
La escritura –no importa el género ni el destino final del texto- es un desafío renovado para escaparse de esa cárcel de la mediocridad que imponen los lugares comunes. Eso que a veces es dejar todo librado al oficio de quien escribe, otras veces es escribir en piloto automático y muchas otras, dejarse llevar por una serie de fórmulas que se repiten de un texto a otro, pensando que el lector, probablemente, no notará la similitud, la copia, el autoplagio. El periodismo, la crítica de cine, con su exigencia de periodicidad es quizás el territorio más fértil para esa caída de la escritura, especialmente cuando en los medios masivos se apunta a tiempos de una lectura ligera, superficial, que se despega de los contenidos para hacer hincapié en la agilidad de la forma.
Una película como A oscuras presupone un desafío todavía mayor. Uno, quien escribe, podría desembarazarse del problema siendo contundente en su juicio –pongamos, por caso, que se dice que es una película mala-, pero no dejaría de ser parte de ese territorio que se cuestiona y que se intenta evadir. O también, puede recurrir a los artilugios ya probados. Ejemplos al pasar:“Historia coral”; “Buena dirección”; “Atinada elección de las locaciones”; “Sus protagonistas se desempeñan de forma impecable”; “Producción de una tonalidad consistente”; “Cada uno (de los personajes) es presentado mediante pinceladas”; “Estos dos actores dotan de cierta humanidad a un panorama desangelado”. Incluso cuando se ensaya una mirada un poquito más crítica: “No resultan creíbles las historias”; “La estructura dramática es débil”.

Esa sucesión de frases desperdigadas en algunas de las críticas que se publicaron sobre la película tienden, creo, al ocultamiento. Y en ese ocultamiento están poniendo de relieve una tensión irresuelta entre la crítica y el hecho cinematográfico. Se oculta la construcción de una película como un todo –mejor o peor, según el caso- para privilegiar una serie de detalles que eximan de un juicio concreto. Y la tensión está allí, entre un objeto que se exhibe para ser analizado y una mirada que se resiste a la concreción de ese análisis. Los motivos no vienen al caso porque de lo que se trata es de la ausencia de una justificación de lo que se expone. No hay palabras que sostengan ni siquiera mínimamente alguno de los conceptos mencionados, por ejemplo, por qué los protagonistas se desempeñan de forma impecable. Entonces, la crítica se transforma en un híbrido indigesto: es, en parte, una descripción y, en parte, un juicio conclusivo, que al no ofrendar las pruebas de lo dicho no se muestra como espacio de diálogo y discusión.
Tal vez la cuestión pase porque A oscuras como película no ofrece elementos a los cuales aferrarse con entusiasmo para la escritura (podría decirse que la deriva de este texto es una prueba de ello) y la obligación de ejercer la crítica para un medio impone el recurso de lo fácil. Pero aún así, hay cosas que pueden decirse que salgan de la simplificación de plantear que se trata de una película mala –y no fallida, como muchas veces se usa para disimular y no generar enojos- y aburrida, y que a su vez no se caiga en el chiste fácil y canchero (como titular “Y nunca se hizo la luz”).

