IDA-PAWEL-PAWLIKOWSKI-pixelon-680x962La belleza de Ida es pasmosa. Simultáneamente, el periplo de las protagonistas (porque son dos) es tan clásico que ambos elementos se combinan para dar una película hermosa y nítida, mucho menos esteticista –y nada radical- de lo que puede parecer a simple vista (lo es, pero sin ademanes ampulosos, ocultando incluso ciertos excesos en el marco de esos cuadros que son cada uno de sus planos). Si enumerara las sorpresas sobre su identidad que le esperan a Ida a lo largo de la película no sólo revelaría detalles que conviene resguardar,  tratándose -como se trata- de una película que le da mucha importancia a su intriga; también pensarían de inmediato en la acumulación de peripecias típicas del melodrama, y un cinéfilo viejo o compulsivo o ambos podría acordarse, si quiere, de Narciso negro de los británicos Powell y Pressburger, otra de explícita belleza, brutal y colorida en su caso, y de tantas otras películas con monjas y revelaciones, trascendentes o no.

La película de Pawlikowski es cristiana y eso no sorprende tratándose de un país tan católico como Polonia. Al menos, es católica la elección de su protagonista. El trayecto que la lleva a tomar esa decisión es el que la película se encarga de mostrar y justificar, valiéndose del instrumento argumental del viaje, que es el que emprenden la joven y su tía judía, otrora fervorosa militante comunista y fiscal del Estado. El fabuloso blanco y negro de la película, unido al itinerario de los personajes, recuerdan fuertemente a las road movies que filmó Wim Wenders durante los 70 (Alicia en las ciudadesEn el transcurso del tiempo), en los que la libertad olvidadiza del viaje, la intimidad con el compañero, el goce del tiempo dilapidado con cada kilómetro recorrido, y la sensación de que cualquier lugar puede ser habitado en cualquier momento, transportaron a los espectadores como nunca antes, aunque todo aquí es menos laxo. Eran las vísperas de la globalización y esas ficciones marcaban el fin de la aventura (salvo para Herzog, que se las ingenió como nadie para prolongarla, no sin el costo de trocar lo trágico por lo ridículo, o lo sublime por lo grotesco).

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Ida la descubre viajando al pasado pero no haciéndonos sentir el peso de una tradición cinematográfica como jerarquía solemne. Son muchas las relaciones que la película invita a establecer con el cine polaco en particular (pienso en Madre Juana de los Ángeles, de Jerzy Kawalerowicz) y con el de Europa del este en general, pero el periplo de su protagonista es el universal del héroe que se encuentra a sí mismo; la duración de los planos no es excesiva y acaso su más original aspecto formal no estorba en lo más mínimo el desarrollo del relato sino que incluso lo airea, además de materializar sentidos. Me refiero a la decisión de elevar la cámara de modo que las cabezas de los personajes ocupen a menudo el borde inferior del cuadro, liberando todo el resto para que sea ocupado por paredes, techos o cielos; para que sea ocupado, básicamente, por la luz. Elevación de la cámara, foco en las alturas e iluminación de tres cuartas partes del cuadro, a lo que se suma la pantalla “cuadrada” y la composición vertical de los planos.

Pese al cristianismo, o catolicismo, escogido por el personaje y en buena medida por la película, la sabiduría a la que accede Ida, y la decisión que toma mediante ella, parece más de cuño existencialista ateo que cristiano. Comprende la experiencia sexual, en lo que me parece el costado más débil, más superficialmente embellecido, más contemporáneo, incluso, de la película (un plano subjetivo en los baños responde menos a la mirada del personaje que a la pictórica de la puesta en escena, en un momento en que parecía más pertinente priorizar el funcionamiento psicológico del personaje que el estético), y también el suicidio como planteo filosófico resuelto a través de una secuencia de montaje, destinada a mostrarnos la pérdida del deseo, que incluye un plano con humo de cigarrillo a través de un vidrio digno de figurar en una genealogía precedida por unos cuantos de Wong Kar-wai, alguno mucho más concreto de Historias crueles de juventud, de Nagisa Oshima, y varios de Nicholas Ray en el más lírico technicolor.

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Barbara (Christian Petzold, 2012)

El arraigado antisemitismo polaco, los asesinatos cometidos durante la Segunda Guerra, la reparación ilegal de esos crímenes, la ausencia de un Estado que los aclare (apuesta política por la impunidad que sigue caracterizando a Europa, tanto más expuesta ahora cuando países como el nuestro exponen el paradigma opuesto), y otros aspectos indudablemente políticos aparecen aquí supeditados a una voluntad estética que se siente más cómoda resolviéndolos en el ámbito privado y sublimándolos estéticamente, de manera que el viaje de esta película al pasado de su país no asume el rigor dramático de ficciones de Christian Petzold como Bárbara, otra película con nombre de mujer, y las diferencias acaso radiquen en la distancia entre la religiosidad de una –en el marco del particular catolicismo cinematográfico polaco, que funcionó como factor de resistencia al realismo socialista soviético- y el materialismo de la alemana, en la que hasta la espiritualidad del arte pictórico canonizado es sometida a una disección analítica que en vez de erradicar el misterio lo revela como secreto.

Ida (Polonia/Dinamarca, 2013), de Pawel Pawlikowski, c/Agata Kulesza, Agata Trzebuchowska, Dawid Ogrodnik, Jerzy Trela, Adam Szyszkowski, 86′.

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