favio_cronica_de_un_director-437828549-largeAlguna vez, en una de las clases sobre cine argentino que dictaba en la escuela de crítica de El Amante, Gustavo Castagna nos habló de la intuición de Leonardo Favio a la hora de filmar. En ese entonces, ni yo ni mis compañeros de cursada entendimos bien a qué se refería. Más adelante, en otra clase dedicada exclusivamente al análisis de Soñar, soñar, Lilian Ivachow nos dijo que, más allá de esa intuición señalada por Castagna, Favio sabía exactamente lo que quería cuando filmaba. Más confusión aún. Tuvo entonces que pasar un tiempo largo para llegar a hacernos una idea de lo que podía significar esa seguridad basada en la intuición que ambos profesores nos habían señalado en esas clases. Tuvo que llegar una película como Favio: Crónica de un director y mostrarnos a Eliseo Subiela abriendo sus brazos y marcando con precisión la distancia entre ambos para explicar que ése era el plano que Favio quería para tomar el rostro de Polín en Crónica de un niño solo, para decir que ese hombre no tenía idea de lo que era un 50, evidenciando así su desconocimiento casi total del lenguaje técnico del cine, y para que todo quede finalmente claro. Sobre todo porque más adelante Rogelio Chomnalez, fotógrafo de Soñar, soñar,  va a repetir el mismo gesto de los brazos para indicar cómo quería Favio la cámara sobre las caras de los protagonistas. “Quiero esto”, les decía, señalando en una frase tan abstracta como clara y concreta una obediencia al orden de lo sensible que no podía ser verbalizado por completo pero sí interpretado para darle una entidad material al acto.

Lo mejor que tiene Favio: Crónica de un director es que nunca ostenta sus procedimientos, que nunca se propone construir de manera compleja la vida del artista. En su ostensible transparencia, el documental de Alejandro Venturini tiene al menos dos aciertos que merecen ser destacados: el primero de ellos es la decisión de no evocar la figura de Leonardo Favio desde la nostalgia, lo cual era una tentación muy grande, un lugar fácil en el que caer. No hay lamento por la pérdida, no hay emociones buscadas con deliberación, no se apunta a la frase hecha ni a convertir a la película en un homenaje póstumo. Más bien se trata de un grupo de amigos y hermanos que recuerdan a otro amigo, a otro hermano. Siempre con picardía y con alegría, siempre con sinceridad, por la película desfilan todo tipo de personajes, de anécdotas y testimonios. Esas apariciones no responden a un orden cronológico sino que, en su aparente inversión temporal, dan cuenta de un modo de ser ligado al impulso de lo vital y al torrente de relaciones que conformaron la mirada de ese mundo que luego fue volcado en las películas.

Las imágenes de Crónica de un niño solo son seguidas por el comienzo de Nazareno cruz y el lobo. A Soñar, soñar le siguen los planos de El romance del Aniceto y la Francisca. De allí a El dependiente y luego a Juan Moreira. Salto en el tiempo hasta el Aniceto de 2008 y vuelta a El romance… para unir la cuestión ideológica de aquel rufián melancólico y su gallo con el amor de Gatica por su perro.

favio-cronica-de-un-director-655En ese ir y venir de imágenes y recuerdos, las películas de Favio se vuelven inmensas, y es en esa inmensidad donde algunos de sus intérpretes se alejan y se pierden para siempre; dejan de estar, dejan de pertenecer al mundo. Sus personajes, en cambio, permanecen, se vuelven inmortales. María Vaner (la Francisca) y Walter Vidarte (el señor Fernández) ya no están. Lo mismo Carlos Monzón (Charlie) y Gianfranco Pagliaro (Mario, el Rulo). Pero los que sí están y no aparecen son Federico Luppi (Aniceto) y Elsa Daniel (Lucía); son Rodolfo Bebán (Moreira) y Hernán Piquín (Aniceto, 2008). En cambio están Diego Puente (Polín) y Graciela Borges (la señorita Plasini), Juan José Camero (Nazareno) y Edgardo Nieva (Gatica). Y decir que ellos están, más que señalar una predisposición para formar parte de la película, significa mostrar la persistencia de una relación con el cine de Favio, la manifestación sincera de un amor que en el recitado de esas líneas de diálogo que conecta a los actores con las escenas de sus personajes queda evidenciado para siempre.

