I.- LA FINAL. La anterior edición del Festival de Mar del Plata en 2017 fue, para mí y creo que para muchos, la del ajuste. Dicen que el arte suele tener carácter premonitorio. En tal caso, éste ha sido un ejemplo. El festival achicado en su edición 2018 asumió su pobreza, su desorientación estética y, sobre todo, el creciente desinteré sen su existencia y destino por parte de los principales responsables de la cultura del gobierno nacional (un oxímoron, cultura y –éste- gobierno), desde el día de su inauguración; los que llegamos en la mañana del sábado ocho nos encontramos con la primera decepción, ya no había entradas para ninguna de las solo siete películas que se exhibían ese día. En cambio, para muchos de nosotros era el día de La Final; el partido de ida entre River y Boca por la Libertadores, obsesión excluyente de ese fin de semana. Si no hay cine no importa, nos dijimos; en cambio tenemos la primera final y los comentarios posteriores. La suspensión para el domingo nos dejó con la siesta como única alternativa ante la falta de nuestros queridos y nutritivos pan y circo (El fútbol y el cine intercambian esos roles para nosotros, los fanáticos de ambos). La primera final dominó el domingo y los comentarios de los días que le siguieron, que para mí fueron solo tres. Unas pocas películas con suerte distinta, escasas posibilidades de elegir, ningún nombre que por vía del boca a boca nos hiciera correr a las boleterías; un ambiente de chatura y tristeza que ni siquiera podían superar las habituales charlas con amigos, que suelen ser lo mejor de los festivales. El bochorno protagonizado por el ministro Pablo Avelluto en la inauguración no fue algo nuevo ni sorprendente; no estuve allí pero las noticias, imágenes, audios y comentarios de los que sí estuvieron me permiten decir que la prepotencia, grosería y cinismo exhibidas en ese acto por el ministro de Cultura tal vez sean patrimonio de su personalidad, pero en la ocasión fueron usados como deplorables herramientas políticas. En uno u otro caso, la responsabilidad de que tal personaje ocupe semejante cargo es de la principal autoridad del país, y es también la muestra más cabal del rol que esa autoridad, y quienes lo asesoran al respecto, tienen previsto para aquello que genérica y algo pomposamente llamamos “la cultura”: la piecita de atrás, el lugar de los trastos, el depósito a donde van a parar novias y amigos para los que no se encuentra lugar adecuado (un ejemplo, el amigo que el ministro puso a cargo del patrimonio plástico exhibido en los veintitrés museos nacionales del país, que no acredita más conocimiento de cuadros que aquel en donde luce la foto de Racing,en el living de su casa).

Me fui del Festival en la madrugada del miércoles sin correr el riesgo de desangrarme, apenas lamentando perderme a los nuevos Abbas Fahdel o Jia-Zhang-ke y, eso sí, la presencia de Jean Pierre Léaud, el pequeño gigante de Truffaut, Godard, Eustache y tantos otros. No importa Jean Pierre, seguiré corriendo a tu lado por la playa final de tu debut truffautiano hasta que suene el último de los cuatrocientos golpes.

