El autómata impasible. La irrupción de Cristo es violenta. Aparece a latigazo limpio revoleando las mesas de los mercaderes. Hay gritos, hay vértigo. Todo vuela por los aires. Ese Jesús desatado ingresa en escena, además, de espaldas al espectador, indiferente a sus emociones. Con ese arrebato de furia introduce Duvivier a su protagonista.

Nada del Cristo dulzón de la estampita. Nada del Cristo tierno y sensible. El perfil que dominará en adelante es el de un Cristo enojado, disgustado con el mundo. Bien por defecto del actor o por deliberada directriz de libreto, la sensación se potenciará en su andar pétreo e impasible. Por momentos se asemeja a una suerte de autómata que repite un parlamento monocorde, carente inflexión dramática alguna. Rígido, en el amplio sentido del término.

Esos recios atributos son desplegados en un marco didáctico. El film –primer retrato sonoro del Redentor– comienza con un narrador en off que ubica la historia en su contexto geopolítico, apoyándose incluso en una cartografía de la región. Explica la ocupación romana del antiguo Reino de Israel y su nueva configuración: al norte, la provincia de Galilea gobernada por el tetrarca Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, quien construyera el segundo Templo de Jerusalén –el primero lo edificó Salomón–, y al sur, Judea, regida por el pretor romano Poncio Pilatos.

Las imágenes dan cuenta de la majestuosidad del Templo, sus claustros, sus galerías, sus columnatas, sus fachadas de mármol y sus techos de oro. Resulta atinente marcar esta magnificencia porque se trata del santuario contra el cual Jesús despotricará en su intempestiva irrupción, cuando profetice su destrucción y reconstrucción en tres días (en alusión al plazo de su resurrección). Es decir, el edificio condensa la fe que Jesús vendrá a desmontar en aras de imponer la propia.

Comenzar con el Templo detenta un propósito adicional: contraponer la exaltación de las muchedumbres que han peregrinado a Jerusalén para la celebración del Pésaj –la emancipación del pueblo de Israel de la esclavitud egipcia– y que aclaman la llegada de Cristo como Mesías en aras de proclamarlo rey, con el nerviosismo del sanedrín –el consejo de sacerdotes que opera como guardián de la ley judaica–, que ve en esa veneración un potencial riesgo para su poder. Toda la primera secuencia está destinada a exponer las disyuntivas intelectuales que suscita en ese cuerpo el alboroto de la multitud.

De las panorámicas de las masas se pasa a una subjetiva de Cristo, que nos ofrece la visión del gentío que alfombra su paso con mantas y ramas de palma. También de los ciegos y enfermos que se acercan pidiendo su bendición. Todos saben que viene de Betania, donde ha perpetrado su último y más resonante milagro: la resurrección de Lázaro. ¡Hosanna! ¡Hosanna!, le suplican. Duvivier introduce la palabra hebrea –foránea al francés que domina todo el film– para inscribir el arribo del Redentor en la tradición judaica. El vocablo, que significa “sálvanos”, se invoca en alabanza y aludía precisamente a la liberación de Israel por Jehová del yugo egipcio y el consecuente ingreso del pueblo en la Tierra Prometida. Empleado en esa instancia, pretende acentuar que para todos ellos ha llegado otro enviado de Dios.

No así para el sanedrín, que pone a rodar el debate acerca de si se trata de un profeta o un charlatán, si su doctrina es o no peligrosa, si deben obrar con indiferencia o preocuparse. La violencia física y verbal con que Cristo echa a los mercaderes –quienes van a quejarse al consejo por las pérdidas de los bienes que Cristo les revoleó por los aires– y las invectivas del personaje contra la corruptela instalada en derredor del Templo –“habéis convertido una casa de oración en una cueva de ladrones, raza de víboras, escribas y fariseos hipócritas”, etcétera– terminan por inclinar la balanza. La decisión no se hace esperar: hay que evitar contingencias que erosionen la autoridad del statu quo. Deben arbitrar los medios para deshacerse de ese agitador.

Anécdotas aparte, la cuestión medular queda planteada. Duvivier ha optado por saltearse todo el recorrido vital del Hijo de Dios para comenzar su periplo directamente en la entrada triunfal del Domingo de Ramos y centrarse solo en lo que acontecerá a partir de ahí: su Pasión, muerte y resurrección. El film se ceñirá a ese tramo final de su vida.

