“El mundo está muriendo de pánico” es la frase que identifica el inicio de Poison, ópera prima de Todd Haynes. Película-ensayo y modelo de mucho de lo que vendría después, Poison ocupa un lugar importante en la carrera de Haynes y representa un inicio prometedor para ese incipiente movimiento –llamado por muchos New Queer Cinema– que despuntaba a principios de los ’90 de la mano de noveles directores como Gus Van Sant o, un poco más tardíamente, John Cameron Mitchell. Con una estructura triádica, Haynes combina géneros y tradiciones populares con una idea rectora que consiste en indagar sobre la constitución cultural de la identidad, atravesada por la represión, el secreto y la sexualidad. Ese secreto que se agita tras las apariencias ha sido el alma vital de toda su obra, aquel que constituye no solo un misterio nunca revelado sino que es la misma fuerza de resistencia en el seno de un entorno modelado por definiciones, compartimentos y categorías estancas. La trágica vulnerabilidad del mundo de Haynes es también la de sus personajes, asediados por una mirada que los persigue, segura y omnipresente, que los constriñe en un espacio inhabitable y en un tiempo impropio, que les niega respiro, vitalidad, autonomía. Haynes ha hecho de la máscara el mejor artilugio para la revelación de lo esencial, aquello que nunca puede ser silenciado.
Quiero morir en tu veneno. Luego de sus estudios sobre lenguaje y semiótica en la Universidad Brown de Rhode Island, de su admiración por la obra del poeta francés Arthur Rimbaud, de su inquietante cortometraje Superstar: The Karen Carpenter Story (1988) –sobre el fatal destino de Karen Carpenter, la anorexia, las drogas prescriptas y la tragedia de la fama, todo diseñado en la plástica textura de las Barbies ultradelgadas como una animación ominosa y sacrificial-, llegaría su desembarco en Nueva York, el encuentro con quien sería su productora todos estos años, Christine Vachon, y la idea de hacer su primer largometraje. Poison está dividida en tres historias visualmente muy distintas y bajo las que subyace la vida y obra del escritor francés Jean Genet. Una de ellas –‘Homo’- retrata la conflictiva relación homoerótica entre dos presidiarios y recurre a los tópicos del drama queer carcelario en un registro opaco y virado a los tonos ocres que encuentra puntos de contacto con las últimas películas de Fassbinder (de hecho, Querelle, la obra póstuma del director alemán, es la adaptación de una novela de Genet); la segunda –‘Horror’-, filmada en blanco y negro al estilo de la ciencia ficción mutante de los primeros ’50, cuenta la odisea de un científico excéntrico que descubre una fórmula reveladora de los misterios de la sexualidad humana y se convierte en una criatura monstruosa perseguida por las fuerzas de seguridad; y la última –‘Hero’-, bajo la forma del documental televisivo, explora el caso apócrifo de un niño de 7 años que asesina a su padre y sale volando por la ventana (el niño se llama Richie, nombre similar al niño volador de la película de François Ozon, otro cineasta de la estela queer).
La estructura narrativa de Poison, que será complejizada en dos películas posteriores de Haynes como Velvet Goldmine y I’m not There, funciona como punto de partida de su estrategia: ese esqueleto estructural, apropiado de géneros como el melodrama, la sci-fi o el mockumentary, es el que va a desmontarse a instancias de una fuerza subterránea que socava sus propios cimientos. Lo que Haynes pone en crisis al exponer la normativa percepción de la homosexualidad como desviación o monstruosidad es justamente la serie de patrones que suponen esa normalidad y que aquí invierten su sentido. La condición de héroe del chico que mata y vuela, reconstruida con la aparente objetividad del documental, la sexualidad al ojo público como una llaga sangrante que debe ser sanada, y el ceremonial sadomasoquista carcelario capaz de apropiarse de bodas y confituras sólo ponen al descubierto la inasible complejidad de la naturaleza humana, aquella que el cine es capaz de indagar pero nunca de darle explicación. La utilización del término queer, que aparece en el episodio de la cárcel, es toda una toma de posición: en contraposición a gay (alegre), queer (similar a puto) era considerado entonces como un insulto, una denominación negativa para referir a la homosexualidad que Haynes arrebata, vincula con el crimen y la enfermedad, y desplaza de toda armonía conciliadora ocasionando un revulsivo estado de cosas que quedó plasmado en la respuesta que tuvo la película desde los sectores más conservadores. Poison fue financiada –en forma por demás austera- con el dinero de la Agencia Nacional de Editoriales, una especie de fondo de artes que otorga el Estado norteamericano, y disparó una encendida controversia sobre los destinos de los dineros públicos debido a su supuesto contenido pornográfico. Casi en simultáneo abrió una tímida puerta en el Festival de Sundance de aquellos primeros años, lejos del marketing indie de hoy, que lo posicionó como una figura a tener en cuenta.
