No son tiempos de epopeyas. Pareciera que parte del saldo de la emergencia de gobiernos derechistas en todo el globo, el laissez faire de opositores y sindicatos, y la ausencia de una alternativa superadora desde abajo, es que se considere extemporánea la representación de gestas colectivas emancipadoras en la pantalla grande. Escribo esto con la certeza de que durante la proyección de la hermosa Dos días, una noche, de los Dardenne, mientras Sandra mendigaba puerta a puerta el apoyo de sus compañeros de fábrica ante esa extorsiva votación propuesta por la patronal y aceptada por el sindicato, entre su reincorporación o el bono especial, no solo a mí me hubiera gustado gritar“¡Pero vayan a la huelga, che!”.

Así las cosas, que el cine se aproxime a las desventuras e injusticias sufridas por la clase obrera resulta tan necesario como delicado. El sendero luce estrecho entre dos banquinas en las que, queda visto, se puede caer con facilidad. De un lado, un cine que explicita su denuncia a costa de situaciones narradas a mano alzada y personajes inanimados que escupen máximas. Del otro, un cine realista donde el status quo es punto de partida y de llegada, en el que, en función de ser honestos con un contexto que además de hostil se presume invulnerable, los protagonistas son compelidos a transitar (no en soledad, pero sí individualmente) un espinoso camino de sacrificios y esfuerzos que culmina en la deserción o en la inmolación. A los oportunistas que estetizan la pobreza los dejo de lado, en este caso, porque eso no es una banquina, sino un atajo que lleva a nominaciones y apoyos de grandes casas productoras.

Afortunadamente, algunas películas que abordan el universo laboral, tanto ocupado como desocupado, salen airosas. Más allá de sus particularidades, casi todas ellas coinciden en una serie de características. Se acercan con prudencia -incluso diría modestia- al espacio, cuyos códigos no son subestimados. Mantienen una distancia respetuosa y a su vez profesan un afecto genuino hacia sus protagonistas. El cuidado en la puesta de cámara, el tratamiento sonoro y fotográfico suelen ser bellos, pero sin anteponerse al relato y lejos de toda fetichización. A pesar de no avizorar una perspectiva de cambio, no caen en el nihilismo o el cinismo. Quizás por esa endija abierta a la superación que dejan estas películas, es que muchas de ellas no se aferran con uñas y dientes a la representaicón lisa y llana del real, sino que enrarecen sus límites lúdicamente y abren la puerta al misterio, como una discreta incitación al desorden. Arábia, el largometraje de los directores brasileños Affonso Uchôa y João Dumans, cumple con todas estas caracterísitcas y es una grata novedad que finalmente tenga su estreno comercial en el país, cuando se cumplen dos años de su premier en Rotterdam y luego de su paso por el BAFICI 2017 (obtuvo la Mención Especial de la Competencia Internacional) y San Sebastián.

André, un adolescente de unos 15 años, vive junto a su hermano menor en la ciudad de Ouro Preto, pequeña e histórica ciudad del Estado de Minas Gerais donde impera una fábrica de aluminio. Esa gran mole humeante que se abre espacio entre la espesa vegetación, ofrece al poblado empleo y contaminación. El empleo no es constante. La contaminación sí. El hollín de sus chimeneas se despliega como un manto gris sobre todo y todos. El ruido de sus grandes máquinas se oye de lejos y marca el paso de la vida de una población que vive para ella. El trabajo ordena y desordena la vida familiar. El hermano de Andre sufré ataques respitaratorios, que se curan con inhalaciones de vapor cuando la medicación se termina. Se termina como la leche, por eso hay que desayunar café solo. Los padres están lejos trabajando, así que hay que arreglársela y seguir. La única ayuda con la que cuentan es la de su tía, la enfermera que visita a los habitantes del pueblo periódicamente. Dentro de un André conviven dos. El muchacho cabizbajo y de rostro triste, con el gesto de quien tiene que encargarse prematuramente del cuidado de su hermano. Y también el André que levanta la cabeza, observa, dibuja lo que observa, calla y piensa.

El vínculo entre esos personajes y la ciudad con su fábrica, desde una cámara que acompaña sin prisa el fluir cotidiano, es un promisorio comienzo. Ya desde ese momento, la dupla de directores y guionistas hace gala de una gran sensibilidad para no precipitarse y estar atentos a registrar el momento preciso en el que, en estos personajes silentes, brilla el rayo verde de aquello que los atraviesa. Uchôa y Dumans no agitan el arbol, sino que aguardan que el fruto caiga. Pero a los 22 minutos y medio de película el timón pasa de manos. A pedido de su tía, André va a la casa de Cristiano, un obrero de la fábrica que acaba de quedar en coma, a traerle una muda de ropa. Allí, André encuentra un cuaderno con anotaciones que le llama la atención. Ganado por la intriga, regresa durante la noche a leerlo y a partir de allí comienza otra película. Una en la que Cristiano narra en off las notas que escribió en su cuaderno por encargo del grupo de teatro de la fábrica. La consigna es que escriba algo importante que le pasó en la vida. Para Cristiano, lo importante es la historia de cómo la vida lo llevó hasta Ana, su gran amor. Una historia que comienza cuando Cristiano y un amigo de la juventud caen presos por el robo de un auto, y que continúa con un largo recorrido de ciudad en ciudad como trabajador golondrina, sin saber bien qué buscar, pero con una cosa muy clara: no volver a la cárcel.

