato de camioneros como un extra más…
[2] Hombres que existieron y que fueron retratados en el libro de Charles Brandt, I Heard You Paint Houses, en el que se basa la película.
Calificación: 10/10
El irlandés (The Irishman, EUA, 2019). Dirección: Martin Scorsese. Guion: Charles Brandt, Steven Zaillian. Fotografía: Rodrigo Prieto. Montaje: Thelma Schoonmaker. Elenco: Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Bobby Cannavale, Anna Paquin, Jesse Plemons, Stephen Graham, Harvey Keitel, Kathrine Narducci, Ray Romano. Duración: 209 minutos.
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