
Sábado. El sábado 9 a eso de las 10 de la mañana nos subimos al auto y salimos a la ruta. Era el primer día del Festival de Mar del Plata y hacia allá nos dirigimos. Éramos cuatro en el auto que mi hermano nos había prestado, y yo manejaba. Había quedado en hacer una nota por el festival y decidí hacer un diario del viaje. Para los espectadores, el festival es un festejo, no es una competencia a ver qué película es mejor. Es una fiesta de cine, para compartir cine, generar más cine y darles un abrazo a les cineastas que tanto la sufrieron para llevar su película hasta ahí. O algo parecido a eso… Y el festival no solo se compone de películas, sino del viaje, las caminatas de una sala a otra, las discusiones en los bares después de cada película. Los desayunos, los almuerzos, las meriendas en la playa y las cenas en pizzerías. Porque el festival mete a la gente en las salas y saca las salas a la calle. Por eso, esto es un diario del viaje. Porque el cine es mucho más que la película proyectada.
Llegamos a la casa de mis viejos a eso de las tres o las cuatro. Soy de allá, y mis padres nos recibieron a los cuatro. La casa de la infancia es como un lugar detenido en el tiempo, que siempre que volvés es como si no hubiera pasado ni un día. Arrancamos rápido, muy rápido. Teníamos ganas contenidas de pasarla bien, de estirar las patas y de sentir la arena. Fuimos a la playa a ver el mar, nos congelamos del frío. Mar del plata es así, fría, y no tan feliz como dicen, es más profunda que eso, es melancólica.

Sacamos nuestras primeras entradas: Lost, Lost, Lost (1976) de Jonas Mekas. Eran las 22.30, la sala estaba casi llena y nosotros también. Habíamos cenado la mejor pizza del mundo y habíamos visto la puesta del sol detrás del Museo Mar, en un rincón a espaldas del arte contemporáneo que hace reparo del viento y muchos vecinos eligen para tomarse unos mates. Ahí, sentado mientras se esconde el sol, es normal pensar que eso es lo más útil que hizo el arte contemporáneo por uno. No hay que sentir mucha culpa por ello. Pero para Mekas no nos dio la talla. Después del viaje, de pasar la tarde en la playa, de ver la puesta del sol y comer la mejor pizza, es normal que te de sueño. Lost, Lost, Lost es un documental en primera persona, que retrata la llegada de Jonas Mekas a Nueva York. No quisimos faltarle el respeto a nadie, y tampoco pretendo hacerlo contando que todos nos quedamos dormidos en la primera hora de película. Es sólo que después de tanto viaje, si un lituano te empieza a leer el diario íntimo que escribió en el 49, es normal que te de sueño. Sea Jonas Mekas o sea un lituano perdido en la pizzería siciliana.
Lo que todavía no sabíamos, es que tal como lo ha hecho otras veces, Jonas Mekas se estaba adelantando al tiempo. Nos estaba dando la bienvenida a un festival que tomaría al propio Mekas como símbolo, como artista representativo, y a su cine documental de diario íntimo como una forma de pensar la ficción y lo real como hermanos, como dos partes de un todo ambiguo y confuso que son nuestras vidas.

Domingo. El domingo fue distinto. Nos levantamos temprano, desayunamos con mi madre y mi hermana. Los desayunos largos de domingo, con una taza de café y unos mates, son la mejor parte de estar en mi casa. Nos pusimos serios y organizamos nuestro recorrido por el festival para los dos días restantes. De toda la oferta sacamos en limpio una lista de siete proyecciones que nos interesaban (no está mal). Ahora sí éramos nosotres, organizados y listos. Sólo que para ese domingo teníamos sólo dos funciones y para el lunes, cinco. Nos habíamos organizado bastante mal. Fuimos a la boletería y sacamos todas las entradas juntas, para que no haya sorpresas de salas agotadas. Porque uno camina hasta la boletería con la esperanza entre las manos, para desayunarse que alguien desde su casa, dio click y agotó las entradas de tu película. Se perdió el respeto por las personas a pie. Ya no quieren ni que caminemos.
Teníamos cinco horas hasta la siguiente función, y como turistas recién llegados lo único que queríamos era ver el mar. El festival nos mantuvo alejados de las salas un buen rato, pero sentado en la loma del paseo de la costa, desde donde se ve todo el norte de la ciudad que bordea el mar, pensaba que eso también era parte dela ceremonia del festival. Arrancamos para el parque Camet, bien al norte de la ciudad, estacionamos el auto cerquita, y nos dormimos una siesta junto al lago, mientras un niño intentaba pescar con un balde. Si hubieran visto la dedicación del pibe: estaba decidido en llevarse un pez ese día. Bordeó todo el lago hundiendo su balde rojo en cada hueco en donde se creía capaz de dar con su presa. Se fue con las manos vacías. Teníamos tiempo y nos fuimos en el auto camino a Santa Clara, y paramos a mitad de camino, en los acantilados junto a la ruta. Sobre las escolleras improvisadas nos sentamos a fumar un puchito. No estábamos viendo películas, pero cada parada parecía una escena salida de la pantalla. Los viajes y las paradas siempre me recuerdan a Alicia en las ciudades de Wenders. Salvo que nosotros no buscábamos a nadie, sólo hacíamos tiempo.

