En el comienzo de El arponero, cuando se empieza a desandar la biografía de Lars Andersen, se plantea que a los 15 años comprende, al embarcar por primera vez en un ballenero, lo que era el mar. “Una vastedad llena de bestias, secretos y oscuridad” dice la voz que relata. Esa mención tan amplia como difusa, sirve no tanto para comprender el objeto al cual se intenta definir, como al sujeto que intenta definirlo y le sirve al documental como punto de partida y como marco referencial para construir la figura de Andersen. Ese recorrido biográfico más o menos lineal parece estar siempre unido a esa frase del comienzo para demostrar que lo que Andersen comprende en su primer viaje es que ese mar, definido de esa manera, es su lugar en el mundo. Andersen se vuelve eso que ve en el mar. O quizás ya lo era, y esa visión es apenas un reflejo de su personalidad. Lo bestial, lo oscuro y lo secreto, entonces, no está en las aguas del océano sino en lo que hacen los hombres que las surcan, alejados de la tierra firme y de la mirada del otro, con la que solo se encuentran en el final de la expedición con el éxito o el fracaso en forma de cargamento.
Las formas sinuosas que adquiere el personaje van alterando la linealidad del recorrido, resistiéndose una y otra vez a esa fuerza ordenadora. El carácter salvaje que le permite evolucionar en pocos años hasta convertirse en arponero estrella y luego, casi enseguida, en hombre rico. De salvaje se convierte en maldito, en dictador a bordo del ballenero. Si “un ballenero necesita aventura”, ese término en Andersen es una suerte de pulsión para ir siempre más allá de los límites. Cada año debía superar al anterior y generar un nuevo récord de caza de ballenas. Cuando se cierra la posibilidad de la caza en un lugar hay que ir a otros. Cuando se plantean regulaciones y temporadas acotadas, hay que escapar de ellas para seguir cazando. Pero lo que podría comprenderse como una maquinaria capitalista puesta a funcionar en continua expansión, se desplaza de lo meramente económico para concentrarse en la obsesión personal: a Andersen le interesa más la superación numérica, ser siempre el mejor, el que más caza, el hombre récord, más que el dinero que consigue y genera a partir de sus actos.
Hay otro momento del documental en donde esa perspectiva adquiere un perfil que permite definirla y comprenderla. Cuando los viejos arponeros, que aún sobreviven, dicen que cazar ballenas es algo que no tiene principio ni fin. En esa frase se condensa una relación con el destino prefijado, en donde esos hombres ya han nacido cazadores y seguirán siéndolo incluso después de su desaparición física. Hay allí una construcción de un aura mítica en la que el cazador se vuelve a sí mismo un mito, una figuración que excede a lo humano y que lo trasciende al no tener principio ni fin. Está allí la razón por la cual el documental no se detiene demasiado en la depredación ballenera -sí, claro, la referencia a que en 100 años se las exterminó-: lo que le interesa es a través de Andersen -y de los viejos balleneros que leen los textos como forma de continuidad de esa voz del pasado- atravesar la coraza de esos hombres que salen al mar a cazar un animal mítico para volverse ellos mismos parte del mito.
Dos elementos en apariencia discordantes aparecen señalados en el recorrido: la naturalidad y la transformación. Son elementos que en la historia de Andersen y de los balleneros aparecen como complementarios. O quizás sea más apropiado señalar que son contiguos en el tiempo. La transformación como proceso amplio puede vislumbrarse en la trayectoria de Andersen, pero su formulación más notable se encuentra en la tripulación de los barcos. Las imágenes de las partidas de las expediciones de caza, y de los hombres en plena caza o en el regreso, implican una transformación física -resaltada no solo en los pelos y la barba, sino en el desaliño general de las vestimentas- y sobre todo psíquica. “Si lograbas volver sin enloquecer, te hacías rico” dice la voz, abriendo la puerta a la consecuencia de la obsesión. La “enfermedad de las ballenas” se vuelve entonces alteración definitiva, traspaso del mundo real a otro imaginado, donde las ballenas aún existen. Esa enfermedad que los cazadores señalan en alta mar, en etapas de quietud, se vuelve en Andersen ya no metáfora, ni situación puntual, sino el argumento cuando los números de la caza comenzaron a descender («No es que no hay ballenas, se esconden y hay que saber buscarlas», repite Andersen a quien quiera escucharlo).