El mundo contra mí: Safe. Safe es, sin lugar a dudas, una obra excepcional, difícil de clasificar, rigurosa en su forma y construcción y anárquica en sus consecuencias. A diferencia de Poison, no hay crédito literario salvo la inspiración que Haynes acusa de dos fuentes: la primera, algunos informes médicos de finales de los ’80 que detectaron una especie de “enfermedad del medioambiente” en ciertos pacientes con reacciones sintomáticas frente a un entorno que incluye polución, sustancias contaminantes y componentes químicos; la segunda, el género de los telefilms sobre enfermedades inusuales que se puso de moda hacia fines de los ’70, teniendo como emblema El chico de la burbuja de plástico (Randal Kleiser, 1976), protagonizada por John Travolta como un paciente que padece un severo trastorno en el sistema inmunitario. Sobre esa fructífera combinatoria Haynes delinea la historia de Carol White (Julianne Moore), un ama de casa que vive en una espléndida casa del valle de San Fernando en California, inmersa en reuniones sociales y decoración de interiores, con un marido un tanto ausente y atento a sus negocios, un hijastro un poco distante y una corte de amigas frívolas y superficiales. Esa vida en apariencia cómoda y placentera, en un entorno modernísimo y pensado para el confort burgués, comienza a mostrar algunas grietas. Paulatinamente Carol comienza a sentir un malestar físico que incluye accesos de tos, mareos, náuseas, desmayos, pérdida del sentido de la ubicación y de la pertenencia. Todo el espacio que habita comienza a volverse contra ella y Haynes lo expresa en una puesta en escena rigurosa, trabajada al detalle en encuadres opresivos y ángulos incómodos. Vivir, para Carol, es difícil en cada una de sus mínimas tareas, las más asiduas y cotidianas, en un espacio que antes era familiar y de pronto se torna extraño.
Haynes utiliza su cámara creando un estado de inquietud y desconcierto ejemplares, con objetos que limitan la visión del espectador, con crecientes desenfoques que tornan opaca y fragmentaria la realidad de Carol, el mundo en el que hasta entonces creía habitar con comodidad y armonía. La condición de Carol se desliza lentamente hacia el plano metafísico, tornando ese malestar concreto en algo trascendente, del orden de lo existencial. Ya no hay lugar para ella en este mundo emblema de la civilización moderna en el que creía que todo era previsto y solucionado. Sin embargo, cuando decide recluirse en una comunidad alejada del centro urbano, entre árboles y rituales naturistas, descubrirá que tampoco allí hay lugar para ella. Esa extraña “enfermedad” que la aqueja, que la hace distinta, susceptible de ser recluida en un espacio cada vez más reducido, alérgica a las visitas de quienes eran hasta entonces sus seres queridos, es un enigma que porta en cada uno de sus movimientos, en su mirada perdida en la lejanía, incapaz de descifrar ese misterio que la envuelve sin escapatoria.