De nuevo otra vez (2019) de Romina Paula. En la misma función, proyectaron un corto de una de las integrantes de nuestro grupo: Hospital (2019). Lo ovacionamos en la sala y exigimos premio. La película de Romina Paula continuaba la consigna de Mekas. El documental y la ficción se entrelazan en las imágenes de la directora que protagonizaba su propia historia y se filmaba a sí misma junto a su madre y su hijo. ¿Qué tanto de esas imágenes era real, y que tanto era ficción? No importa, lo único que sabemos es que todas eran puestas en escena. Meter la cámara en tu vida, registrar lo que allí sucede, lo que se inventa para la mirada, ¿qué tanto aprendimos de Mekas? Creo que a entender lo ambiguo que es lo real. Lo ambigua que es tu realidad. ¿En qué momento estás siendo sincero, en cuántos de esos momentos estás actuando esa sinceridad? ¿Lo que sentís es real, o sólo estás rememorando lo que sentiste con Alicia en las ciudades? ¿Y… hay algo de malo en eso?
La botera (2019), de Sabrina Blanco, fue la siguiente película que vimos. Al rato nomás. Salimos de una sala y caminamos hacia la otra. De ella y de Ya no estoy aquí (2019) de Fernando Frías de la Parra (la última que vimos), hablaré en la segunda parte. Para que esto no sea eterno.

Lunes. El lunes arrancó con demora. Casi llegamos tarde a nuestra primera función de lunes: Sirena (2019) de Carlos Piñeira. La fuerza de las imágenes en blanco y negro, el trabajo sobre el sonido, el misterio que envolvía a la historia nos encantó a todes. Las películas, dicen, se terminan en los cafés, opinando, debatiendo. Yo digo más: no se terminan, te quedan en la memoria como una historia que alguien te contó una vez. En Sirena, una comunidad indígena de Bolivia cuida un cuerpo sin vida que les llegó flotando en el río. Ellos consideran al cuerpo investido con un significado sagrado y deben velar por él. El problema surge cuando dos ingenieros, amigos de este hombre muerto y provenientes de las ciudades, llegan al pueblo reclamando el cuerpo para devolverlo con los suyos. Las reglas de una ciudad y otra chocan y no se escuchan. Chocan y no se comprenden. La película propone una mirada ajena a la comunidad, en la que los ingenieros son los protagonistas, aquellos que observan las extrañas costumbres (extrañas para ellos y nosotros, de miradas europensantes, provenientes de una educación colonizada). El cine propuesto por el festival es otra vez un encuentro entre lo real y lo irreal. Un encuentro confuso y difuso en el que no reconocemos el anhelado equilibrio.
De la Competencia Argentina de Cortos me quedó grabado el de Agustina Comedi (directora de El silencio es un cuerpo que cae), que casualmente (o no) fue premiado y se llama Playback. Ensayo de una despedida. Dejando ya una huella de autora, Comedi vuelve a trabajar con imágenes de archivo aprovechando las posibilidades narrativas y estéticas del VHS. Redacta una carta de despedida, reconstruyendo las noches de shows y playbacks del Grupo Kalas, en donde los transformistas hacían sus números hacia fines de los 80. Rescata lo que el propio Grupo Kalas había filmado de aquellas noches y filma en VHS las imágenes ficticias que nunca llegaron a ser reales. Comedi se introduce en las formas del video para contar una historia que, otra vez, tiene tanto de documental como de ficción.

La última película de este primer diario es Nona. Si me mojan, yo los quemo (2019) de Camila José Donoso. Mucha gente en la sala, mucha expectativa, la misma que habíamos puesto nosotros. Veníamos de una proyección de cortos en Super 8 en la que, al agotarse el interés por el trabajo de sus directores en las búsquedas de una narratividad plástica de la imagen, nos empezamos a preguntar qué hacíamos todos ahí, apretados y a oscuras, viendo esas imágenes diminutas y mudas.Algo parecido nos pasó con Nona. Si me mojan, yo los quemo. El volumen estaba muy bajo, y muchas de las palabras de la nona no nos llegaban. De forma similar a De nuevo otra vez, la película oscilaba entre el documental y la ficción, en donde una señora (la nona) era filmada en su casa por alguien cercano a ella. La nona hablaba a cámara y daba su opinión acerca de cosas variadas, apreciaciones. Pero no era tan graciosa como esperábamos. Y lo que el título nos había prometido, quedó resumido a una escena del final, en donde literalmente muestran que si le mojas el living a la nona, ella te quema la camioneta. El viaje terminó ahora sí en la ruta. En un restaurante rutero, donde paramos a comer algo y nos hicimos amigos de un perrito del lugar, pero también cuando repensamos las películas, las meriendas en la playa y las cervezas que tomamos congelados por el frío de una ciudad más melancólica que feliz. El festival es un todo, es un festejo cultural, es un espacio para compartir obras y pensamientos, con un mate, con un café, con una birra.
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