II.- LAS PELÍCULAS. Algunas, pocas, palabras para la retrospectiva dedicada a Wolfgang Staudte, un alemán que en la posguerra filmó en ambas Alemanias con predominio de la oriental, apenas conocido entre nosotros. Staudte filmó unas cuarenta películas de las cuales doce integraron la muestra curada por Olaf Moller. Tal vez sea injusto juzgarlo habiendo visto solo dos de esas doce, pero tanto Destination Death como, especialmente, la inconclusa Little Secrets mostraron a un cineasta tosco, carente de ritmo y sentido narrativo, incapaz de encauzar a sus imposibles actores y falto hasta la fatiga de todo sentido del humor. Un aburrimiento creciente que llega a la saturación con Little Secrets, rodada en Bulgaria e inconclusa por razones políticas y/o presupuestarias, el director optó por montar el pobre material que tenía, lo que resultó en una historia sin continuidad ni sentido, un verdadero disparate que ni siquiera le permite alcanzar la dudosa categoría de bizarra. Algo similar ocurre con The Last Movie, el legendario western que Dennis Hopper filmó en Cuzco en 1972 avalado por el éxito de Easy Rider, con un enorme presupuesto y la libertad de acción que Hollywood brinda a los exitosos. El problema fue que Hopper y su grupo vivieron en Perú una gigantesca orgía de sexo, drogas, rockanroll y alcohol, que derivó en una película tan incomprensible y disparatada como las del riguroso alemán comunista. The Last Movie fue un fracaso enorme que le costó diez años de ostracismo a Hopper y casi llevó a la quiebra a la Universal, la compañía que la produjo y no la distribuyó. La diferencia entre The Last Movie y Little Secrets es que la primera deja entrever a un verdadero cineasta, extraviado entre los vapores del alcohol, el humo de las adormideras y el colorido de los alucinógenos, pero que sabe ubicar y desplazar la cámara, marcar a los actores y pensar en función del montaje. Un cineasta, aunque extraviado por los devaneos de la época. En el Festival también se exhibió The American Dreamer de Kit Carson y Lawrence Schiller, que no pude ver; un documental sobre el disparatado rodaje de The Last Movie que, conforme los comentarios, parece ser también una crónica de época y de las circunstancias que rodearon a la película.

Otras pocas y amables palabras para Can You Ever Forgive Me? (¿Podras perdonarme?): Una comedia de la estadounidense Marielle Heller que relata la historia real de Lee Israel, una escritora fracasada, alcohólica, sucia y misántropa, que en la Nueva York de los 90 encuentra una forma de subsistencia -y su propio y especial destino artístico- falsificando cartas y documentos de escritores y personajes célebres como Dorothy Parker, Truman Capote o Katherine Mansfield. Secundada por su único amigo Jack Hock, un gay desamparado pero con aspiraciones de bon vivant (brillante Richard E. Grant), Lee (la notable Melissa McCarthy) lleva adelante su loca propuesta, en una comedia que camina las mismas rutas del Fake de Welles, aun con pretensiones más acotadas.

El Rumano Radu Jude parece ocupar el lugar de la conciencia histórica en el cine de su país. Sus tres últimas películas, cada una de ellas exhibidas en los respectivos festivales de Mar del Plata, lo ponen en tal lugar: Scarred Hearts es la biografía de Max Blecher, el principal poeta poeta surrealista rumano, que padeció la tuberculosis de la que moriría en un hospital durante la preguerra y en pleno fascismo rumano; The Dead Nation es un montaje de fotos de época obtenidas por un fotógrafo de pueblo, en cuya secuencia se podía entrever el crescendo del drama histórico que sobrevendría. Este año  I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians (traducción aproximada: “No me importa si pasamos a la historia como bárbaros”), muestra a Mariana, una joven directora de teatro empeñada en montar una pieza histórica que recree los años de la guerra y la ocupación nazi, la complicidad de la población y el exterminio de judíos en la matanza de Odessa, organizada por los nazis y protagonizada con entusiasmo o indiferencia por ciudadanos rumanos. La ambición de la directora es enorme, tan grande como los medios que quiere utilizar: uniformes y armas reales, decenas de actores profesionales y aficionados, múltiples escenas alternas o paralelas, todo en el espacio de una gran plaza rodeada de edificios públicos en el centro de Bucarest. La suma de estos elementos no la transforma en una película coral, puesto que la mayor parte del film está ocupada por los problemas de la vida íntima de Mariana y las dificultades de su puesta teatral. Estas no son únicamente profesionales, también están las provocadas por un funcionario público, supuesto encargado de la logística del gran espectáculo pero en realidad un censor que cuida la corrección política y los límites de lo que puede ser dicho sobre la historia rumana. Jude muestra, como gran parte del actual cine rumano, la pervivencia de una mentalidad totalitaria en su sociedad, como si la execrada figura de Ceaucescu y su régimen todavía estuvieran presentes; una pesadilla burocrática que atraviesa la historia con distintos nombres, fascismo primero, luego comunismo y ahora capitalismo. Esta mirada, llena de pesimismo rumano, se hace concreta durante la escena culminante de la puesta teatral: cientos de espectadores aplauden mientras los judíos de Odessa vuelven a arder en sus barracas, el público corea los cantos racistas de Camille Codreanu y sus discípulos. ¿Algo huele a podrido en Rumania, más allá del tiempo y los avatares políticos? Esta es la gran pregunta del cine de Jude, y probablemente del cine rumano en su conjunto. La astucia de Jude es disimularla dentro de los preparativos y dificultades de un evento artístico, y sacarla a la luz sin cambiar ni por un momento el tono, poniendo al espectador, del hecho teatral en la ficción, de la película en la sala, frente a la misma pregunta, al mismo dilema que como un fantasma está recorriendo el mundo en tiempo presente.