Al igual que en Poison Haynes desmontaba la lógica de géneros como el documental o el horror monstruoso, aquí la lógica autoafirmativa y superadora de los encendidos telefilms sobre enfermedades queda definitivamente dislocada sin ofrecer respuesta alguna. Esa fuerza de voluntad y espíritu de superación demuestran su futilidad y la puesta racionalista de Haynes es una demostración viviente de los límites del esfuerzo por explicar el mundo. ¿Qué le pasa a Carol? ¿Hay cura para su enfermedad? ¿Existe un espacio en el que pueda recuperar su estado “normal”? Ese mundo gélido y calculado, rígido en su previsión y ordenamiento, es el que dispara las más irracionales consecuencias, aquellas que fascinan el interés de Haynes como cineasta. Sus películas parten del artificio para llevarlo al extremo –sea el melodrama, el biopic o la ficción médica edificante- para contaminarlo con un germen cuya propagación es incalculable. La máscara, en el cine de Haynes, no se desmorona fruto de un arrebato iconoclasta, sino que revela el misterio detrás como límite y fin de todo intento de normalidad racionalista. Y la Carol de Safe es la primera representante de esas criaturas ambiguas que habitarán su universo, crípticas e indescifrables, de las que sólo percibimos su fenomenología y que pese a acompañarlas a lo largo de su camino atesoran el secreto para siempre. Así será Veda en Mildred Pierce, Bob Dylan en I’m not There, y, por supuesto, Brian Slade en Velvet Goldmine.
El secreto del glam rock. Todd Haynes se toma muy en serio la preparación de Velvet Goldmine y lee cuanto libro se haya publicado sobre el movimiento glam, su condición contracultural, las vidas de exponentes como David Bowie, Marc Bolan o Iggy Pop, y establece una conexión no tan impensada: la figura de Oscar Wilde emerge como padre espiritual y disparador de una potencialidad extraña, alienígena, que adquirirá celebración en los años ’70 y tendrá a la sofisticada e intelectual Londres como epicentro. Más allá de apropiarse de la estructura narrativa de El ciudadano, de poner en escena ese fructífero romance entre el tardío swinging London y la explosión pop estadounidense, de conectar el sarcasmo intelectual con la explícita carnalidad, Velvet Goldmine resulta fascinante por el riesgo que asume al desmembrar su relato al mismo tiempo que compromete al espectador en su construcción. El hilo conductor de la historia es Arthur (Christian Bale), un joven periodista inglés que en sus años adolescentes se sentía fascinado por el glam rock, las tapas de los discos, los vestuarios de plumas y los rostros andróginos como expresión de su propia alteridad, la misma que emanaba de la irónica prosa de Wilde. Haynes construye la película desde el ambiguo punto de vista del fan, curioso protagonista capaz de encontrar eco en la obra que admira y de la que también se siente parte. Todo el universo de Velvet Goldmine se construye según ese recorrido incierto del que indaga quién es y qué lo representa, y la misma película devela el lugar que ocupa la música, el cine y la cultura en general en la construcción de las identidades.
Velvet Goldmine es también el nombre de una canción de Bowie escrita en 1971, presentada en una reedición de Space Oddity del ’75 y objeto de culto que, si bien no aparece en la película porque el mismo Bowie no quiso que se utilizara su música, ofrece una identidad visual concreta: aquella que emana del documental Ziggy Stardust and the Spiders from Mars de D. A. Pennebaker, y que también condensa los recuerdos del joven Haynes que en su adolescencia se sentía atraído por esa condición alienígena y enigmática de la cultura glam. La figura de Brian Slade (Jonathan Rhys Mayers) va más allá del mero alter ego de Bowie: su capacidad camaleónica que evoca a la del Kane de Welles no ofrece aquella voracidad destructiva sino que se despliega en múltiples formas. Tan variadas como ecléctico es el estilo que elige Haynes a lo largo de su obra, resistente a cualquier encasillamiento y cuestionador de su propia impostura. Para Haynes no hay nada definitivo, esa reescritura permanente que ensaya es la que le da vitalidad al mito, la que lo enriquece y torna imperecedero.
