Al parecer, Gavin O’Connor tiene una obsesión con el mito rabínico de Caín y Abel, en una versión lo suficientemente disfuncional -en comparación con el relato bíblico- como para volverla circular y preponderante en cada una de sus películas, más como acercamientos que como conclusiones, y proponiendo, o mejor dicho renovando, a través de estos acercamientos un inusitado interés en esa misma historia por más repetitiva que sea.
Dos hermanos varones, enfrentados. Una madre ausente, abandónica. Un padre riguroso, cruel, vicioso pero que, sin embargo y en sus términos violentos, quiere lo mejor para sus hijos varones. La estructura se repite siempre pero con diferentes estéticas y contextos: Miracle (2004), Pride and glory (2008) y la extraordinaria Warrior (2011). En la primera, un veterano entrenador de hockey sobre hielo lidera severa y paternalmente (dejando de lado a su propia familia) a una caterva de chicos universitarios (elegidos por su profesionalismo) para vencer en las olimpíadas de invierno a la invencible y mítica red army rusa; en la segunda, tres hermanos policías neoyorquinos se ven enfrentados por la corrupción, el idealismo y el amor de un padre, jefe de policía, que hace clara distinciones entre ellos; en la tercera, un padre entrenador, ex alcohólico, hoy recuperado, busca una segunda oportunidad con sus dos hijos en un torneo de artes marciales mixtas donde ambos hermanos -con muchas pasadas de factura entre ellos- se enfrentan a todo o nada. Gavin O’Connor plantea, en cada una de estas películas, el mismo croquis de relaciones familiares con un irremediable juego de redención -al contrario de la Biblia- en el que las maldiciones pos traición se vuelven, en cierta forma, la excusa perfecta para el reencuentro y el perdón.
En El contador, Chris (Ben Affleck) es una suerte de rainman superpoderoso: entre el autismo y el asperger, genio en las matemáticas y las estadísticas, desde niño es entrenado junto a su hermano por su padre -un militar de inteligencia, perverso pero protector- para convertirse en una suerte de asesino implacable que, tras una serie de vueltas, giros y contragiros de la vida (de los que O’Connor da, quizás, demasiadas explicaciones) termina transformándose en un redentor moral de la sociedad: el tipo trabaja para los peores narcos y corporaciones del mundo pero, al final del día, hace una obra de bien que santifica y justifica, moral y hollywoodeanamente hablando, todo el mal antes ocasionado.
Un día, durante un trabajo de contaduría para una mega empresa de robótica, el tiro les sale por la culata a sus empleadores (que, por cierto, no saben que además de ser un contador brillante, Chris es un asesino invencible): no tienen mejor idea que intentar ensuciar a Chris en una tramoya monetaria, asunto que se complica cuando, además, pretenden matar a Dana (la cada vez más infumable Ana Kendrick), contadora de la empresa de la que él está enamorado (en sus términos, dada la enfermedad).
A partir del momento en el que la tramoya es descubierta, se desata un juego vertiginoso de flashbacks (la historia del misterioso Chris), persecuciones (otro asesino contratado para matarlo, un par de policías intentando atraparlo), golpes, muertes, descubrimientos y redescubrimientos que, más allá del juego moral antes planteado, giran en torno al mito de Caín y Abel en forma solemne pero, no por ello, menos atrapante. Y aquí, en este logro de generar constante interés, es que la película de O’Connor fundamenta su eje primordial: a pesar de lo sobreexplicado, a pesar de que el personaje de Affleck es indestructible, a pesar de la vulnerabilidad de su enfermedad, a pesar de la moralina de rigor, a pesar del guiño torpe a otras películas (con los cuadros a lo Un lugar llamado Notting Hill y El caso Thomas Crown), a pesar que sus enemigos siempre van un paso detrás de él corriendo con desventaja, a pesar de la obviedad de la obviedad, la película siempre mantiene el ritmo y la expectativa en el “qué va a pasar ahora”, renovando y potenciando el mito rabínico -para bien o para mal de la moralina de rigor (¿estadounidense?)- que, no obstante, no atenúa en lo más mínimo la acción de la película en su sentido más vigorizante, sangriento, detectivesco y sanamente destructivo que tiene de principio a fin.
Chris es un hombre con fuertes códigos familiares, fraternales y sociales. Es un tipo con disciplina obligada dada sus disfuncionalidades. Es una persona con un sentido irremediable de lo que es o no es en la vida (por su enfermedad, no tiene capacidad para discernir los dobles sentidos). Eso le genera una lógica binaria implacable para encarar la cotidianidad donde “lo bueno” y “lo malo”, lejos de ser subjetividades, se transforman en valores inalterables. Por eso Chris sabe lo que quiere y cómo lo quiere, y no falla en obtenerlo. El resto, sus enemigos, no. Por ello están un paso atrás. Por ello también es tan placentero para el espectador -como lo es viendo a John Wick, Brian Mills o el extraordinario Mr. Wolf de Pulp Fiction– ver como esos enemigos van a perecer desde el momento mismo en que se enfrentaron a nuestro héroe (tan aristotélico como comiquero casi).
Lejos de grandes ambiciones fílmicas; lejos, inclusive, de superar las medias actuales, El contador de Gavin O’Connor es una excelente excusa para volver a ver cómo una familia de “machos” (sin ironías malenapichotistas) celebra su virilidad como puede, como debe, entre el abandono de lo femenino-maternal y la violencia cotidiana de una vida que no regala nada; actualizando, con ello, las máximas hernandianas del final de la vuelta de Martín Fierro, entendiendo que toda diáspora familiar no es más que un excusa para el reencuentro, potenciando los lazos y, sobre todo, posicionando que el “los devoran los de afuera” realmente no tiene chance cuando la familia está unida: cuando el amor no es una subjetividad del discurso sino un puente sentimental y poderoso para sobrevivir en este mundo. Para sobrevivir en el mundo que sea y con la discapacidad que se tenga.
El contador (The Accountant, EUA, 2016), de Gavin OConnor, c/Ben Affleck, Anna Kendrick, J. K. Simmons, John Bernthal, 128′.
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Este Gustavo Gros cineasta frustrado siempre haciéndose el profundo con su incontinencia intelectualoide insufrible.
me gustó la baticueva con pollock