A diez años de la multipremiada Milk (2008), Gus Van Sant vuelve a involucrarse en el género biopic con una historia lacrimógena de superación personal. Como valioso exponente del New Queer Cinema en los noventa, van Sant, en la misma senda que Todd Haynes, se convirtió en uno de los directores independientes más comprometidos a la hora de bucear en el mundo de las minorías. Un director que supo atravesar sin miedo esa delgada fibra entre lo que se espera de él y lo que ofrece, resuelto a navegar tanto las aguas de un cine de narración netamente clásica como aquel de corte experimental, con más aciertos que derrotas en su vasta trayectoria.
Tras las devastadoras críticas que sufrió en 2015 con The Sea of Trees, Van Sant regresa al ruedo con un proyecto con el que comenzó a trabajar años atrás, pensando en Robin Williams como protagonista, pero que finalmente logró ver de la luz en 2018 de la mano de Amazon Studios. A raíz de la muerte de Williams, eligió a Joaquin Phoenix para sucederlo en el rol de John Callahan, un alcohólico de Oregon que a la edad de veintiún años queda cuadripléjico luego de un accidente automovilístico. Su historia se prologa años más tarde, entrada la década de los ochenta, cuando decide enfrentar su adicción y descubre en el humor gráfico su verdadera vocación.
Difícil no caer en el golpe bajo tras la seguidilla de eventos desafortunados que van nutriendo la historia de este artista, pero Van Sant consigue, de manera sutil, fijar el patrón de comportamiento autodestructivo que asume un adicto y ofrece una mirada honesta sobre el trasfondo oscuro que conlleva su recuperación. Resulta interesante que la historia esté narrada en el seno de este proceso de sanación, y tal vez lo más llamativo es que John nunca se convierte en un personaje cuyo caos interior atenta contra sus allegados: las dagas se clavan una y otra vez en su propia piel. En sus primeros trazos, la película recuerda un poco al Harvey Peckar de American Splendor (2004), ese antihéroe del montón que logra monetizar sus penurias a través de la ironía en el humor. No te preocupes, no irá lejos conserva un poco de ese espíritu (incluso en el recurso de las intervenciones animadas que irrumpen en la pantalla), y a la vez se abre a otros discursos como el capacitismo, la apropiación cultural o el trabajo sobre la crueldad, rasgos en los que hubiera resultado interesante ahondar. Todo el conjunto de adversidades a las que se enfrenta John actúan como síntoma de la irrefrenable autodestrucción a la que se somete en su adicción. La elección de Joaquin Phoenix es más que acertada a juzgar por su trayectoria interpretando personajes complejos y desbordados. Acá no defrauda y redobla la propuesta al asumir el rol de un personaje con movilidad reducida. La cámara en mano y la frecuencia en la utilización de primerísimos primeros planos contribuyen a la construcción del clima sofocante con el que el personaje afronta su camino a la redención.
“No conozco a mi verdadera madre, soy cuadripléjico y soy alcoholico”, estas son las palabras con las que el protagonista decide presentarse en los diversos entornos que habita, y construye un relato sobre la indefensión con el que intenta excusarse en cada interacción con el afuera. Esta redundancia por momentos vuelve al relato reiterativo y previsible, pero es también la consistente debilidad de John la cualidad que logra sensibilizar al espectador, trabando un juego especular que cala hondo en las inseguridades personales y torna el relato más intimista. La repetición de los traumas que lo construyeron como individuo, incluso utilizando las mismas palabras hasta el hartazgo, se vuelve un mantra que usa de coraza al enfrentarse al resto.
Los avances y retrocesos que experimenta el protagonista en su adicción se pueden asimilar a situaciones cotidianas de rechazo y vergüenza, y es clave el trabajo de Van Sant en este plano. La escena en la que vemos a Callahan esconderse detrás de un árbol para beber, siendo testigo en la espesura de un escarceo sigiloso entre un hombre de edad avanzada y uno de menor edad, es tal vez una de las marcas de autor más presentes en la película. El lugar donde Van Sant habla sin ser visto acerca de la incomprensión y la vergüenza, sobre el deseo irrefrenable en una sociedad que señala y desprecia.
