Jack Strong: El cine como agente de la historia, por Gabriela López Zubiría.
La cuarta película del director polaco Wladyslaw Pasikowski también revisa la historia reciente de Polonia. Cerdos (1992) se ocupaba de miembros de la policía secreta que en la etapa que perdieron sus privilegios después de la caída del comunismo y se enfrentaban al desprecio de sus compatriotas. Poklosie, de la complicidad de Polonia durante el Holocausto, desde la mirada de un granjero católico que investiga lo sucedido en su aldea. Jack Strong, de la historia del coronel Ryszard Jerzy Kukliński, que en 1972 se convierte en informante de la CIA debido al descontento instalado en la región tras la durísima represión soviética de los trabajadores polacos de la ciudad de Gdansk en 1970.
Kukliński llegó a ser el jefe de una división de planificación del Ejército polaco durante la era comunista, a la vez que oficial de enlace con los militares soviéticos, por lo que tenía un conocimiento bastante amplio de las fuerzas polacas dentro del Pacto de Varsovia y acceso total a material altamente clasificado. Durante su carrera como espía, entre 1971 y 1981, le pasó a la CIA microfilms de nada menos que unas 40.000 páginas de documentos secretos del Pacto de Varsovia, básicamente de procedencia soviética. Estos documentos describían, entre otras cuestiones, los planes estratégicos de Moscú respecto al uso de armas nucleares, un manual de 300 páginas sobre guerra electrónica, información sobre la disposición de la URSS a invadir un país del sur (que resultaría ser Afganistán, en 1979) y hasta planes para algo que tocaría de cerca al propio Kukliński, la eventual implantación de la ley marcial en Polonia, hecho que finalmente sucedería en 1981.
En un gesto de honestidad intelectual, el director deja sentada su postura ante la historia al iniciar el relato con una cita de Winston Churchill: «desde Trieste hasta el Adriático una cortina de hierro descendió por todo el continente (…) la cortina de hierro soviética», y da cuenta de la divisoón binaria del mundo que supuso la Guerra Fría. Por un lado, la Unión Soviética «miembro del grupo esclavizado» y, por el otro, «el mundo libre bajo el liderazgo de los Estados Unidos». En ese contexto se da la carrera armamentista y la amenaza de una guerra mundial, una guerra nuclear. No hay pretensiones de objetividad y el «basado en hechos reales» se convierte en parte de la ficción a la que podemos llamar «histórica».
La película dura poco más de dos horas. El tono moroso atenta en algunos casos contra la dinámica del relato, compuesta por un discurso lineal y predecible centrado en el «tempo» de la angustia y el peligro inminente que se cierne sobre el protagonista y su familia, opacando toda la secuencia de la salida de Polonia, que hubiera sido un gran final. La construcción icónica -desde el uso de la luz y los ambientes a la construcción de los planos- remite al imaginario cinematográfico que, con los años, hemos construido sobre cómo se veía el mundo detrás de la cortina de hierro, manteniendo intactos los cánones de «película de espionaje en la guerra fría». Y eso es un gran acierto. Hay una precisión detallista hasta el paroxismo en la recreación de época, tanto en los interiores (sobre todo de los espacios institucionales) como en la muy efectiva persecución por las calles de Varsovia.
Epílogo. El coronel Ryszard Jerzy Kuklinski sigue generando conflicto en Polonia, para algunos es un traidor y para otros un legítimo héroe nacional. Falleció de un ataque cardíaco, a la edad de 73 años, en un hospital de la ciudad de Tampa (Florida, Estados Unidos) en 2004. Sus restos fueron trasladados a su natal Polonia y fue enterrado con honores militares en Varsovia el 19 de junio de 2004 junto a su hijo Waldemar, quien había sido asesinado a tiros por un conductor desconocido a mediados de 1994, en un hecho confuso que algunos adeptos a las teorías conspirativas adjudican a la venganza de antiguos agentes soviéticos. Su otro hijo, Bosuglaw, había desaparecido en enero de ese mismo año, también bajo circunstancias no del todo aclaradas, mientras se encontraba realizando una expedición de buceo en el estado de la Florida. Su cadáver nunca fue hallado.