III.- QUIÉN TE CANTARÁ. (Vermut las más noches). Carlos Vermut es un joven director español (38 años) que despertó elogios y expectativas con sus dos películas anteriores, Diamond Flash y, especialmente, Magical Girl, exhibida en ciclos especiales en Argentina. Heredero de Almodóvar o su imitador, según lo definan sus defensores o sus detractores, toda la discusión sobre su cine parece centrarse en esta alternativa. Quién te cantará, su tercera película, fue la oportunidad que ofreció Mar del Plata para continuar la discusión. La influencia de Almodóvar está a la vista en este melodrama de tono frío, pero al mismo tiempo recorrido por fuertes corrientes subterráneas de pasión. En esta dialéctica entre superficie y profundidad se centra el dilema almodovariano en que muchos parecen encerrar a Vermut. A mi criterio la pregunta es ¿Cuánto más iba a esperar el cine español para comenzar a exhibir y asimilar la enorme marca de un cineasta como Pedro Almodóvar? El Vermut de Quién te cantará viene sin duda del manchego (así como éste encarna cada vez más la tradición española de la tragedia y el esperpento) y parece reelaborar sus temas y algunos de sus elementos de puesta en escena, llevándolos a un extremo en donde empieza a lucir su propio mundo; las protagonistas son femeninas como casi siempre en Almodóvar, pero aquí este protagonismo es absoluto; las mujeres de Vermut –al menos las de Quién te cantará– no sufren por o a causa de los hombres; el triángulo que forman Lila, Violeta y Blanca (la elección de los nombres parece un guiño almodovariano) no conoce de interferencias masculinas; apenas la de un ocasional compañero sexual de Violeta en una única noche (pero Vermut no nos permite ver la explicitud del sexo entre ambos). Lila es una cantante pop de enorme éxito que, cuando se dispone a volver a los escenarios luego de diez años de silencio, sufre un acceso de amnesia. Violeta es una fan de Lila que malvive de mimar sus canciones en el karaoke de una disco, mientras soporta los abusos y agresiones de su joven hija Marta, con quien convive. Blanca es la manager de Lila, una mujer madura y calculadora que vive de, por y para su representada. Blanca contrata a Violeta para que recuerde a Lila quién y cómo era ella misma diez años atrás. Lila es un cuerpo sin memoria encerrado en la luz de sus videos; Blanca y Violeta aman su voz y su cuerpo evanescentes, Violeta con el amor devoto de una fan que no quiere otra cosa que ser su ídolo; mímica de niña que aprende del mundo imitando los gestos de su madre, ahora es ella quien debe enseñar a Lila a ser otra vez la Lila de antes. Blanca refrena su sublimado deseo vampírico de poseer a ese cuerpo ajeno, que se ha evaporado entre las demandas amorosas de miles de anónimos amantes-admiradores. Violeta debe reconstruir el cuerpo de Lila para Blanca, triángulo cromático solo interrumpido por la despótica presencia de Marta, la hija de Violeta destinada a destruir el inestable equilibrio de esta precaria geometría del amor; amor idolátrico, nunca carnal, la estética siempre fría y en apariencia posmoderna de Vermut, cita y disimula a un mismo tiempo al culto pagano a la diosa virgen, transfundido al catolicismo en el culto mariano. Este es el lugar en donde Vermut se distancia de Almodóvar. Para el manchego toda pasión es amorosa y el amor es siempre sexual; mujeres siempre al borde, de la autodestrucción o de la redención, por un hombre u otra mujer; hombres matando por amor a otro hombre (La ley del deseo), la pasión siempre manda y el sexo es su natural vía regia. La envoltura pop/posmoderna de Quién te cantará la aleja de esos cautivantes abismos almodovarianos, de esos personajes que en sus excesos terminan por hacernos creer que se nos parecen. Nada más distante de las vidas comunes que el trío de Lila, Blanca y Violeta. Para acentuar esa distancia Vermut elige citar a otro hito de la cinefilia, augusto y nórdico, más helado y en apariencia distante, magno e instalada en el Olimpo del cine: toda la primera parte de su película es una revisión, cita y homenaje a Persona de Ingmar Bergman, en donde Lila es Elizabet Vogler, la actriz que queda muda en medio de una representación de Hedda Gabler, y Blanca es Alma, la enfermera encargada de recuperarla. El juego de identidades cruzadas, el vampirismo de Alma sobre Elizabet, se repiten en Blanca y Lila en planos que reproducen con el detalle de un copista del Renacimiento, las escenas bergmanianas (Blanca acariciando a Lila sobre su regazo, las dos en la cama, vestidas con camisones tan blancos como los tules de las cortinas que el viento hace girar en torno a ellas, envolviéndolas, es la más notoria; el calco feliz de aquella de Persona en donde Alma vampirizaba a Elizabet con iguales atuendos y planos casi iguales en ángulos, encuadres y duración. La irrupción de Violeta es la que marca el distanciamiento con la historia de Bergman. Violeta es el mundo “cutre”, proletario y cargado de fracaso e ilusiones perdidas de la España del tercer milenio; el mismo de donde viene Lila, cuyo triunfo está cargado de vacío y desmemoria. La ilusión de llegar, de ser el otro, es una utopía de bajo vuelo. Para “llegar” hay que sacrificar todo, incluso a uno mismo, hay que sufrir por la condición de hija o madre, como lo muestra la relación espejada de Lila con su madre y Blanca con su hija; hay que dejar de ser Lila o Violeta, o hay que resguardarse en el gélido egoísmo de Blanca. Hay que dejar de ser. La calculada perfección geométrica del férreo guion de Vermut permite esta conclusión encerrada en el enigma irresuelto del elusivo giro final.