Más allá de las apariencias Velvet Goldmine no es una película sobre el glam rock, no quiere reconstruir aquella época desde el vívido recuerdo ni quiere celebrarla desde la nostalgia. Esos retazos que forman el relato, como pinceladas de rimmel y purpurina dispersa, son parte de ese disfraz que fabricó el glam como complemento de su música en tanto era también una performance de osadía y bisexualidad, de provocación y deseo. Haynes distancia su mirada diez años y sitúa el presente en los ’80, cuando su personaje ha abandonado la adolescencia y esa admiración que ostentaba como fanático se cruza con la crítica y el desencanto del investigador: mentira y verdad se condicionan y enlazan en esa oda ficticia a la alteridad que constituye la esencia de la obra de Haynes. Así como en Safe el refugio del espacio alejado resultaba infructuoso y esa incomodidad condensada en la “enfermedad” expresaba la genuina condición humana, aquí el devenir de los tiempos y las máscaras en el nuevo presente del pop de MTV y la mercadotecnia, ya no son expresión de la alteridad sino la fórmula de la pertenencia. La inquietud por nunca terminar de pertenecer a ese mundo donde se es extraño ha sido reemplazada por la peor imitación, esa imitación de la vida de la que hablaba Douglas Sirk en sus melodramas de los ’50.
Lo que el cielo nos quita. La cuarta película de Todd Haynes es la que más lejos va en el tiempo, hacia los años de la presidencia de Eisenhower, aquellos del “sueño americano” pintado en los avisos del confort suburbano, aquellos de los tonos pasteles de los locales de comidas rápidas, de los autos lanchones para la familia y la virtud publicitaria. La evidente matriz es el cine del inmigrante Sirk –llegado de Alemania en los ’30- de aquellos años, esos relatos que exponían en clave de género los cambios de la vida doméstica sujeta a presiones sociales tensas y subcutáneas que se intensificaban en su mirada a la distancia, donde la lógica de su configuración adquiría una relevancia insoslayable. El inicio de Lejos del paraíso es similar al de Lo que el cielo nos da: la cámara baja a través de las hojas de los árboles y se posa en los jardines de una casona amplia. La protagonista, que en aquella era viuda y madre de dos jóvenes adultos, que se enamoraba de un jardinero pobre y bastante más joven, aquí es la esposa de un exitoso vendedor que batalla infructuosamente con su homosexualidad, es el alma de una familia amorosamente instalada en Connecticut y también es la que se atreve a enamorarse del jardinero –no solo pobre sino negro-, acto que es visto como un atentado contra la sociedad y digno de hostiles expresiones de racismo. O sea que Haynes combina motivos argumentales de varias películas de Sirk – las diferencias etarias y sociales de Lo que el cielo nos da, la impotencia y homosexualidad latente de Escrito en el viento, el racismo de Imitación a la vida– y amalgama un estilo visual que se inicia como copia fiel de aquella poética del exceso y el reflejo, de la que Sirk hizo santo y seña.
Sin embargo, su operación no concluye ahí. Ese aparente mimetismo con el estilo ostentoso de Sirk, con sus vestuarios fastuosos y sus decorados artificiales se desliza lentamente en un desencanto desgarrador que recupera la fuerza emotiva que tenían aquellos melodramas cuando el público los consumía con un fervor lacrimógeno. Haynes desmonta ese aparato de representación recurriendo a ciertos guiños al cine de Fassbinder a partir del inicio de la silenciosa pasión de Cathy (Julianne Moore) por su atractivo jardinero. Es claro en la escena del baile sobre esos decorados en rojo furioso, que recuerdan el encuentro entre Emmi y Ali en La angustia corroe el alma (1974) ante la mirada atónita de todos los presentes. Esta referencia no es casual –Fassbinder ha sido uno de los grandes admiradores y recuperadores de la obra de Sirk -ni tampoco explícita, pero está allí. Ese vidrio oscuro detrás del cual Sirk miraba a sus criaturas ahora se ha opacado aún más en tanto Haynes no mira a su sociedad contemporánea sino cómo el arte de aquel tiempo representaba ese mundo circundante. Doble juego de representaciones que requiere un dominio del estilo que se libera a medida que avanza el relato, por ello es tan conmovedor el final en el que sólo quedan al desnudo los sentimientos, aquellos que son universales pese a los cambios de época.
