No me resulta nada fácil ver el cine de Tsai Ming-liang sobre todo porque algunas de sus películas pican tan, pero tan arriba, que la expectativa crece días antes. Muchas veces anhelo no haberlas visto nunca; tanto extraño esa primera visión, que hace estallar todo lo que espero del cine y mucho más, que no las reveo. El movimiento mínimo dentro de lo estático de sus planos es un regocijo. El pulso quirúrgico de la puesta en escena no deja lugar a sensaciones ambiguas, el vacío y la inmovilidad delatan todo lo que está por suceder, el sentido llega flotando hacia el espectador y uno queda esperando el abismo y el caos implícitos en sus películas. Sus planos secuencia nos dejan libres para explorarlos con un ojo curioso y ambulante, o para detenerse en detalles ínfimos mientras se espera la “acción”. El grado cero de narración en sus planos absorbe por completo las aristas de la inacción aparente.
Hace ya muchos años, en una edición del Bafici que ya no recuerdo cuál fue, pude ver El sabor de la sandia (2005) en el espléndido cine América el último día del festival. Después de los títulos en blanco y negro, una puerta se cerraba en off con un golpe fuerte y seco, y aparecía un plano filmado con un gran angular inmenso. Todo estaba quieto, el sonido sordo daba a pasillos no transitados. Nada sucedía, pero la imagen tenía una potencia descomunal. Después de una permanencia no tan exagerada, una mujer aparecía caminando y el ruido de los tacos en primer plano sonoro atravesaba el encuadre. El plano recibía una cuchillada amorosa de movimiento y todo comenzaba a circular. Lo que vino después fue un espectáculo pocas veces visto. Si no la vieron, corran ya mismo a buscarla porque se trata del ejercicio más corrosivo filmado alguna vez sobre el cine porno. En The Hole (1998) ya usaba el musical ligero para fragmentar el relato y patear el verosímil lejos, tan lejos que ya a nadie le importa. Allí está el plano secuencia que más quiero, desde el que emerge Kuei- Mei Yang cantando “Calypso” de Grace Chang, luego la cámara flota hasta el ascensor para desaparecer en un lento retroceso y continuar con el relato angustiosamente lluvioso y con varias secuencias de homenaje al slapstick.
Stray Dogs (2012) es el retrato de una familia que vive en estructuras vacías de la ciudad y subsiste con la alimentación básica y el aseo imprescindible. Abandonados por su madre, los hijos viven junto a su padre –el siempre brillante Lee Kang-sheng- inmersos en una angustia escalofriante que esta vez el realizador decide exhibir como nunca antes en su filmografía: un primerísimo primer plano de Lee sosteniendo durante horas un cartel mientras llora paralizado en el medio de la dinámica de una ciudad híper transitada, ventosa y mojada por completo. Sus ojos están a punto de estallar y canta una canción de desesperanza agobiado por su marginalidad y la de su familia.
El agua, una vez más, cae insistentemente como en toda su filmografía, en este caso la lluvia es todo el tiempo una amenaza y nos agita, suma peso a la ya dura realidad de nuestros personajes que, cuando no llueve, caminan en una playa húmeda, triste y desierta en busca de reposo. El mundo en el que viven está colmado de falencias afectivas y materiales. Tsai vuelve a él para subrayar la angustia de Lee en un llanto desgarrador y etílico, otra rareza en su filmografía, así como la ambigüedad de no terminar de descifrar si sus hijos están presentes o no en ese plano. Juego nuevo en el cine de Tsai este de esconder información o transpolar personajes, como hace con la figura de la madre. También Lee tiene ese contorneo que aquejaba al personaje en El río (1997), muy sutil esta vez pero claramente referido. Y el final homenajea el superlativo final de Viva el amor (1994). Los 140 minutos de Stray Dogs no se hacen sentir por el virtuosismo de sus planos y la fluidez narrativa de su estilo, en este caso bastante menos sutil que en muchas de sus películas anteriores.
Journey To The West (Francia/Taiwan, 2013), de Tsai Ming-liang, c/Lee Kang Sheng, Denis Lavant, 56′.
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