* Una película puede parecer una cosa y ser otra. Como si su relato se nutriera de corrientes contradictorias: en la superficie se ve algo que en el fondo es otra cosa. Charco puede parecer esa pura superficie en que discurre lo musical (léase: un seleccionado de músicos uruguayos y argentinos haciendo música y hablando). En la superficie, Charco puede parecer una suerte de cartografía musical, el diseño de un mapa en el que se señalan puntos estratégicos, tal vez ineludibles. Pero hay algo en lo que ya el título invita a desconfiar. El río que separa a los dos países es un accidente geográfico, que va de la mano con la idea de mapa. El charco, esa forma coloquial que alude al Río de la Plata, es otra cosa: es un territorio más cercano, abarcable, completamente desligado de lo topográfico.

* Tal vez no haya un título más apropiado para la película. La idea de charco como forma de reducir las distancias, de minimizar el ancho del Plata, va de la mano de un camino que intenta disolver cualquier idea de frontera. No solo se trata de abolir toda frontera musical –en el abanico de referencias exploradas se va del pop beatle al tango, del rock a la murga, del candombe a la cumbia- apuntando que lo importante no es el género, la clasificación y etiquetación, sino en primer lugar, el mestizaje, y por sobre todo ello, la música. Esa frontera establecida por el río desaparece y unos y otros músicos se van sucediendo sin que importe en qué lugar están y qué representa cada uno.

* Para entender esto de las fronteras que se disuelven. En el comienzo de Charco se suceden dos canciones que podrían parecer antitéticas. “El colmo”, de Babasónicos, establece el comienzo del viaje y el camino a tomar (“Canción llévame lejos/ donde nadie se acuerde de mí/quiero ser el murmullo de una ciudad/ que no sepa quién soy”). “La pura verdad”, de Atahualpa Yupanqui, apunta al significado de la música en la cultura popular (“Lo que dentra en la cabeza se va/lo que dentra en el corazón se queda/y no se va más”). Pertenencia a diferentes géneros, décadas transcurridas entre una y otra: nada les impide funcionar de manera complementaria. El músico que intenta disolverse en el anonimato de una voz colectiva, la música como recuerdo emotivo, sedimento que queda en quien la escucha.

* Un juego es la punta del ovillo para entender de qué se trata todo esto. El caracol en la oreja ya no trae el sonido del mar. Trae los ruidos de la tierra, la música de los mayores, las señales emitidas por la cultura de los pueblos. Lo notable es que en esa perspectiva, pasado, presente y futuro no funcionan como posibles destinos finales, sino como espacios que se tocan y se funden. “Parece que miro atrás, pero busco la canción de hoy”, resume la paradoja en la voz de Pablo Dacal. En una, el reflejo de la otra. Y de allí, de nuevo al origen para entender que en el principio ya estaba todo: solo había que aprender a combinar los elementos una y otra vez.

* Así como la disolución de las fronteras físicas se traduce en un movimiento de ida y vuelta fluido –a partir de un montaje que trabaja por el encadenamiento de los músicos en un espacio (pasar de Páez a Fattoruso por el Teatro Solís de Montevideo) o en una suerte de postas (de la entrevista a Cabrera a Drexler cantando un tema de aquel)- la narrativa de la película se desarrolla en la organización de dos desplazamientos complementarios. El primero –imperceptible al comienzo, más explícito hacia el final- es una suerte de viaje a la semilla, hacia los orígenes de la música rioplatense. El punto de partida establecido en Franny Glass implica no solamente iniciarse en la reciente canción uruguaya, sino entenderlo desde la transformación musical, de la influencia del rock americano a concentrarse en los sonidos de la propia tierra. Como si remontara el río hacia sus orígenes, Charco va atravesando los puertos en los que se asentaron el rock, el candombe beat, el tango, la murga y la milonga. Hasta desembocar en el cancionero anónimo de siglos pasados, en las canciones traídas en la conquista española, en la payada como mojón inicial de una identidad.

* El segundo movimiento es un desplazamiento que lleva del centro a la periferia. “Advertencia a los cantautores: el núcleo de una ciudad está en los bordes”, señala la voz de Dacal. Si un género está vivo cuando está en conflicto, ciudad y periferia se constituyen en el marco tensional que les da vitalidad. La ciudad aparece como un continente estanco que valida, pone a la luz, cristaliza o consolida lo que por sí sola no puede crear.Ese movimiento lleva a desplazarse de los “mármoles de cementerio” (al decir de Palo Pandolfo) de la arquitectura de la ciudad, para sumergirse en la tierra y el barro de donde surgieron la cumbia villera, la milonga, el tango. Del barrio áspero y gris en el que vive Pablo Lescano, a la periferia tranquila de la casa de Pandolfo y de allí a las islas del Delta que le sirven de refugio a Daniel Melingo, parece entreverse la esencia del viaje: ir alejándose de las construcciones para entender que todo empezó en otro lado. En los campos en los que aún late la herencia española y en el bosque donde se corporiza el duelo de payadores, la música del hoy estaba empezando a ser escrita.