A oscuras tiene varios problemas que provienen de la elección de su estructura y del desarrollo dramático. Para empezar, la idea de “coralidad” implica la existencia de un grupo de voces que se articulan alrededor de un mismo motivo. En A oscuras, los motivos sobre los que, a grandes rasgos, giran los personajes podrían ser tres: la pertenencia y la circulación en el territorio de la nocturnidad, el dinero como motor de los actos y la frustración en la que se encuentran sumidos los personajes centrales.
El primer motivo es, apenas, un elemento de fondo sobre el cual se mueve la trama: la idea de lo nocturno carece de relevancia en cuanto a lo dramático, en tanto no modifica los actos de los personajes. El segundo motivo es más una enunciación que parte de los diálogos que la construcción como un eje posible. En todo caso, podría relacionarse lateralmente con la frustración de los personajes. El forzamiento de ese elemento no proviene de la relación que establecen con él tanto Lola (Esther Goris) como Ana (Guadalupe Docampo), sino por el escaso, cuando no nulo, peso que el tema reviste en los otros dos personajes importantes, Mario (Arturo Bonín) y Lucio (Francisco Bass). Ese desbalance se patentiza especialmente cuando se le hace repetir a Lola una frase que ella dice en la película en la que actuó y que está viendo en la TV: “El precio de todo es todo”. Si esa frase, centro de una escena en la que queda remarcada por contraste, está puesta para reforzar el peso del dinero; si el dinero vuelve a ser el punto de inflexión en la vida de Ana (“Mi cumpleaños ya pasó, pero por seis mil dólares podemos festejar como vos quieras”, le dice al viejo mexicano en el bar); cuesta entender por qué razón queda allí frenada cualquier exploración posible en los demás. El tercer motivo parece, a primera vista, ser el nexo más concreto, en tanto los protagonistas parecen estar una y otra vez coqueteando con el derrumbe de sus vidas. Pero allí aparece el choque contra el desarrollo que se le otorga a la coralidad. Para que haya coro no alcanza con que las voces ocupen un mismo espacio físico. Necesitan entrelazarse, crear un juego que enriquezca el conjunto y salga de la unificación o de la voz individual. A oscuras se desentiende de las posibilidades de conectar esas voces. Cree que es suficiente –y no lo es- el cruce circunstancial –Victor (Alberto Ajaka) y Ana observando desde el auto a Lola-, o establecer un personaje que funcione como nexo –Mario-. Si lo primero se revela forzado, como una mera imposición de guion, lo segundo es menos comprensible, en tanto después de la primera escena el personaje desaparece de pantalla durante 40 minutos. Y más todavía cuando es utilizado, al menos una vez –el viaje en el que lleva a Ana-, en el filo de lo imposible, como si se tratara del único taxi que circula a la noche por la ciudad. Como consecuencia de esa estructura débil, la coralidad desaparece y queda flotando la sensación de que la película es apenas el rejunte de tres pequeños cuentos que no alcanzan a tener entidad ni en conjunto ni individualmente.

El otro problema serio es con qué se llena esa estructura pretendidamente coral. A oscuras pretende definir el universo de la nocturnidad desde un grupo de personajes cuyos trazos son apenas marcados por los actos. Lola es una actriz en decadencia, adicta a las pastillas y el alcohol, sumida en deudas y que se dedica a hacer funciones de una obra basada en Medea para poco público y que, sabemos, tiene un hijo muerto. Ana es una joven que vino del interior a la Capital con el sueño de ser bailarina clásica y que terminó haciendo el baile del caño en un bar y siendo explotada por su pareja. Victor es una suerte de cafishio moderno que se dedica a explotar mujeres que bailan en bares, a las que maltrata y entrega, como si se trataran de un pedazo de carne, al mejor postor. Lucio es un emprendedor, dueño de un bar que funciona como la mascarada para lo que realmente le da dinero: vender droga. Mario es un taxista buenazo y consejero, capaz de volver a ayudar a su ex pareja, Lola. No hay mucho más desarrollo que ese para los personajes. No se trata solo de la ligereza con que se los define, ni de la ausencia de profundidad, sino especialmente con la caída casi perezosa en el lugar común. Esos rasgos mencionados anteriormente construyen a los personajes como estereotipos de la fauna nocturna de la ciudad. Son fáciles y cómodos. Y esa comodidad, que es el mayor enemigo de cualquier búsqueda artística, es la que desvirtúa cualquier posibilidad de complejizar en algo ese universo que se pretende narrar. El resultado no puede ser otro: una película tan controlada para que nunca se salga del cauce de lo esperable solo ofrece pobreza y aburrimiento.
A oscuras (Argentina, 2018). Dirección: Victoria Chaya Miranda. Guion: Carla Scatarelli. Fotografía: Pablo Parra. Edición: Liliana Nadal. Elenco: Esther Goris, Guadalupe Docampo, Alberto Ajaka, Arturo Bonín, Francisco Bass. Duración: 80 minutos.
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