Estéticamente opondrá las majestuosas panorámicas por la maqueta del Templo y los perfiles urbanos de la antigua Jerusalén con el crudo realismo de los ropajes de sus habitantes, como si precisara contrastar la artificiosidad del entorno con el verosímil naturalista de sus transeúntes. De hecho, no los viste con los paños tersos y prolijos de la iconografía tradicional sino con túnicas más ásperas, propias de hombres de una zona árida y seca. El mismo verismo adopta, por ejemplo, en la puesta de la Última Cena, para la que despliega una mesa en U –a la usanza de la época– decorada con un esmero acorde a la magnitud de la celebración: la cena de Pésaj. Más aún, Cristo no la preside en el centro sino que imparte el sacramento eucarístico situado a un costado, en una clara intención de trocar la ampulosidad de la perspectiva sobre el personaje por una composición más intimista del rito. Incluso busca ser fidedigno exhibiendo a las mujeres en otro recinto de la casa. Si no comparten la mesa no es porque no existan, sino porque se está ante una ceremonia masculina, un rito entre hombres, a la usanza de la tradición judía.

Esta objetiva mundanidad a la que aspira el film tiene su correlato también en la traición de Judas. Ni tentado por un demonio ni parte del plan divino: el personaje es apenas un discípulo molesto porque Cristo declinó asumir como monarca el Domingo de Ramos. Esperaba obtener un lugar importante en ese reino. Soñó con un destino de grandeza y en un tris, por defección de su maestro, vio desvanecida su ilusión. Treinta denarios –lo que costaba un esclavo– le bastarán para resarcir su desconsuelo y entregarlo con un beso. Eso sí, el perfil del traidor no soslayará la prominencia nasal del estereotipo judío. Aunque el detalle poco se ajuste a la verdad histórica, toda vez que la raza que poblaba el Israel de entonces no estaba aún atravesada por los cruces étnicos de la diáspora europea. Pero ni Duvivier ni ningún otro está a salvo del escollo: esas fisonomías ya son irrecuperables. Incluso la del propio Cristo, cuya representación también será siempre un simulacro.

En el caso, estamos ante un Jesús caucásico que se campea hierático por todo el film. Esta inexpresividad encuentra su apogeo al contrastarse con un Caifás histérico durante el interrogatorio del sanedrín, temperamento un tanto inverosímil para un sumo sacerdote, a quien se le presume al menos un mayor aplomo. Lo concreto es que ni las artimañas de este irritado indagador ni los venales testigos hacen mella en el impasible silencio que guarda el acusado, quien se ampara en un derecho elemental como lo es el de no declarar contra sí mismo. No obstante, cuando parece que sorteará con éxito la embestida, comete un desliz que le deja al sacerdote la condena servida en bandeja: se declara Hijo de Dios. ¡Blasfemia! ¡Horror! El consejo de sacerdotes se rasga las vestiduras y decreta su pena de muerte. Para eso lo llevan a Pilatos. El pretor es el único facultado para homologar y ejecutar esa sentencia.

Ocurre que Pilatos es el eje de una doble presión. Por un lado, el sanedrín lo coacciona con un eventual conflicto con Roma; por el otro, su mujer –subyugada por los milagros de Jesús– apela a la intimidad conyugal y a los encantos femeninos para instarlo a que se abstenga de refrendar la condena.

Pilatos llama a Cristo para interrogarlo por su cuenta. Quiere tantear el calibre del delito de primera mano. Recibe del reo una respuesta astuta: “Mi reino no es de este mundo”. No hay ofensa al césar ni riesgo para su imperio. No hay en la verba del inculpado un solo indicio de impugnación a la autoridad romana. Incluso en su ampliación destierra toda connotación política para adentrarse en un dilema filosófico. “Vine al mundo para dar testimonio de la verdad”, le dice al pretor. A Pilatos lo conmueve esa declaración: “¿Qué es la verdad?”, le replica ingenioso, virando su condición de funcionario público a la de sofista. Luego, en otro ataque de lucidez, descubrirá que el acusado es originario de Nazaret, Galilea –jurisdicción de Herodes Antipas–, dato que le vendrá como anillo al dedo para declinar su competencia en la causa y librarse de las coacciones para decidir la suerte del reo. Vuelve a primar su habilidad como funcionario público para desligarse de una obligación incómoda. La causa y el encausado se trasladan al distrito del norte.

A consecuencia de esta astucia sobreviene el mejor plano del film: toda la decadencia del feudo de Herodes Antipas se percibe en un largo primer plano del rostro del monarca, exquisitamente logrado y de una intensidad solo comparable a la del Cristo sangriento luego de la flagelación y coronación de espinas. Otra vez el juego de contrastes: uno es el rostro libidinoso del placer y la impudicia; el otro será el de las llagas del dolor. Pero eso acontecerá después. Mientras tanto, quien se acerca para ser interrogado es el Cristo pétreo y hierático de siempre. Nuevamente el contrapunto: su severa parquedad deviene especialmente extravagante en ese antro lujurioso. Máxime cuando el palacete del soberano es lo único que refulge en todo el film. Brillos, esplendores, suntuosas pieles, negros que abanican y felinos ornando al personaje enaltecen el entorno. El espectador se ve impelido a otra antítesis: el sobrio palacio de Pilatos. Duvivier lo hace adrede. Uno remeda el universo de un rey, el otro, el ámbito de un funcionario.