La naturalidad se sitúa en ese espacio que media entre la partida y la llegada de la expedición. Una rutina inalterable consistente en matar animales –o cazar, como resaltan diferenciando los términos los propios arponeros- y convertirlos en productos de consumo. La naturalidad de la matanza está en las imágenes, en los momentos de cacería propiamente dicho, en las fotos y registros en los que los hombres abren la carne de los animales. De allí es que El arponero se despega del juicio posterior como barbarie: la naturalidad no es solo la de los hombres que registra, sino la de un tiempo histórico. Por esa razón es que el relato biográfico de Andersen se entrelaza directamente con la evolución de la caza de las ballenas. Evolución tecnológica -del arpón tradicional al de granada, de los buques pesqueros a los factoría- pero también de las regulaciones -prohibición de caza en Noruega primero, establecimiento de temporadas de caza, las supervisiones sobre los cazadores. En ese recorrido hay una pugna constante entre la naturalización del acto y la conciencia que imponen las regulaciones. Andersen como personaje es una consecuencia de esa tensión que decide, una y otra vez, llevar a los límites -o más allá. Y no es casual que su ocaso coincida con el final de la ballenería en su país natal, como si Andersen fuera lo único que sostenía, desde su propia construcción como mito, esa existencia.
Uno de los lazos que une esta película con los films anteriores de Mirko Stopar es la forma en que retrata personajes marcados por un tiempo de pasaje que los une a la Argentina. En Llamas de nitrato exploraba la historia de Reneé Falconetti, la actriz de La pasión de Juana de Arco, haciendo hincapié en esa película y en su recorrido que la trae a la Argentina. En Mermaid on Board, el recorrido se invertía y se pasaba del documental a la ficción, y desde Argentina hacia Europa, encarnado en una Sylvia Plath a bordo de un barco en el que era la única mujer a bordo. Aquí, Andersen recala en Argentina en 1948, cuando su imagen ha caído en desgracia en su país, acusado de colaboracionista con la ocupación nazi. Pero a diferencia de Falconetti que arrastraba su fama de actriz, Andersen viene a un país en el que nadie –o casi- lo conoce. Coquetea con alguno de los proyectos del primer peronismo para crear una flota pesquera que finalmente no se concretan, pero el objetivo no parece ser otro que ocultarse (“En Argentina, todos habían llegado escapando de algo”, dice el documental). Los trazos de los films documentales de Stopar se aventuran en personajes que no solo fluctúan entre dos culturas –acaso como el propio director-, sino que además contienen en sí mismos los elementos que los convierten en atractivos: ascensos meteóricos hasta la cima del mundo en su especialidad (el pasaje que en Andersen se observa entre que “ser arponero era como un sueño” a convertirse en “uno de los pequeños reyes” que ganaba más dinero que el primer ministro de Noruega), y la caída posterior desde el cuestionamiento o desde el más craso olvido.
El otro lazo, acaso más importante, es la forma en que trabaja con la materia documental para darle una forma tan extraña como fascinante. Stopar comprende, como ya había hecho en Llamas de nitrato, que lo documental referido a un personaje no necesita de la imagen de aquel a quien refiere. O en todo caso, que la imagen de alguien como Andersen puede construirse a partir de otras imágenes que no lo contengan necesariamente. Sus personajes se vuelven entonces tan elusivos desde lo concreto como verosímiles en la construcción que formula. Y que, en todo caso, lo que hay que hacer es dotar a ese material aparentemente ajeno de los detalles que lo aten a la construcción que se busca. En ese recorrido, asume el riesgo de trabajar incluso con una materia que diluye las fronteras entre lo documental y lo ficticio –los balleneros leyendo un guión escrito por otro, en donde entrecruzan observaciones que los ponen en un plano más real- que ya había probado en Mermaid on Board. Hay un momento de El arponero que revela de manera contundente de qué manera se puede transformar un material del pasado en otra cosa en el presente. No solamente porque constituye, en definitiva, el nudo central de la rutina del arponero, en tanto la secuencia muestra el momento de la caza de una ballena. Allí Stopar recurre a las formulaciones prototípicas del cine mudo –incluyendo los intertítulos aclaratorios- para generar, por un lado, la tensión que implica el enfrentamiento del cazador con su presa, sino que la inscribe como el relato en imágenes de esa primera vez en la que Andersen se ofrece como arponero, sabiendo que su futuro depende de ese disparo. Si en esa escena demuestra la forma en que pueden utilizarse e intersectarse los elementos de la ficción en una trama documental, lo que termina por dejar en claro es que lo que importa no es tanto el recorrido biográfico alrededor de un personaje, el cual se vuelve apenas un vehículo, sino que los que interesan son los mecanismos por los cuales una historia cualquiera se convierte en materia cinematográfica.
Calificación: 7/10
El arponero (En djevel med harpun, Argentina/Noruega, 2022). Dirección: Mirko Stopar. Guion: Mirko Stopar, basado en su libro “Lars Faen” (publicado en Noruega por Forlaget Press, 2019) Dirección de fotografía: Diego Mendizábal, Ole Andreas Grøntvedt Edición: Erland Edenholm Sonido: Håkon Lammetun Música: Santiago Pedroncini. Duración: 78 minutos.
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