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Por Gabriel Orqueda.

En un futuro no muy lejano, cada una de las líneas de este texto podrán sostener con firmeza las afirmaciones en ellas vertidas o, lo que es más probable, caer en las más variadas contradicciones y desdecirse por completo. Lo cierto es que acaba de empezar el Bafici, con todo lo que eso implica: muchas películas en muy pocos días, lo cual hace imposible una cobertura total del evento; pocas horas de sueño, mucha ingesta de café (el mejor amigo del cinéfilo, o al menos el mío) y una escritura compulsiva y acelerada, generada entre los pocos minutos que hay entre película y película o al final del día, cuando el cansancio nos arrincona contra las cuerdas y tratamos de dar cuenta de las experiencias de cada jornada.

Desde que asisto al Bafici (año 2002), este es el primer año en el que estoy acreditado. Las razones son dos: el año pasado empecé a ejercer la crítica de cine publicando textos regularmente en este sitio, más algunos que ya tenía publicados en el blog del cineclub que llevo adelante desde el año 2011 en la zona sur de la provincia de Buenos Aires. La segunda razón tiene que ver con el incremento en el precio de las entradas (20 y 26 pesos), que representa un presupuesto considerable para aquel espectador que se dispone a ver unas cuantas películas, lo que es habitual en la mayoría de los casos que conozco. Todos ven al menos diez. Estar acreditado me permite ver de manera gratuita las funciones matutinas de prensa y sacar tres entradas por día, también gratuitas. De otro modo, probablemente terminaría viendo bastante menos películas. A esto debe sumarse el cambio de sede (antes el Shopping Abasto, desde el año pasado el Village Recoleta, ubicada en una zona bastante más exclusiva que repercute en los precios de los productos que uno pretenda consumir en los locales de venta de comidas y bebidas que la rodean). Los esfuerzos del festival por sostener la identidad y la calidad que han sabido obtener a lo largo de los años, a pesar de la incidencia de la inflación y la devaluación del dólar sobre el costo de las películas, son meritorios y merecen ser destacados. La programación es abundante y variada (siempre lo fue), y nos permite conocer, como cada año, la obra de directores poco o nada vistos, como en este caso la portuguesa Rita Azevedo Gomes y el brasileño Cao Guimaraes, de quienes nos ocuparemos más adelante. Los libros editados, que este año son dos y no tres como en ediciones pasadas, son notables, sobre todo el que reúne los textos de Serge Daney sobre tenis, probablemente -y acá me dejo llevar por ese amor irrefrenable que yo también tengo por este deporte- el mejor libro editado por el festival en toda su historia. Pero ese es tema para un próximo texto.

Vayamos ahora a las películas, que son las que realmente importan y las que nos convocan: el día empezó temprano con la proyección de La última película, de Raya Martin, una película sobre el fin del cine, o más bien sobre el fin del celuloide como materia prima del cine. Los dos protagonistas, un director y su asistente, se trasladan a la tierra de los Mayas (Yucatán, México), quienes profetizaron el final de todo, para evaluar las posibles locaciones de su película testamento. La impostura y la autoconciencia de Martín, y la idea, poco novedosa a esta altura, de que todo es plausible de ser filmado ya había sido abordada por Godard en su reciente Film Socialisme, e incluso en películas anteriores. Y la idea del fin de una forma de hacer cine tal como se lo conoció en distintas épocas, no sólo la había desarrollado Bogdanovich en los sesentas con su The Last Picture Show, conocida también como La última película, aunque en realidad se trataba de la última función que ofrecía el cine de la ciudad, sino que la corrigió y la mejoró más adelante, en Texasville, con un breve y hermoso travelling que mostraba al mismo cine completamente abandonado. No hacía falta decir nada más. Llena de texturas y recortes, de desprolijidades deliberadamente calculadas, La última película de Martín es, paradójicamente, una película que ya se ha hecho antes y mejor.

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Luego vinieron una sorpresa y una decepción. La sorpresa la trajo la ópera prima de Iain Forsyth y Jane Pollard, 20.000 Days On Earth, un retrato múltiple del carismático Nick Cave, quien gracias a su forma de caminar, pisando casi siempre con la punta de los pies, su rostro duro y definido que recuerda al de Sam Neil en In the Mouth of Madness de Carpenter, su voz grave y gastada y su histrionismo a la hora de tocar en vivo, se adueña de la película tanto como los propios directores. Las canciones incluidas son hipnóticas y hermosas por sí mismas y por la enorme personalidad del músico y actor que todo lo hace suyo. Nick Cave es todo y es todos, juega a ser otro y por momentos lo es. Los veinte mil días que lleva vividos en la tierra le han hecho comprender que no hay nada seguro, que nada permanece en su lugar para siempre. El plano final, en el que Cave nos despide sin decir nada, mientras el mundo detrás suyo tambalea, justifica su modo de habitarlo día a día.

La decepción vino por el lado de la mencionada Rita Azevedo Gomes. El cine portugués viene teniendo una presencia importante en los últimos años y la expectativa por conocer la obra de esta directora era grande. A vingança de uma mulher es una película que no disimula en absoluto su naturaleza teatral y que tiene poco y nada de cine. Lo artificial de los decorados, la modulación de los actores, el distanciamiento constante y la clara conciencia de lo que se está filmando contrastan con lo que el intenso y abstracto plano rojo del comienzo prometía: una historia de amor, de locura y de muerte. El mayor problema, sin embargo, no es ese, sino lo que la directora parece hacer con su película al disfrazarla de tragedia filmada sobre un escenario inmóvil (abundan los planos fijos que remiten a la posición del espectador teatral), obligándonos a descubrir aquello que tiene de cinematográfico allí donde no lo hay, lo cual se evidencia, a su vez, en los pocos planos de exteriores en los que la historia parece respirar y liberarse de su pesada herencia, cosa que finalmente tampoco logra. La retrospectiva dedicada a esta directora permite aventurar un mejor futuro, más allá de que el encuentro inicial no haya sido nada satisfactorio.

El Bafici sigue y queda mucho por ver y descubrir, como la inesperada vocación musical del jefe de gobierno de la ciudad, Mauricio Macri, a quien se lo puede ver en las publicidades que anteceden a las películas acompañando, guitarra en mano, al grupo Tan Biónica. Hasta ahora, la sorpresa más divertida y bizarra del festival.

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