Suena un despertador en un cuarto mínimo, apenas iluminado por una estufa eléctrica. Lucho (Pablo Cedrón) se despierta, maquinalmente se pone un cuello de lana, las botas y arranca el día. Así se inician todos los días del protagonista de Boca de Pozo, la segunda película del director Simón Franco.
Filmada íntegramente en Comodoro Rivadavia, la historia da cuenta de las «dos vidas» del protagonista, un trabajador del petróleo que pasa la mayor parte del tiempo en el campamento (la torre) incorporado a una rutina de trabajo mecánica, predecible y, por eso mismo, extrañamente tranquilizadora.
Lucho comparte el tráiler del campamento con Gary (Nicolás Saavedra) un joven chileno con quién más que una rutina de trabajo ha desarrollado una relación que fluye en armonía. Los días se suceden iguales hasta que una mañana una huelga con abandono del lugar de trabajo los hace volver a casa. Entonces, el relato se parte en dos.
Lucho tiene una esposa, un hijo, una novia (un amor), una casa confortable -que hay que terminar-, una madre, varias deudas de juego, dos celulares, una gran angustia frente a la vuelta a casa que sólo puede enfrentar con una línea de cocaína encima.
De pronto este hombre es otro hombre, la simpleza de los días predecibles desaparece y frente a él no queda nada de dónde agarrarse. Apenas llega a la ciudad visita a su novia y es con ella con quien juega un «escape hacia el futuro» (la posibilidad de irse juntos a Neuquén); ella, desde una lógica absolutamente práctica, le responde que «acá ya tenemos todo armado», su vida, la de ella, y él no se rinde. «Podemos armar todo de nuevo en cualquier lado», le dice y en esa escena se cuela con sutileza su hartazgo, su queja mansa y resignada como casi todo en él.
Después solo le queda volver a casa donde lo esperan los reproches y los planteos; algunas cosas se han salido de control: las deudas de juego, la existencia de otra mujer, la ausencia de un hombre en la casa y así. Lucho no responde, no enfrenta, sólo se va. A esto le sucederá una noche de casino, el encuentro con Gary en un karaoke donde se emborracharán casi hasta el desmayo y la vuelta a una casa familiar en dónde no logra encajar. En el ínterin, Lucho, borrachísimo, le dejará cientos de mensajes a su novia. El personaje parece llegar un clímax de patetismo y soledad que, finalmente, acepta.
En algunos momentos, Boca de Pozo parece dialogar con Liverpool de Lisandro Alonso, pero hay algo en la película de Franco que no termina de cerrar: una cierta asepsia de las sensaciones que en el relato de Alonso eran absolutamente demoledoras.
Pablo Cedrón es una máscara que por momentos se caricaturiza en gestos poco felices y la expresividad de su rostro aparece desaprovechada en una construcción demasiado rígida. Este recurso se hace evidente en la escena en la que Lucho le regala un juego de video a su hijo y un atisbo de disfrute se percibe en su mirada al ver al niño contento pero, cuando se aleja y lo observa a la distancia, su rostro expresa una extrañeza absoluta frente a toda la situación, frente a ese lugar, a los roles que ocupan, frente a esa vida. Ese es un tono muy preciso que casi no aparece en el resto del relato y que da cuenta perfectamente de la tesis que impulsa la película: esa marcada ausencia de los hombres con trabajos que los obligan a pasar largas temporadas lejos de su familia, la imposibilidad de construir vínculos, la ajenidad que le produce todo aquello que, en teoría, ellos han construido y deberían referenciarlos.
Finalmente la huelga se levanta, Lucho vuelve al tráiler, al despertador, a la estufa eléctrica, al cuello de lana, a las botas y a la torre. La vida sigue y nada cambia ni se resuelve.
Boca de pozo (Argentina, 2014), de Simón Franco, c/Pablo Cedrón, Nicolás Saavedra, Paula Kohan, 82′.
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