Donnie (Johan Hill en una caracterización impecable), su padrino de rehabilitación, es quien funciona como catalizador y empuja a John a cruzar el umbral que lo dirime entre la negación y la superación personal. Es en quien se ampara para encontrar la protección que le fue negada por su madre biológica, por su familia adoptiva y por la vida misma. Donnie es un niño rico con tristeza que lidera un grupo de alcohólico anónimos y oficia casi como gurú en las intervenciones que realiza a sus “cerditos”. Sin embargo, su discurso espiritual comienza a volverse terrenal a medida que crece su relación con Callahan: Donnie es quien lo impulsa a abandonar su papel de víctima y tomar las riendas de su propia vida: “Si has tenido una epifanía, no habrá un relámpago que te alcancé y que te cure de tu mierda. Vas a tener descubrimientos personales y epifanías, y momentos de claridad. Pero tus problemas no van a desaparecer solos. Lidiaras con esta mierda todos los días. Siempre llevaras algo de dolor, siempre llevaras algo de vergüenza, pero tienes que luchar o acabaras muerto.”
La falta de matices en los personajes secundarios resulta uno de los puntos más flojos de la película, un desperdicio considerable teniendo en cuenta la tríada de emblemas femeninos del rock que logra reunir la película (Kim Gordon, Beth Ditto y Carrie Brownstein), apariciones que entusiasma encontrar al inicio de la película, pero cuyo crecimiento dramático se vuelve estático en el transcurso, oficiando como un elemento más en la puesta en escena. Figuras detenidas en el tiempo que funcionan en tanto interpelan las inseguridades de Callahan, incomodándolo para que deshabite su lastimosa conformidad.
Es Suzanne (Brownstein) el personaje en el que Van Sant descarga el oxímoron sobre el progreso social que encarna el Estado. Es quien ante el mínimo avance en la carrera de Callahan, irrumpe a amenazar con la quita a su pensión por invalidez. Es la burocracia encallada en una figura que no ofrece respuestas ni soluciones y es el lugar en el que la debilidad del personaje principal se vuelve más tangible. El mismo silencio que aflora cuando John intenta encontrar a su madre, una presencia imaginaria que lo interpela desde la ausencia en un soliloquio que se va transformando en su mayor motivación.
El humor funciona como terapia para Callahan cuando finalmente logra reírse de si mismo y plasmarlo en sus viñetas, dotadas de un humor ácido que resulta repulsivo para gran parte de la sociedad. Sin embargo la misma desfachatez con la que perturba a sus detractores es la que logra cautivar en igual medida a sus más fieles seguidores.
De todas maneras, no es tanto la progresión del relato sino los momentos en los cuales la película logra despegarse del manual de autoayuda los que vuelven memorable la trama. El reencuentro entre John y Dexter sin duda es uno de los puntos fuertes a destacar y es trazado con maestría por las lúcidas interpretaciones de Jack Black y Joaquin Phoenix. La película puede resultar predecible en cuanto a su matiz de historia de superación personal, pero pese a sus puntos flacos, la fuerza dramática del relato se encarama en la lograda construcción del personaje protagónico, tarea en la que Gus Van Sant es especialista.
No te preocupes, no irá lejos (Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot. Estados Unidos, 2018) Dirección: Gus Van Sant. Guion: Gus Van Sant, Jack Gibson, William Andrew Eatman. (basada en las memorias de John Callahan). Fotografía Christopher Blauvelt. Musica: Danny Elfman Elenco: Joaquin Phoenix, Rooney Mara, Jonah Hill, Jack Black, Mark Webber, Peter Banifaz,Udo Kier, Nolan Gross, Connor Skific, Karen Nitsche, Beth Ditto, Olivia Hamilton,Kim Gordon, Carrie Brownstein. Duración: 114 minutos.
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Muy buena reseña Gabi, impecable! (y eso que odio los spoilers)