
Lo primero que recordé fue el estribillo de esa canción de Spinetta que dice “Correr frente a ti / es un deporte / que yo hago en silencio” y esa repetición casi mántrica del “correr, correr, correr” que cierra el círculo de un personaje que orbita alrededor de otro. Eso es lo que ocurre, pienso, después de los dos compases atronadores que preceden y acompañan el inicio de esa escena en la que el cuerpo de Gastón Solnicki atraviesa corriendo una calle sin autos, en una ciudad neblinosa, cargada de esas sombras que traen lo que implica el no poder ver (situación que se repetirá, menos neblinosa, cuando Solnicki vuelva a correr atravesando ahora una larga galería hasta llegar al tranvía que se detiene en la calle). Solnicki corre, lo vemos de espaldas, alejándose, hasta desaparecer completamente del cuadro, mientras la escena dura un poco más, como si esperara que algo retorne. Pero no. No vuelve ni el cuerpo, ni los compases furibundos, ni los autos que parecen haberse esfumado en lo que parece una ciudad fantasma.
Solnicki corre con desesperación por una ciudad que en ese momento deja de ser Viena, para ser el territorio de Hans Hurch, su amigo personal y ex director del festival de cine de la ciudad. Una transformación poética: la ciudad es en función de la persona que la habitó. Sus signos, sus huellas están en las paredes, las casas, las calles. Pero esa persecución iniciada con una corrida a ningún lugar –en el sentido de no partir ni llegar a ningún lugar específico- es ir detrás de la sombra de una persona. El comienzo de la misma canción de Spinetta puede aplicarse casi a la perfección a esa sensación desesperante, de abandono quizás, que se percibe en la carrera: “No me dejes / como un reloj / que ya no marcará los momentos / sin ti”. Una carrera como una imploración: no te vayas, no me dejes, yo sigo corriendo y trato de alcanzarte.
En un punto inespecífico entra la conciencia. Hans Hurch ya no es una presencia palpable e Introduzione all’oscuro lo entiende y actúa en consecuencia. Hurch es un cartelito –modestísimo, al lado del monolito de Schönberg- con el nombre delante de la tumba. Es una voz que viene de grabaciones pasadas, rescates de diálogos alrededor del cine, pero también de la familia y del poder de la imagen y el juego que establece el cine a partir de ellas. Una voz, no una imagen. Las pocas imágenes son fotografías: la pose que lo recuerda en el café, las fotos movidas de su paso por Buenos Aires reivindican el costado fantasmal, impreciso. Una letra, en todo caso. La escrita en postales desde lugares de paso. Textos que parecen casuales, coloquios amistosos, pero que puestos en el contexto de la carrera adquieren una significación inquietante. Hay que prestarles atención. Parecen textos escritos desde el más allá: hay allí referencias a lugares que pueden entenderse como el paraíso, preguntas sobre cuándo volverán a verse, comentarios sobre el sufrimiento que Gastón está experimentando. Una ausencia que se construye como fantasma en el recuento del sonido y de la grafía dispersa, carente de imagen, de esa entidad que la imagen confiere, una respuesta a aquello de que lo que no se ve, no existe.

De allí entonces que lo sonoro aparezca como la materia específica de la película. En la función del Malba, alguien le preguntó a Solnicki por qué había utilizado el sonido como ruido. La respuesta fue algo lateral, evitó la referencia al ruido como tal, prefirió concentrarse en el plano sonoro como construcción en un mismo plano que lo visual (no hay reconstrucción sonora alrededor de lo filmado o grabado, no hay grabaciones externas a lo que se ve en pantalla). Sin embargo, hay dos cuestiones que la banda sonora explora con un riesgo que, creo, generó la pregunta del espectador. La primera es el tratamiento del volumen de lo que se escucha. La primera escena es una toma que va descendiendo a la par de una de esas enormes torres giratorias de los parques de diversiones. A medida que la toma desciende, va creciendo el sonido de los kartings de una pista lateral del parque. Tanto esa escena, como los dos compases musicales que anteceden a la carrera, llevan el sonido hasta el límite de lo tolerable: molestan, incomodan, obligan a la atención que está reclamando para luego sumirse en el silencio. La segunda es el tratamiento de la banda sonora como una sucesión de algo que se podría llamar, por aproximación, ruido. No se trata solamente de la forma en que se pone en pantalla el ensayo de la obra musical que da título a la película, en la que la atonalidad transforma el discurso musical en una sucesión hipnótica de objetos sonoros que tiende a la dispersión en términos de lo canónico y establecido. Para la película, los diálogos que sostiene el director convertido en personaje con ese entorno con el que se relaciona son hechos puramente fácticos. No pretenden obtener una información relacionada con el personaje –salvo el momento en que habla con el mozo sobre las tazas robadas-, sino que se establecen como, una vez más, ruido. Están allí, las palabras, como las notas que surgen de los instrumentos en el ensayo, constituyéndose como un artificio despojado de cualquier idea de significación que puedan transmitir. El ejemplo más contundente – y en un punto risueño – está en esa presentación que el propio Solnicki hace de una película de Lubitsch en la Viennale, en el homenaje a su amigo desaparecido. Cuando termina de hablar, la traductora termina diciendo al público que habló tanto que es imposible que pueda traducirlo todo y que espera que no les moleste. A lo que Solnicki, agrega simplemente: “Solo dígales que no fuimos amantes”. La sensación es que esas palabras son, al cabo, pálidas fórmulas que se contraponen con el discurso que las grabaciones de Hurch mientras Solnicki preparaba su Papirosen.

Lo segundo que recordé fueron las imágenes de algunos documentales televisivos, en los que se muestra el cortejo de algunas especies animales. En ellos, el macho va consiguiendo y acumulando objetos que va disponiendo como en un cerco, alrededor de la hembra. Los objetos no son simplemente elementos de conquista, sino de representación simbólica de uno o del otro. Solnicki configura la concepción de su amistad con Hurch, su representación a partir de la pérdida física del amigo, como un cortejo. Si su carrera es por encontrar los signos del amigo en el territorio disperso de una ciudad, en cada uno de esos rastros parece detenerse para llevarse –como hacía Hurch con las tazas de café- un objeto para construir su cerco; robar una taza; visitar la sastrería y llevarse metros de la tela para un traje imaginario que ya nunca tendrá; buscar la estilográfica con la que Hurch escribía sus postales; detenerse en las cajas de bombones; observar el cuadro que a Hurch le gustaba –y en el cual, de nuevo, los rostros de la familia retratada tienen rasgos diluidos-. Solnicki dispone esas imágenes/objetos a lo largo de su película, no como un recorrido a seguir por el espectador, sino como un círculo que va definiendo al centro. A ese centro que está deshabitado, o transformado en una sombra o en un espectro apenas recuperado desde lo sonoro. Y también, en el mismo movimiento define al afuera, al Solnicki que más que personaje es un habitante de la galaxia Hurch, orbitando alrededor de él. En ese recorrido, armado de objetos que solo se conectan entre sí por la evocación que generan del otro ausente y que termina en planos de la entrada al edificio y de la puerta de la casa de Hurch, Solnicki supera la condición de la amistad, para construir una película de amor tan profundo como devastador en la implicancia de la ausencia del ser querido. Una película de amor hecha, además, como un acto de amor por el que ya no está.
Acá puede leerse una nota de Carla Leonardi sobre la misma película.
Introduzione all’oscuro (Argentina, 2018). Guion y dirección: Gastón Solnicki. Duración: 71 minutos.
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