Ni el Almodóvar de tantos deslumbrantes melodramas, ni el Bergman de Persona, ni el Wyler de La malvada; Vermut toma un poco de cada uno de ellos y los lleva para su propio molino, uno en donde se gesta un cineasta con las potencias de un grande. Faltan años y películas, pero el crédito queda abierto.

IV.- LA MADRE DE TODAS LAS FINALES. Permítanme esta digresión extradiegética. El 33° Festival de Mar del Plata terminó el 17 de noviembre con el renovado bochorno de su ceremonia de cierre, atravesada otra vez por la prepotencia y la grosería del acto de censura final, la prohibición de hablar impuesta a los ganadores en la ceremonia de entrega de premios, hecho suficientemente conocido que debe tener su lugar, el que le corresponda, en la memoria de los agravios que los actuales gobernantes imponen en al ámbito de la cultura y las libertades. Una semana después era la fecha de vuelta de la final que tantos esperábamos, ésta vez en la cancha de River. Lo que pasó en esa tarde también es suficientemente conocido y su desenlace, quince días más tarde y en Madrid, la misma ciudad por la que caminaron Goya, Buñuel y García Berlanga entre tantos, como ahora lo harán Almodóvar y Carlos Vermut, también. Para quienes profesamos el culto del sagrado manto blanco atravesado por la roja banda del coraje, la final robada y su glorioso desenlace, guardan simetría con el oprobioso cierre del declinante festival. Nosotros los felices somos, por ahora, la mitad menos uno; el 51% está desolado y el resultado y los porcentajes, justifican nuestra esperanza en un futuro cercano y mejor. La alegría no es solo madrileña.

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