En el relato de Cristiano, pasan ciudades, empleos, personas, amigos. Su lugar es la ruta y todo es transitorio. El racconto que propone un diario de viaje, y la voz monocorde y meditabunda de Cristiano, operan para reforzar la sensación de que ningún acontecimiento predomina sobre otro, sino que lo que importa es el propio devenir. Lo interesante es cómo el ejercicio de la escritura va mostrando su efecto revelador en un sujeto ya de por sí predispuesto a la reflexión. Por eso, luego de un comienzo en el que Cristiano duda sobre la relevancia de aquello que le aconteció en la vida, asoma el deslumbramiento ante lo cotidiano. El lápiz opera como un segundo tamiz que agudiza su capacidad para reconocer, en situaciones ordinarias, la fibra de nuestro tiempo. Pero sobre todo, para pensarse en ese tiempo y para intentar reconocer las fuerzas que provocan la inercia que empuja a él y su clase a una migración perenne, a una explotación constante. Una conciencia que culmina en un identikit de la alienación y que se duplica cuando recordamos que ese texto está siendo leído por un adolescente que, como él, transita los días suspendido, gesticulando con lo mínimo, pero muy conectado con lo que se gesta en su mente inquieta.

Dado que la información es suministrada fundamentalmente por la narración, las imágenes se permiten explorar detalles del sordo transitar de los personajes y también montar puestas de escena que se divorcian tímidamente del naturalismo, en un ejercicio plástico y dramático que refuerza el sentido de lo que se narra. Ahí está, por ejemplo, ese plano frontal en el que Cristiano y un camionero, rodeados de cajones, debaten sobre cargas amables o fatigosas: si el cemento es peor que la teja, la leña o el cerdo vivo. Lo leve del alimento para peces, el café o los colchones de espuma. Lo mismo en otro pasaje en el que Cristiano enumera las formas en las que durmió: en el piso, en sillas, sobre cajones, pila de sacos, etc. La fotografía esquisita de la película sella el carácter alegórico de los planos. El diseño de sonido es por igual minucioso. El sonido ambiente da espesura al espacio y advierte su nivel de injerencia en el relato y en la vida de esos personajes, aún durante los bellos temas que forman la banda sonora de la película. El sonido de la fábrica es constante y sólo cesará cuando Cristiano transite un momento de clarividencia.

Puede señalarse que algunos movimeintos de cámara o planos detalle marquen demasiado su intención, o que en ocaciones en la interpretación de siente cierta falta de brío, pero son aspectos que no hacen mella al conjunto del film.

A todo esto, ¿por qué Arábia? Nato, un coyuntural compañero de trabajo de Cristiano, ofrece una respuesta. En un alto en la construcción de una autopista, este obrero le cuenta a sus tres compañeros un chiste acerca de cinco trabajadores brasileños contratados para realizar una obra en Arabia que, al aterrizar accidentalmente en el Sahara y viendo la cantidad interminable de arena, se aterran al imaginar el trabajo que tendrán en cuanto llegue la carga de cemento. Es imposible aquí no pensar en Jair Bolsonaro y la precarización laboral que anunció en su Proyecto Fénix. El chiste de Nato lo completa la melancolía de Barreto, dueño de un pequeño bar en medio del campo y otrora líder sindical, quien le dice a Cristiano: “La tierra es la misma, pero todo está extraño, todo está distinto”. Pero Arábia no es pura saudade. Es a su vez el vigor de una clase, la prueba de que el músculo de aquellos que deben comenzar de cero una y otra vez, continúa tenso. Es autoconciencia obrera en estado germinal. Por eso conmueve la voz del cantante folk Renato Texeira cuando a mitad del film suena con su Raizes y dice “El amanecer es una lección del universo, que nos enseña que es preciso renacer. Lo nuevo, amanece”.

Arábia (Brasil, 2017). Guión y dirección: Affonso Uchôa y João Dumans. Fotografía: Leonardo Feliciano. Música: Francisco César. Edición: Rodrigo Lima y Luiz Pretti. Elenco: Aristides de Sousa, Murilo Caliari, Gláucia Vandeveld, Renata Cabral y Renan Rovida. Duración: 97 minutos

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