El título de la película ya resulta indicativo. Repite la palabra Cloverfield, como se llamó aquella otra película de 2008 dirigida por Matt Reeves, quien también dirigió esa obra maestra que fue Let Me In, que iba de vampirismo y sensibilidad artie, que tenía guión de Drew Goddard, cuya The Cabin in the Woods es brillante. En esta oportunidad, esta otra película que repite la palabra Cloverfield está dirigida por Dan Trachtenberg que no nos suena de ningún lado, no. Sin embargo, está producida por J.J. Abrams (como la anterior), a quien queremos mucho (más que nada por la serie Lost y por Súper 8) y cuenta con guion de Damien Chazelle, cuya película Whiplash resultó afortunadamente polémica. Algo bueno tiene que salir de todo esto, pueden apostarlo. Pero nos asalta una duda: ¿se trata de una precuela, una secuela, una remake o qué? Las inquietudes habituales: ¿Puedo ver una sin haber visto la otra? ¿Se viene otra película más, después de esta? ¿La saga Cloverfield? ¿Habrá merchandising? Esas cosas.
La película se puede ver de manera independiente y funciona, aunque si uno ha visto ambas, comienza a trazar paralelos, que son más conceptuales que narrativos. Sea como sea, hay que ver Cloverfield, la otra, la de 2008, sólo porque es una película brillante y punto, y también hay que ver esta, porque destaca ampliamente de la oferta en cartelera. En cuanto a la posibilidad de que haya una continuación: es lo más probable. La película tiene un final abierto, digamos. No estoy espoileando, no rompan.
¿De qué la va? De paranoias, encierros, amenazas y supervivencia. Básicamente, ese es el alma de la película. Imposible no pensar en la serie Lost, en los episodios que transcurren en el refugio. Creo que la idea del refugio es clave en todo esto. El refugio, que se vuelve más metafísico que otra cosa. El refugio, con toda su mística, elevado a la categoría de subgénero.
En Cloverfield, la de 2008, hay un monstruo que asola la ciudad de Manhattan. En algún momento, los protagonistas se refugian en el subte y la película parece entrar como en una especie de limbo. Es una película de acción, de monstruos que escupen fuego y de edificios que vuelan y, sin querer, nos encontramos allí abajo, en la penumbra, en silencio. No pasa mucho y, sin embargo, pasa todo. Aunque no vemos la acción, que transcurre fuera de campo. Luego, los protagonistas se encierran en una habitación de esas que tienen los subterráneos, en la que descansan los chóferes, donde hay una máquina de gaseosas y ellos mismos se preguntan qué hacer. Evalúan la posibilidad de quedarse ahí, sin hacer nada, dejando que el tiempo pase. La verdad, aquella habitación, en esas circunstancias, luce confortable. El tiempo lo arregla todo, dicen. Allí debajo, tienen ciertos elementos para sobrevivir, podrían permanecer días, incluso semanas. No lo hacen y salen a la superficie, y la película continúa, más o menos como las películas en donde hay monstruos que escupen fuego y asolan ciudades.
Pero ese momento estuvo allí, como una especie de anticipo conceptual de lo que es Avenida Cloverfield 10: una película que transcurre a puerta cerrada, que lleva la premisa de la supervivencia a una nueva categoría: ya no se trata sólo del instinto natural por el cual la vida preserva la vida. No se trata de sobrevivir por el bien de la comunidad sino lo contrario: se trata de la posibilidad de planificar una vida prescindiendo de la comunidad. Una suerte de misantropía planificada, que acaso garantice una felicidad dudosa. La atracción que ejerce este submundo a puertas cerradas es la atracción de una nueva concepción de cierto hedonismo onanista. Es una filosofía aplicada. Y, ¿qué libros te llevarías a una isla desierta?, pero potenciado de una manera extrema. El confort y sus discutibles límites.
Michelle (Mary Elizabeth Winstead) tiene un accidente con el coche y se despierta prisionera en una habitación cerrada que, luego descubre, pertenece a un refugio subterráneo. El que la capturó dice ser, en realidad, su salvador. Es quien ha construido aquel refugio. Se trata de Howard (John Goodman), un ex militar obsesionado con la supervivencia. Le llevó toda su vida construir y perfeccionar ese espacio, gracias al cual, ahora, ambos pueden contarse entre los pocos supervivientes que quedan en el planeta Tierra. Al menos esa es su versión de los hechos. Probablemente Michelle lo hubiese tomado por loco sino fuera por la intervención de Emmett (John Gallagher), un muchacho que, en lugar de encontrarse allí por azar, se encuentra allí voluntariamente. Entonces Michelle ya no está tan segura de que Howard esté loco. Esa incertidumbre es el motor que alimenta la película.
No se puede avanzar en la trama sin arruinar interesantes sorpresas. El punto es que lo que está en juego ya no es tanto la posibilidad de sobrevivir, como otra cosa: la posibilidad de enfrentarse al mundo o de ignorarlo. Esa es la dualidad que revela una toma de posición filosófica. Howard, de alguna manera, recuerda a Simeón el Estilista y a los ascetas griegos, que dedicaron sus vidas para sí mismos, a fuerza de sacrificar placeres. La frugalidad como una virtud. A Howard no le interesa la humanidad y sus razones. Se preocupa de protegerse a sí mismo y, llegado el caso, a los suyos. Sin embargo, la vida a espaldas de la comunidad se revela como una pesadilla, probablemente más aterradora.
Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, EUA, 2016), de Dan Trachtenberg, c/John Goodman, Mary Elizabeth Winstead, John Gallager Jr., Suzanne Cryer, 103′.
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