Del dramaturgo Patricio Ruiz, quien hace unos largos meses apenas gestó la irreverente Chancha coraje, llega este pájaro que es cualquiera porque no es gaviota, como lo era la emblemática obra de Chéjov. Es que es con ese clásico con el que dialoga esta pieza de solo tres personajes -diva, actriz y director-, animada por las ínfulas del desacato. En un salón amplio, con una cocina al fondo –como todo en Chéjov, tras bastidores- una vieja gloria del espectáculo espera con impaciencia y resolución. Junto a ella, la recién llegada, aniñada y entusiasta, sucumbe a los estragos de esa entrega desmedida a su vocación. Ruiz las sitúa en un espacio despojado, habitado tan solo por una silla que sirve de apoyo y referencia, que separa ese mundo de ensueños y frustraciones de las grises realidades de los espectadores.
El lenguaje es una de las claves de la puesta en escena. Mientras la joven Cecilia recita el monólogo de Nina en La gaviota -que preparó para esa inusual audición-, sus palabras despiertan a ese dramaturgo de cabeza vendada y corazón herido, para el que la ficción solo ha dejado un “pum” en su cabeza y algunos recuerdos desperdigados. Custodiado por su hermana/madre en una habitación invisible, su salida es el llamado a un lenguaje que no alcanza, que pierde palabras a medida que encuentra definiciones. La madre es custodia de ese silencio, de esa impuesta armonía que exige para recuperar algo del brillo perdido en algún recoveco de antaño.
Frases que adquieren una sonoridad potente, un significado provocador, una forma de desnudar aquello que se evoca al sugerirlo y no nombrarlo. Los diálogos de Ruiz exploran esa referencia indirecta que fue el alma de la renovación de Chéjov, aquella que aleja al drama de su explosión y que distancia las emociones para invocar la reflexión. El contrapunto entre la señorial Blanca y la ingenua Cecilia (ecos de Irina y Nina en la imaginación de Chéjov) encuentra en las presencia de las actrices, los recorridos de sus movimientos, la potencia de sus voces, la más austera de las resoluciones, sin necesitar más para decir lo justo.
La entrada de la cabeza de pájaro resulta el guiño más iconoclasta a Chéjov y la humorada más estridente de una pieza que funciona de manera aceitada, que aprovecha con inteligencia los espacios, que habla del presente –nombrando tanto el ajuste como el conurbano- y que pone en tensión las diversas formas del teatro, desde la improvisación hasta el calculado histrionismo de la pompa más tradicional. Esos tres personajes –destaca la presencia de Armenia Martínez como Blanca, tanto en la forma de tensar sus diálogos con cierta ironía, como el canto a capella que resulta sugerente- desbordan las composiciones de Chéjov en sus múltiples referencias, desde las shakesperianas del original -las de la tragedia y el pasado- como las contemporáneas, con la lectura de los crucigramas imposibles de llenar, las noticias que podrían ser de los diarios, la cotidianeidad enferma de dominios y desigualdades.
Nacida como una idea en un taller en la Ciudad de México, desarrollada como ejercicio en 2015 en Panorama Sur bajo la coordinación de Alejando Tantanian, y representada como parte del espectáculo Divinas glorias, la obra ha crecido en desarrollo y envergadura para esta temporada en el Teatro del Pueblo. Ese espíritu de “ronda”, de juego de estancias en la que cada uno anticipa y desencadena los sentimientos del otro, sigue intacto. Las risas y el gesto desprovisto de solemnidad siguen siendo los pilares de la mirada con la que Ruiz ha decidido volver a sorprendernos en pleno vuelo. Como un pájaro cualquiera.
Un pájaro cualquiera. Dirección y dramaturgia: Patricio Ruiz. Asistencia de dirección: Francisco Lachavanne. Intérpretes: Armenia Martínez, Natalia Carmen Casielles, Martín Amuy Walsh. Escenografía: Giselle Vitullo. Iluminación: Nadia Farías. Vestuario: Javier Mayer. Canciones: Eduardo Jorge Barrientos. Duración: 53 minutos.
Teatro del Pueblo. Viernes 21 horas.
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