Jack Strong (Polonia, 2014), de Wladyslaw Pasikowski, c/ Marcin Dorocinski, Maja Ostaszewska, Patrick Wilson, Dimitri Bilov, Dagmara Dominczyk, Oleg Maslennikov, Krzysztof Globisz, Ireneusz Czop, Miroslaw Baka, Pawel Malaszynski, Krzysztof Pieczynski, Zbigniew Zamachowski.
Pequeños Instrumentos: Sobre la (i)rreproductibilidad técnica, por Paola Menéndez.
El arte es magia liberada de ser verdad.
T. Adorno
Un aspecto atendible del documental de Edyta Wróblewska es esa especie de empecinamiento y curiosidad infantil con el que la cámara dispone y retrata las interacciones entre los músicos y los instrumentos que ellos re-crean. En efecto, la película retrata la historia de una banda de músicos llamada Male Instrumenty, en una trayectoria de búsqueda, producción y revivificación de los sonidos.
Pawel Romanczuk, uno de los músicos, construye una arqueología sónica urbana. En la imagen de apertura lo vemos, justamente, surfeando escuadriñante la chatarra en un basurero local. Recoge de entre las ruinas un puñado de tornillos, varas de hierro y algunos otros objetos que nosotros no podemos identificar. En oposición, Pawel ya ha visualizado todo lo que necesita; de hecho, podría decirse que incluso puede hasta oír esas pequeñas piezas en su mente. La relación intertextual con la popular anécdota de Miguel Ángel[1] resulta un innegable manifiesto del documental, desde esa escena inaugural que subyace inmanente durante todo el metraje.
Posteriormente, en el interior de una casa, un estudio, o incluso un garage, se destilan toneladas de amor por la música, traducido en actos de producción artística perpetrados en pequeñas dosis. Los músicos construyen instrumentos atípicos con sonidos nuevos, cálidos, extraterrenales. Cada juguete infantil viejo, desvencijado, re-vive convertido en música bajo un aura restablecida por manos de artesanos (un propósito mejor que Toy Story). En ese sentido, vale el procedimiento con el que se sostiene que los sonidos no refieren a ningún objeto externo, sin desdeñar tampoco la dimensión histórica de los instrumentos que la ejecutan. Para ello, resulta apreciable el excelente trabajo de cámara y la cuidada fotografía, generadores de atmósferas experimentales, rituales y misteriosas.
En un tono cómplice y lúdico, el documental muestra dónde subyace la auténtica paradoja de la música que, según lo explicaría Theodor Adorno, «en su esfuerzo por lo no intencionado, se despliega únicamente haciendo uso de lo intencionado». Entonces, el trabajo sobre los materiales es inseparable de la creación artística, y es permanentemente abordado como conflictivo, grado cero de la música. Así resulta posible trazar, desde la propuesta inherente de la película, una especie de «cartografía estética» dónde problematizar y discutir algunos tópicos clásicos: la metáfora de la ruina (en la recuperación de los objetos), el aura, la producción serializada, la automatización de la experiencia, el arte mercantilizado y otros tantos.
La potencia de esta película no reside en que aborde abiertamente todos estos contenidos sino, más bien, en que da cuenta de la materia sobre la que están construidos. La magia con la que se retrata el proceso creativo (que, a veces, tiende a la fantasmagoría) configura una polifonía integral, en la medida en que genera un-otro-espacio habitado y entretejido de tiempo, oscilaciones y movimiento.
La escena final de la performance, del concierto propiamente dicho, delata esta extraterritorialidad configurada por la música. Los artesanos re-producen un mundo mítico que retrotrae a la música a su función ritual y nos arroja de manera inexorable y dulce en ese marco postlingüístico donde cualquier criticidad ya es, a esa altura, perenne.
Pequeños instrumentos (Małe instrumenty, Polonia, 2013) de Edyta Wróblewska, 28′.
[1] Nos referimos a la narración en la que se cuenta que Miguel Ángel pasaba a través del mercado en donde se ofrecían todo tipo de mármoles cuando vio una hermosa roca y se figuró una obra de arte, de modo que preguntó por ella. El propietario le dijo: «Si quieres esa roca te la puedes llevar gratis porque ha estado ahí tirada ocupando espacio, y en doce años ni siquiera han preguntado por ella; yo tampoco creo que se pueda aprovechar». Miguel Ángel se llevó la roca, la trabajó durante casi un año e hizo una de las estatuas más bellas que hayan existido nunca.
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