A dónde ir. En su crítica del Village Voice, J. Hoberman distingue a I’m not There como la película del año 2007. Sin embargo, luego de pasar por el Festival de Nueva York y generar cierto reconocimiento crítico, la película se fue perdiendo lentamente hasta quedar dispersa y no valorada en su justa medida. De hecho, hoy no se la considera a la altura del resto de la obra de Haynes. ¿A qué puede deberse esto? Tal vez a que Haynes ya había logrado un lugar en el terreno cinematográfico en el que este tipo de riesgos son considerados demasiado crípticos, incluso para la crítica especializada. Concebida como un cuerpo deforme, mutante, desordenado, contradictorio e infernal, la historia de este músico del que nunca se pronuncia su nombre pero tenemos la certeza de que es Bob Dylan –de hecho la línea inicial que afirma la inspiración de la película y el material documental de un concierto que aparece al final son las únicas referencias a la figura de Dylan- es más que la mezcla de géneros como el biopic y el musical, más que la exploración de las diversas facetas de un artista, más que el elenco de estrellas que ostenta. Haynes nos hace nuevamente esa pregunta sobre la identidad, ese eterno interrogante que ha atravesado generaciones, sobre todo desde la posguerra, cuando las certezas sobre el mundo, su estatuto y su proyección parecían ingresar en la incierta pendiente del desconcierto. Sin embargo, esa incógnita está lejos de ser una demanda y no ofrece ni siquiera un atisbo de respuesta. Cada uno de los actores que encarna a este sujeto ecléctico y elusivo (Christian Bale, Cate Blanchett, Richard Gere, Ben Whishaw, Heath Ledger y Marcus Carl Franklin) porta sobre sus espaldas ese misterio de la existencia: el que responde siempre a una idea pero se conjuga en múltiples (poeta, profeta, marginal, farsante, estrella o descarga de electricidad), ese que se transforma irremediablemente a cada golpe de montaje, presidido por una capacidad poética que ya había ensayado en Poison y aquí supera. El desafío a la linealidad es más drástico que el operado sobre el relato y está destinado a dislocar toda lógica en la definición de un artista. Si en Velvet Goldmine asistíamos a la reconstrucción de una vida y una obra desde la óptica combinada del fan y el investigador, aquí la ambición de Haynes prescinde de un sujeto rector: ya no hay punto de vista al que aferrarse. Esa inestabilidad es la que inquieta, la que distancia, la que nos dice que la identidad no es tanto una persona como un lugar, un espacio en el que estar o no.
Nuevamente, como en Velvet Goldmine, el título está inspirado en una canción inédita –aquí de 1967- que, en este caso, sí efectivamente aparece en la película. Durante varios años Haynes estuvo entusiasmado con la idea de llevar al cine lo que Bob Dylan significó para la música, para él mismo, para toda una generación; entonces se puso en contacto con él y consiguió los derechos de las canciones. Y también logró que varios de los momentos recreados de manera impresionista evocaran sucesos reales –como la interpretación de Christian Bale frente a unos trabajadores que aparece en el material de archivo del documental No Direction Home: Bob Dylan, de Martin Scorsese- aunque su espíritu no es representarlos de manera verista sino como ese halo de presencia y guiño para quien sabe ver entre esas líneas. Si bien en Velvet Goldmine también era posible ver las referencias reales de algunos sucesos de ficción, como la excéntrica conferencia de prensa que recuerda a una de Bowie, el intento de dinamitar desde su interior la historia oficial del glam confería al relato un grado de estilización evidente en el uso del colorinche y las escenas espaciales salidas del cine de Richard Lester. Ese mismo gesto reaparece en I’m not There, reflejo del mismo gesto de distanciamiento, aunque el blanco y negro pueda hacernos perderlo de vista. No hay aquí homogeneidad posible, sino que todo es alteridad: los desafíos visuales se combinan con un montaje inusual, asociativo, que puede expulsar al espectador para luego traerlo pero nunca convertirse en algo caprichoso. En esta criatura salida del laboratorio de Frankenstein que es I’m not There se suele ver el talento de los actores al acercarse a Dylan desde diversos ángulos, y no tanto la idea de Haynes, que es la que preside ese recorrido. Aún cuando pueda parecer un poco extensa, dispersa en algunas secuencias, alcanza una fuerza difícil de lograr en una película que elude la narrativa tradicional, que asesta tantos golpes a las previsiones y que nunca nos deja descansar.