Herodes Antipas, quien tiempo atrás supo culminar un jolgorio descabezando a Juan Bautista, se muestra despreocupado ante las ambiciones reales que le adjudican a Cristo. No ve en él un potencial rey. Por ende, tampoco una amenaza a su trono. Más bien, siente una curiosidad pasatista por su condición de taumaturgo. Desea solazar a la corte con algún acto de magia, con algún esparcimiento. Esa es su actitud ante el reo: lo azuza, lo espolea para que exhiba sus dones, para que urda algún prodigio. Pero el impasible Jesús impone su habitual inexpresividad.

Aburrido por la inacción del hechicero, el monarca lo remite de vuelta a Pilatos. No se esgrimen argumentos jurídicos. Pero al célebre lavaje de manos Duvivier le introduce un ingrediente interesante: la plaza comprada. Todos los que gritan por la crucifixión de Cristo y la liberación de Barrabás son militantes rentados por el sanedrín. Una sencilla secuencia delata la cooptación de voluntades. Ergo: no es el pueblo de Israel quien condena al Redentor sino una corruptela política que compra los alaridos populares con módicas limosnas. Subliminalmente se releva a la plebe del deicidio para endosárselo a una clase dirigente que corrompe a un grupo de inescrupulosos.

Con acertada estrategia, la escena de la flagelación busca reflejarse en el morbo del público asistente. Los rostros dan cuenta del horror y cada cual goza o se desmaya con el espectáculo según el temple que lo anime. Acontece entonces una ansiada revelación: Cristo siente. Aunque la epifanía se hizo esperar. Tuvo que pasar casi toda la película y sobrevenir una brutal paliza para que, recién ahí, sangrante y ornado de capa y corona, el rostro del personaje destile algún viso de sensibilidad.

El regocijo llega junto con una de las secuencias más logradas del film: el Vía Crucis por las angostas callejuelas de la antigua Jerusalén. Cristo carga su cruz por una urbe real, calurosa, repleta de escaleras y pasajes estrechos atestados de gente, ovejas y burros, lo que le adosa al peso del madero y al angustiante derrotero una fatigosa incomodidad. Pero arruina ese efecto una escena involuntariamente cómica. Luego de la tremenda tortura que padeció, luego de haber arrastrado su extenuante carga durante cuadras y cuadras, y luego de haber caído exhausto varias veces, tiene tiempo para, de pronto, hacer un alto y barruntarle erguido y elocuente a unas mujeres: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí sino por vosotras y vuestros hijos”. Escande su sentencia –recalco– como si nada le hubiera pasado recientemente, como si su gravoso estado de pronto se esfumara, demostrando tanto una asombrosa e instantánea recuperación del dolor como un aceitado automatismo para repetir un texto. Porque el actor declama, como siempre, sin ninguna afectividad, como un robot emitiendo un parlamento. Salvo que la escena profese un culto por el distanciamiento brechtiano y su hieratismo sea el fruto esmerado de una apuesta actoral destinada a que el espectador, perplejo, en lugar de conmoverse quede sumido en la reflexión.

Aunque esa hipótesis de vanguardia colisionaría con la puesta de la crucifixión, que mantiene más bien un esquema clásico: Cristo en el medio y un bandido a cada lado, los tres en cruces similares, distinguidas apenas por la leyenda inscripta que encabeza la del Redentor. Acontecerá lo previsto: la concesión del Paraíso a uno de sus compañeros de cruz, un último diálogo con Dios en el que reprochará su abandono y el cielo que vertiginosamente se oscurece para dar lugar a los relámpagos y el tembladeral. Como es público y notorio, Jesús reaparecerá tres días después ante sus discípulos y los instará a que salgan a propalar las buenas nuevas. “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”, les espetará. En un flashback el film retorna al Gólgota, donde los romanos retiran dos de las tres cruces. Queda en pie la de Cristo. La nueva fe permanece.

Gólgota (Golgotha, Francia, 1935). Guion y dirección: Julien Duvivier. Fotografía: Jules Kruger. Montaje: Marthe Poncin. Elenco: Robert Le Vigan, Harry Baur, Jean Gabin, Charles Granval, Lucas Gridoux, Edwige Feuillère. Duración: 95 minutos.

El texto es parte del libro El rosto de Cristo en el cine. Una lectura cinematográfica del Evangelio, de Gustavo Bernstein. Se puede conseguir en librerías de la ciudad de Buenos Aires y en MercadoLibre para el interior de la Argentina.

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