
Ni espacio definido ni lugar reconocible. Arabia, el título, es apenas una referencia de varias capas que conviven y se complementan. Hay una Arabia cifrada en el chiste que cuenta Luizinho a sus compañeros de trabajo en un descanso de la construcción de la autopista. El chiste alude a la historia de un árabe que viaja a Brasil para contratar cinco obreros para una construcción en su país, porque se entera que se trata de mano de obra más barata. En el vuelo de retorno, el avión cae en el Sahara y los obreros, al ver la cantidad de arena –que creen que es para su trabajo- solo atinan a pensar en lo que será cuando llegue el cemento. La historia, que parece alejarse del corazón del relato de la película es, por el contrario, el eje que articula un subtexto poderoso que se sostiene a lo largo de más de hora y media. La relación que establecen los protagonistas con el trabajo es una especie de corriente subterránea que explica, por sobre todo, el devenir de Cristiano (Aristides de Sousa) y el relato de su vida. Una sensación recurrente de encontrarse sobrepasado, y que el protagonista alimenta (“Pensaba que si dormía me superarían” dice en referencia al trabajo y el descanso) como un círculo interminable. Hay un cuidado por establecer que ese círculo que parece pertenecerle al protagonista es la imposición de un sistema que le es ajeno y que se cifra en cargas horarias, tipos de trabajo y turnos rotativos (¿acaso no es posible pensar desde allí en el trabajo como una suerte de sistema punitivo para aquel que ha delinquido, ofreciéndole trabajos una y otra vez más duros?). Solo el momento de la relación con Ana (Renata Cabral) parece escapar de esa vida dominada por el trabajo, pero aún así proviene del espacio laboral, como si no hubiera en Cristiano una posibilidad de encauzar su vida más allá de ese ámbito. Más que una carga que se debe sobrellevar, el trabajo es a Cristiano como la fábrica al pueblo de Ouro Preto: una presencia continua, una invasión persistente (el polvo gris que se pega a los objetos y a la piel, el sonido de las máquinas que impregna cada acto). La prueba del carácter sistémico excede a Cristiano. Hay un sino –y una misma mirada desencantada- en Cascao cuando se reencuentran en Itabirá y le advierte que la gente los mira distinto. Y aún más en Barreto, ese hombre que ha vuelto al origen y que ahora ve todo distinto en ese lugar en el que ayudó a organizar a los trabajadores para que no los exploten. Es justamente ese encuentro con Barreto, azaroso, al límite de lo mínimo, el que establece el tono de la película: una tristeza inasible, no del todo explicable, una suerte de desasosiego profundo que, como la fábrica, también lo invade todo, hasta las canciones de la banda sonora. Solo escapa de esa mirada la primera salida con Ana, situada, no casualmente, en un parque de diversiones. “Daría todo por volver a ese momento”, dice la voz de Cristiano como si allí, en ese instante fugaz, residiera la única llave para salir de ese estigma.

Pero a la vez hay otra Arabia que subyace como referencia. Es la de Los Cuentos de las Mil y Una Noches. La referencia no es tanto visual –en apariencia, nada más distante que la geografía arábiga y la de una ciudad estadual del Brasil de este siglo- como conceptual. La implicancia que deviene de un cambio del narrador no es un capricho: es, en un caso posible, una reorientación en las relaciones de poder y, en otro, una señal de resistencia. Como la mujer cuya supervivencia estaba cifrada en el relato diario de una historia, la vida de Cristiano solo tiene entidad y valor desde el momento en que la cuenta. La diferencia radica en el pasaje entre el contar y el ser contado. En el comienzo de la película, Cristiano es un personaje narrativamente marginal: es apenas el compañero de trabajo al que la tía de André ofrece llevar en auto hasta la ciudad. Contado por otros, Cristiano es apenas una sombra, una marca borrosa condenada a desaparecer con el paso de los días. El momento en el que el personaje tiende a desaparecer –un hecho que no se muestra ni se explica, como una forma de expandir el misterio sobre ese personaje desconocido- es el que invierte el punto de vista. El hallazgo por parte de André (Murilo Caliari) de un cuaderno en la casa de ese hombre que permanece “dormido” en el hospital y la curiosidad del adolescente que no parece poder evitarlo, funcionan como puerta de entrada. Ese universo que, en un riesgo acertado, se decide que no debe tener salida: la historia de André, de su pequeño hermano, de la tía enfermera, ya no tienen peso suficiente y no hay necesidad de volver a ella, salvo en el cruce con la historia de Cristiano. Pero aquí vuelve la diferenciación entre el narrar y el ser narrado por el otro: ahora son ellos los personajes marginales dentro de la historia que se cuenta, apenas un par de apuntes secundarios que los lleva a un grado más cercano al cero en la narratividad.
El mérito de Arabia es construir una ficción en la que no solo desarrolla personajes, sino que consigue un tono cercano a la tristeza de lo irremediable, potenciando el trabajo y la reflexión sobre los mecanismos narrativos. El cambio del punto de vista implica no solo la inmersión de una historia en la otra, sino la desaparición absoluta de la mirada inicial. La voz en off de Cristiano, que estaba ausente en la mirada primigenia, ahora se vuelve protagonista, toma cuerpo desde ese cuaderno en el que anotó su historia desde el momento del robo que lo llevó a la cárcel. Como un espejo que va reflejándose una y otra vez, Arabia le hace honor a la frase que Cristiano escribe en algún momento y que lo define a él y a la película: “Todos, hasta los más callados, tenían una historia para contar”.
Arábia (Brasil, 2017). Guion y dirección: João Dumans, Affonso Uchoa. Fotografía: Leonardo Feliciano. Edición: Luiz Pettri, Rodrigo Lima. Elenco: Aristides de Sousa, Murilo Caliari, Gláucia Vandeveld, Renata Cabral. Duración: 97 minutos.
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