Por Eduardo Rojas
“Yo soy loco” (I am mad) confiesa el protagonista del documental de Tokman desde el tatuaje que ilustra su espalda; pero también, jugando con la ambigüedad, reafirma su yo con las iniciales de su nombre grabadas en el mismo tatuaje: Miguel Angel Danna, un hombre que vivió más de la mitad de su vida, desde que sus padres lo incorporaron a su propia vida hippiesca e informal , dentro de la realidad paralela de una secta.
Miguel Angel Danna es loco, no en el sentido clínico del término; como su padre, como sus hermanos ha vivido en el lábil borde de la sociedad que contiene a los que intentan modos alternativos de vivir. Lo que diferencia a Miguel Ángel de tantos otros es que él no eligió su alternativa. Tal vez eso le permite distanciarse y reflexionar sobre su propia locura y la locura ordinaria que nos es común. La vida bohemia de los caminos, la rutina de la no rutina, la utopía de la liberación interior que se convierte en distopía desde que Miguel Ángel y su familia ingresan a la secta instalada -¿Adónde si no?- en las sierras de Córdoba y, sobre todo, desde que una de sus hermanas pequeñas muere en un accidente. Búsquedas, huidas, dolor apenas disfrazado o tolerado, un permanente cuestionamiento acerca de la identidad, todo eso es la vida de Miguel Ángel, que está loco pero tal vez no; su viaje interior, su camino fuera de la ruta habitual actúa como un espejo deformante de nuestras vidas .
El director narra en una primera persona indiscernible de la de su protagonista. Tal vez allí esté el mayor mérito de su película. Tokman es Miguel Ángel, Miguel Ángel es Tokman. Los dos están locos, lo saben, lo proclaman, saliendo del diagnóstico individual hacia el síntoma social. La locura es un arma cargada de futuro.
I am Mad (Argentina, 2013), de Baltazar Tokman,72’.
Como una piedra, China permanece. Los enormes escenarios estáticos que Jia Zhangke fotografía registran paisajes desolados, grandes llanuras o zonas de montaña, construcciones humanas inacabadas o derruidas en donde la ocasional figura del hombre se pierde empequeñecida, escondida en el escenario enorme, inhumano como en la pesadilla de un pintor surrealista. Película a película Zhangke filma esa humillación, ese ocultamiento de lo humano. El romanticismo es occidental, el iluminismo también; el pesimismo es universal, pero quizá tenga su más acabada expresión histórica en el Oriente tutelado por la figura del Buda, anterior, comprensiva y tal vez subsistente a toda dialéctica y todo cambio.
No obstante, dentro de esta rutina de hombres aplastados por la máquina del tiempo, el poder y la naturaleza, hay un cambio que enlaza los cuatro episodios en que está dividida A touch of sin: la violencia, ya no como partera de la historia sino como revuelta inútil de cada protagonista con su destino; ya se trate del minero que emprende una lucha solitaria contra la corrupción –un hermano oriental del Travis Bickle de Taxi driver-, el sicario trashumante, la recepcionista del sofisticado prostíbulo transformada en una Némesis escapada de algún film de Kim Ki Duk, o el joven que huye tanto de su madre como del trabajo, partes de una misma ecuación de sometimiento; todos ellos harán un estéril gesto de rebelión traducido en sangre, muerte y ordalía. Hombres pequeños que tiñen la pantalla de rojo, recortándose fugaz e inútilmente del telón inmóvil de una historia y un destino que permanecerán para siempre quietos, inmutables, iguales a sí mismos.
Un toque de pecado(Tian zhu ding, China / Japón, 2013), de Jia Zhang-ke, 129’.
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