El suplicio de una hija pobre. La adaptación de la novela de James M. Cain al cine fue filmada en 1945 por Michael Curtiz y es, tal vez, una de sus mejores películas, y una de las grandes actuaciones de Joan Crawford. Sin embargo, no es demasiado fiel al original y realiza una operación propia de la época: toma un argumento clásico del melodrama y lo conjuga con la estética propia del film noir, en alza por entonces. El flashback, el trasfondo ominoso, la inolvidable escena en el puente del inicio, todo eso que no estaba en la novela tampoco lo está en la adaptación que realiza Todd Haynes para la televisión más de 60 años después. Si bien es una miniserie de cinco episodios para la cadena HBO, su estructura es la de una película de un poco más de cinco horas y media. Como en toda la obra de Haynes, desde el comienzo los personajes asisten a la desintegración de toda certeza sobre quiénes son y cómo se representan en un país atravesado por una profunda crisis que excede la dimensión económica. Estamos a comienzos de los años ’30, Estados Unidos se encuentra inmerso en plena Depresión y Mildred (Kate Winslet) acaba de separarse de su marido, un tipo que tenía una empresa de bienes raíces, que de pronto se ha quedado en la lona y que no sabe salir de esa abulia que lo consume y lo hace cometer absurdas torpezas. En pleno torbellino, Mildred queda a cargo de su casa, de sus hijas y de la responsabilidad de mantenerlas. Al principio cocina algunas tortas caseras pero, como eso no es suficiente para los gastos de una familia de clase media y el descenso social es intolerable, sale a buscar trabajo, primero de recepcionista o empleada administrativa, luego de lo que sea. Ser moza en un restaurante de gente trabajadora, vistiendo un uniforme y recibiendo propinas, no es tan humillante para Mildred cuando se mira al espejo como el hecho de que su orgullosa hija Veda (Morgan Turner/Evan Rachel Wood) se entere. Veda ha quedado adherida a una realidad que ya no existe, sumergida en sus clases de piano y sus devaneos de niña rica que se sostienen en la burbuja que su madre construye a fuerza de imposturas.
La tragedia de Mildred Pierce nunca consiste en ser la víctima de su malvada hija, sino en el hecho de que su identidad de clase media, que se forjó durante diez años destinados a ello –como lo fueron “the roaring twenties”- y en la que educó a la orgullosa Veda y a la desdichada Ray, se evaporó de repente. Trabajar de moza es una deshonra porque ella se construyó, para sí misma y para el afuera, como alguien para el que era impensable esa labor. Por eso el enfrentamiento feroz con las ambiciones de Veda, que se resiste a asumir la verdad tras la apariencia y a entender que para obtener lo que se quiere hay que luchar para conseguirlo, es tan frustrante. Mildred acarrea consigo su propia cruz, esa misma que hizo que toda una sociedad soportara pagar la crisis de una especulación de la que nunca se había enriquecido. Veda nació en un mundo en el que los derechos conseguidos eran dados por sentados y perderlos de un plumazo le generaba el pataleo de una nena caprichosa antes que la formación de una verdadera conciencia social. Haynes no solo consigue captar de manera brillante aquel espíritu de una época decisiva para los Estados Unidos, sino que lo ha hecho despojando a su película de toda enmienda moral al hacer de Veda un personaje más cáustico y ambiguo de lo que era la hija ambiciosa de Joan Crawford, y logrando situar a la clase social como epicentro de su relato, tema por demás incómodo para la ficción estadounidense.
Acá puede leerse un texto de Paula Vazquez Prieto sobre la película Carol de Todd Haynes.
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