era-el-cieloEl panorama se presentaba aterrador: coproducción entre Argentina, Brasil y Uruguay; la actriz brasileña Carolina Dieckman, protagonista de un sinfín de novelas televisivas vistas por acá, más el Chino Darín en modo psycho-mudo, más guion de Lucía Puenzo, más Sbaraglia, que en ocasiones acierta con el registro actoral y en otras parece dar la impresión de no querer estar ahí. Sin embargo, Era el cielo resultó ser una grata sorpresa. En principio porque su director Marco Dutra logró sortear con inteligencia los condicionamientos que suelen arrastrar este tipo de coproducciones. Condicionamientos que muchas veces surgen cuando la interacción forzada de los diálogos se hace evidente. ¿Qué hizo Dutra, entonces? Hizo prevalecer el silencio,  trabajó con la puesta en escena desde la superficie, desde el vacío.

Nada de lo que se ve en Era el cielo importa. El eje central de la película no está en la imagen, sino en lo que la rodea: las voces en off de la pareja protagonista, para decir, casi a modo de confesión, lo que no se puede decir de frente, la distancia de los cuerpos que esas voces establecen, los sonidos del exterior, el afuera como un todo amenazante, pero fundamentalmente el cielo como techo que nunca va a desaparecer, como límite infranqueable que condiciona la existencia, conclusión a la que el propio Sbaraglia llega después de un largo proceso interno que lo lleva del silencio y la quietud a la furia y la explosión, para luego volver a callarse.

Era el cielo es una película sobre lo atroz de estar vivo. Las voces en off, que modulan su tono calmo pero desesperado, son las que importan, la separación interna -y del otro- que estas revelan, en manifiesta y ostensible oposición al sin sentido de la palabra sobre el que se construye la relación de la pareja protagónica, el miedo y la angustia por el devenir de lo que parece quieto, inamovible, paralizado. El resto es vacío y superficie.

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Con La Flor me pasan varias cosas, y casi ninguna es buena. En principio me pasa que todo lo bueno que tengo para decir de la nueva película de Llinás ya lo dije antes, ya lo han dicho otros: que sabe narrar como pocos, que sabe dosificar la información para que el tiempo pase y uno no se dé cuenta, que es un gran inventor -y traductor- de historias, que sus actrices son increíbles y hermosas. Lo eran en Historias Extraordinarias las dos hermanas (Lola Arias y Mariana Chaud) y Lola Gallo (Ana Livingston), y lo son acá las integrantes del grupo de teatro Piel de lava (Pilar Gamboa, Laura Paredes, Elisa Carricajo y Valeria Correa). Increíbles y hermosas en sí mismas, pero también por el modo en que Llinás las construye, las habla. Me pasa que la expectativa era muy grande, tan grande que el año pasado escribí un texto sobre el tráiler que Llinás dio a conocer a modo de adelanto, y que tal vez por esa misma razón la decepción sea mayor.

Me pasa que La Flor no es una mala película sino que es demasiado perfecta. Y creo que esa justeza casi inobjetable de la forma es lo que le quita emoción, lo que la vuelve fría, lo que hace que ni siquiera en los momentos de mayor clímax la película vibre. En esa búsqueda de perfección, el cálculo y la técnica terminan imponiéndose a la aventura de la narración.

la-flor-imagen-webEntonces, ¿qué hay de nuevo en La Flor? Esta vez el universo de Llinás se abre, su poética pampeana se extiende desde los valles sanjuaninos hasta la costa marplatense y se ve atravesada por la inclusión de lenguas extranjeras que están dobladas y desfasadas para reforzar el artificio -en La Flor se habla en catalán, en árabe y en italiano, además del español habitual-. El primer episodio recuerda por momentos Cat People, de Jacques Tourneur – el propio director se encarga de aclarar que la historia inicial remite a las películas clase B, a un modo de producción que el cine americano ha olvidado cómo hacer-: un grupo de mujeres científicas que comienza a tener conductas animales por la maldición que una momia libera sobre el valle; el segundo episodio es una mezcla de musical y comedia atravesado por una historia de sectas y escorpiones.

En este caso los personajes no viajan, como le ocurría a Z en Historias Extraordinarias, no necesitan ir en busca de nada sino que es el afuera el que interviene sobre el ámbito local, sobre la acción interna. Pero al mismo tiempo esa expansión del universo se ve limitada por el uso excesivo de primeros planos y por el desenfoque casi permanente que tienen los planos más abiertos. El infinito de la forma se intuye, pero apenas se nos muestra.

Ambos capítulos comprenden una duración de tres horas y cincuenta minutos aproximadamente, y calculo que las dos partes que aún faltan abarcarán una cantidad de tiempo similar. Sin embargo, esta vez me cuesta entender la extensión del tiempo. En Historias Extraordinarias, Llinás le hablaba al cine argentino, le criticaba su abulia narrativa, su solemnidad casi sintomática: “qué manera de inventar historias, qué aburrido debo estar”, se decía a sí mismo el personaje de Z (Walter Jakob) mientras manejaba solo en la ruta, de noche, y fantaseaba con el personaje de Cuevas. A lo largo de cuatro horas y media Llinás festejaba el cine como aventura, celebraba el viaje y el movimiento. Su película era la prueba de que el cine argentino podía ser político y festivo a la vez, de que se podía establecer una mirada del mundo sin caer en lamentos ni nostalgias.

Con La Flor me cuesta entender el sentido político del exceso, me cuesta encontrarle justificación a la megalomanía, llego a dudar de que lo tenga. Y si bien el propio Llinás se encargó de aclarar en la presentación que lo que íbamos a ver no era una película sino la primera parte de algo mucho más grande, creo que las casi cuatro horas de película que vimos son suficientes como para al menos dejar asentada la incertidumbre y el desconcierto que generó esta primera visión.

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A mí Historias extraordinarias me cambió la vida. Estudié, armé un cineclub para pasarla todos los años, empecé a escribir sobre cine gracias a ella, veo el mundo a través de ella. Es mi punto de partida para hablar de cine y de casi cualquier otra cosa. Con La Flor, por el contrario, no me sentí interpelado en ningún momento, no me moví ni me emocioné: no me pasó nada. Y si bien aún restan por ver dos partes que pueden cambiarle el sentido a todo lo dicho en esta nota, lo cierto es que por ahora mi vida sigue igual que siempre.

Era el cielo (Brasil, 2016), de Marco Dutra, 102′.

La Flor (Primera Parte) (Argentina, 2016), de Mariano Llinás, 220′.

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