Paráfrasis (extraída de un intercambio de correos electrónicos. Vil romance me gusta más que Vikingo. La relación directa, epidérmica, con Wake in Fright viene porque Campusano mencionó lo mucho que lo había marcado esa película. Esta última es mucho más cerrada que ambas, con un background industrial mucho más evidente, pero las de Campusano son un revulsivo dentro del cada vez más codificado (sea por la «industria» o por las escuelas) cine nacional, y a mí las anomalías me interesan más que los estándares, además de que me parecen mucho más significativas.
Yo no creo que los personajes de la película sean, ni quieran, ni deban ser ejemplares, pero mucho menos que sean unos hijos de puta, refinados y autoconcientes. Hay, a lo sumo, una hijaputez primaria, visceral. Por otro lado, a mí sí me parece que el tema de los códigos de conducta es un asunto central en la película. La conducta y el modo de vida de Aguirre no son exactamente los mismos que los de Vikingo, por más que los dos sean motociclistas.
Y está claro que los motociclistas funcionan como una comunidad aparte, casi tan aparte que prácticamente no hay personajes exteriores a ella. Después están los distintos tipos de pibes. Me refiero a los hijos del Vikingo, a quienes pareciera querer criarlos para que trasciendan su medio, casi como en una obra de Florencio Sánchez y, por otro lado, los que venden paco.
Todo dentro del marco de la singularidad un poco inconmensurable de ese microcosmos que, como todo grupo autosuficiente, de identidad iconográfica fuerte, destila simultáneamente indiferencia y desprecio hacia el resto de los mortales indistinguibles a simple vista, o favorece esas impresiones en todos aquellos que no despliegan o exhiben tan abiertamente -porque todos lo hacemos- sus marcas de pertenencia, sólo que de maneras bastante más naturalizadas por el entorno social en el que nos movemos.
Pero más allá del tema de los códigos morales, está la puesta en escena, que es de una intensidad desusada que nos hace estar ahí, que se nos impone, lo que no deja de ser una violencia. Y ahí entra también esa fascinación por la excepcionalidad que siente Campusano, y que para mí es una de las señas particulares del arte. Esa que refleja el costado extremista, asocial, peligroso o, tal vez, solamente ajeno, escondido, domesticado de nosotros mismos.
No sé si acá corre el concepto de perdón. No sé si la película perdona a Aguirre, porque no se priva de hacerle pagar por lo que hace, pero está claro que le tiene más simpatía (o hace que nosotros se la tengamos por una cuestión de identificación dramática), porque Aguirre es uno de ellos, y ahí viene esa noción férrea de pertenencia que tiene la película y que me parece uno de sus aspectos más complejos y jorobados.
Pero Aguirre es, incluso, una excepción (oscura) dentro de ese grupo ya de por sí excepcional. Creo que la de los diálogos es, acaso, la dimensión más fascinante de la película. Incluso la más indescifrable para mí, en el sentido de que hay una cantidad de discursos heterogéneos formando una trama tan rica, tan rara, que la creí fruto de un guión trabajado literariamente y se corresponde, en realidad, con la forma de ser y de hablar de los no actores.
El tema de los flashbacks, así como algún fundido, es algo que me sigue haciendo ruido, pero hasta en la elección de esos recursos que, para mí, tienen algo de fallido o, más bien, de ensayo y error como método de aprendizaje en campo (de batalla o de rodaje) de la retórica cinematográfica, la película me estimula a pensar mucho más que otras en las que esas mismas decisiones de puesta en escena lucen acabadas y efectivas.
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