* La ciudad, que domina el primer tramo de Charco, se revela entonces como un recorrido de ida y vuelta con el campo, como un tráfico de influencias mutuas. Ese tránsito es lo que pone al documental en un estado de tensión continua entre la historia y la modernidad, que la voz en off resuelve de manera sencilla e inobjetable: “La tradición no es un museo, es una herramienta para encontrar la libertad”. Charco comprende que la tradición no es un elemento fijo, sino que hay una mutación: si el pasado histórico es siempre tradición, lo que en algún momento fue presente, terminará derivando en ella. En un movimiento inverso al que lleva el documental, la tradición que en un principio fue el folklore y después el tango y sus derivados, también alcanzó al beat primitivo y a los inicios del rock. De esa forma, la tradición, ya no en los libros de historia de la música, sino en la palabra de los músicos, va del canto anónimo o de Osiris Rodriguez Castillos a Charly García o Manal.

* El placer que se deriva de los 75 minutos que dura Charco proviene de una mixtura que incluso va más allá de esa idea de buscar “una foto imposible: el momento en que nos empezamos a convertir en lo que somos”. Es la forma en que confluyen múltiples ideas –y Charco ha de ser una de las películas recientes más generosa en ese sentido- alrededor de la música con momentos en los que por sí misma toma el centro del escenario. Menciono algunas de aquellas, de las ideas. Fito Páez remarcando que Charly García encontró un lugar inquietante en la música, sacándole los acordes mayores. Pipo Lernoud ejemplificando la explosión del rock en que “Los Beatles hicieron el amor con el planeta y dejaron hijos por todos lados”. Donvi, el jefe del clan de los Vitale, diciendo que “Una ética drena una estética. Por eso, toda canción es política”. La definición de Melingo sobre el tango (“Es una música de cámara europea pasada por estas cloacas”) o la que recibió Sofía Viola de su padre (“Para cantar tangos vas a tener que enamorarte, después desenamorarte y vomitar”) o la del mismo Donvi sobre el rock argentino (“Manal y Vox Dei son gambetas del rock sinfónico. Es como el fútbol que lo inventaron los ingleses, pero los argentinos inventamos las gambetas”). Y también, de las otras, de la música. Lo que evita Charco es la repetición, para privilegiar el versionado. Los autores resignan su propia autoría para concentrarse en la del otro y conseguir un efecto de novedad –y también de cierto extrañamiento- sobre lo conocido. Así, Drexler versiona a Cabrera (“El tiempo está después”), Páez versiona a García (“No soy un extraño”), Pandolfo a Nebbia (“Vamos negro”), Sofía Viola a Gilda (“Fuiste”) y Fattoruso a Mateo (“Nombre de bienes”). Pero si hay dos versiones que se despegan del resto, hay que detenerse en la conmovedora -¿y mejor que la original?- relectura de “Quedándote o yéndote” con FerIsella al piano y Vera Spinetta cantando; y en “La guitarra” ese tema festivo de Los Auténticos Decadentes que Pablo Dacal transforma en el piano, en una pieza melancólica y brillante, resaltando lo que el ritmo ocultaba.

* Charco logra en ese ejercicio de búsqueda, despegarse de lo que su nombre pareciera invocar (quietud, limitación, pequeñez). Por el contrario, reasume las condiciones del origen: más que la referencia al torrente sanguíneo y al árbol genealógico que señala en algún momento, se construye como un río que fluye y al que hay que remontar hacia el inicio para comprender la totalidad y los detalles de sus corrientes, sus meandros, sus bruscos cambios de velocidad. El final nos muestra a Dacal y su coequiper Martín Buscaglia perpetuando el duelo de la payada que ya no escuchamos, sobre una canoa que se atreve al río ancho, buscando cruzar otros charcos, remontando el curso de la música, quizás, en otras tierras en las que seguir hallando los primeros trazos de nuestra cultura.

Charco (Argentina, 2017). Dirección: Julián Chalde. Guion: Martín Graziano. Fotografía: Alejo Maglio. Duración: 75 minutos.

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