En ese ir y venir en el tiempo, Favio nos habla desde el principio -en off, a través del audio de una entrevista- sobre los silencios y el bullicio, sobre los sonidos y la noche de Luján de Cuyo, y nos dice que son esas cosas las que se le grabaron en la memoria y lo acompañaron toda su vida. Experiencia que su hermano Zuhair Jury confirma al hablar de esa aparente vida sin consistencia donde tanto él como su hermano fueron tomando cosas sin saberlo. De esas cosas, justamente, surgió el cine de ambos.

Esos silencios están presentes en los recorridos de Polín y en las comidas de El dependiente, así como en los truenos que se oyen al comienzo de Nazareno Cruz… y en las caminatas finales del Aniceto y Moreira están los sonidos que anuncian sus tragedias. La noche y el bullicio le corresponden a los bares de Soñar, soñar y Gatica, al “antes muerto que vencido” de Pagliaro y a la leonera que ruge cuando el Mono y el General se saludan. En todos ellos la música, entendida como el tono donde se cifran los conceptos de las películas, como un lenguaje más cercano al orden de lo sensorial que a la estructura organizada de las palabras, es el eje central de la deriva de sus personajes. El órgano extrañado para el destino fatal de Moreira, el grillar precario y artificial para la danza amorosa del nuevo Aniceto, pero también los adagios en el set de filmación antes de empezar a rodar Gatica.

El documental de Venturini deja en claro eso, que se trataba de oír una melodía, de observar una foto, una pintura, la luz atravesando la copa de los árboles, de detenerse en un rostro y decir esto es: “esto es el Moreira”, “ella es la Francisca”, “este es el tono de mi película”. Decir esto es y dejarse llevar, obedecer a esa intuición, que no tiene que ver con lanzarse a la suerte y ver qué pasa. Eso sería improvisación, fe en el azar, tristeza del vacío. La intuición en Favio, por el contrario,  siempre es inquietud y movimiento, siempre es ir en busca de algo concreto, es alegría del encuentro. Como la que revela Omar Quiroga, guionista de Perón: sinfonía de un sentimiento, cuando refiere la respuesta que Favio le dio para despejar sus dudas acerca del momento preciso en el que poner el símbolo de la P y la V: “cuando te lo dicte el corazón”, le dijo. 

Y acá podríamos parafrasear lo que Gatica dice en off en aquella escena memorable –que aquí se muestra-, cuando sobre las imágenes de las calles bombardeadas y el cuadro de Perón y Eva a punto de quemarse afirma que nunca él se metió en política, que toda su vida fue peronista, para decir que Favio nunca se metió en el cine, sino que toda su vida fue cineasta, que no hizo otra cosa que volcar en el mundo eso que ya estaba ahí, en su pueblo de Mendoza, silenciado, esperando que lo hagan sonar, esperando ser contado.  La voz de Favio abre y cierra la película; la de su hermano afirma lo vivido y lo narrado. Y lo que nos queda claro es que ninguno de los dos podría haber hecho otra cosa. 

Los innumerables testimonios que hay en Favio: crónica de un director nunca se tocan dentro del plano, nunca llegan a cruzarse, cada involucrado habla de su tema, de su rol dentro de la película, pero más allá de esa supuesta separación formal, lo notable es que todos terminan convergiendo en la interpretación de una forma de estar en el mundo, de una forma de “querer eso”, que no es otra cosa que un abrir de brazos para atrapar la cara de un nene, para envolver el cuerpo diminuto de la Francisca; querer eso, para Favio, era querer desmedidamente algo, quererlo aun cuando su nombre se le escapara, pero sabiendo que en el cuerpo de esa figura humana y desconocida radicaba la más certera e infalible de las intuiciones.

Favio: Crónica de un director (Argentina, 2015), de Alejandro Venturini, 120′.

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