El título es decisorio, en tanto instala una relación pre-existente y un espacio de circulación. Las amigas son dos, el camino de campo es el que recorren durante todo un día, buscando el meteorito que han visto caer la noche anterior. Eso que el título dibuja como una certeza inicial, refrendada en la primera parte de las acciones, va difuminándose hasta revelar la carencia. La primera ausencia física es la de Claudia, tercer vértice de esa amistad original. De su muerte, apenas sabemos eso, que ha ocurrido: ni las causas, ni el momento en que se produjo. Y a medida que transcurre el relato, se puede detectar el efecto que produjo sobre las sobrevivientes –Sandra y Tere- y sobre su relación. En algún momento, cuando esa ausencia comienza a recuperarse desde la evocación y las palabras, lo que empieza a desaparecer es el camino de campo. Lo que queda es la transformación del paisaje que deriva hacia una naturaleza menos intervenida. El espacio se vuelve cada vez más abstracto, con menos marcas de referencias y donde el campo y la montaña se entrelazan. Un espacio que se transforma y una relación que empieza a dejar ver sus huecos son el transcurso de Amigas en un camino de campo (Santiago Loza, 2022) .

Trayecto de duelo y de despedida. Hay algo entre Sandra y Tere que parece no haberse saldado y que es una consecuencia de la muerte de Claudia. Como si su desaparición hubiera destruido una armonía precisa que las amigas logran evocar, esa recuperación parece ser un recurso al cual se aferran en cada momento en que pueden surgir roces. Si como dice Tere, “ya no somos la Santísima Trinidad”, lo que queda es un escozor que va expresándose en cuentagotas. Al reclamo que le hace la hija cuando llega de visita (“Querés estar tranquila a costa del sufrimiento de los demás”), se le suman los planteos de Tere a Sandra, relativos tanto a su apatía como a sus dudas sobre el duelo que implica la muerte de la amiga. El lugar de Sandra se resume en dos frases que parecen, a primera vista, invalidar cualquier reclamo sobre su persona. “No tengo ganas de hablar de cosas que me hacen mal”, dice como corolario de su decisión de no hablar de Claudia. Más adelante dirá que “ya no soporto las discusiones”. Sandra se vuelve, de esa manera, un personaje de una opacidad notable: lo suyo es una pura acción que queda desprendida de todo motor voluntario que la lleve a ponerse en movimiento y que renuncia a poner en palabras su interioridad–el ejemplo más claro es la decisión de acostarse boca arriba al costado del cráter donde se encuentra el meteorito. Y lo que asoma como proyección son desprendimientos de un pasado (la cabalgata por el bosque, el viaje a Cuzco) y que solo parecen ser menciones de improbable concreción.

Si el duelo respecto de Claudia está fuera de campo del relato, el que se avecina en ese recorrido es el de la disolución definitiva de ese vínculo en un espacio de cercanía. Tere se irá del pueblo, ha pedido el traslado a otro hospital y se instalará entre ambas una distancia física insalvable. La caminata en busca del meteorito es la última que compartirán y ello la transforma en un ejercicio teñido de cierta tristeza: esa separación que parece intuirse en la relación –la señal más precisa parece estar en la divergencia de ciertos recuerdos que afloran en esa tarde- se tornará ahora más notoria.

De todas formas, lo más interesante de la construcción de Amigas en un camino de campo no pasa por esos elementos, sino por las elecciones que se ponen en juego para entroncar con la linealidad que implica el recorrido de las dos mujeres en busca del meteorito. Una de ellas es la forma en que Loza introduce una serie de desviaciones aparentes en el relato. Momentos en los que sale de la centralidad de las dos protagonistas, como si necesitara darles un respiro a su trayecto. La primera de ellas es la secuencia en la que Virginia va a visitar a Nora, la hija de Sandra. En ellas ya se ha instalado esa distancia que se verá en la otra relación: las dos se ven distintas y se extrañan mutuamente. El paso del tiempo se ha instalado entre ellas de manera irremediable, pero lo que surge es, más que la diferencia en lo que ven, la repetición de los actos –la propuesta de Virginia de salir a caminar al día siguiente-, el parecido que Virginia recalca entre Nora y su madre.  La segunda es el desvío que se produce cuando Sandra y Tere se cruzan con el hombre a caballo. Tras ese cruce, en lugar de que este se vuelva apenas el objeto de las miradas de las protagonistas –como pasa tanto en el momento en que se ve a la gente que busca el meteorito como en el encuentro posterior con el joven que parece haberse perdido- propone el seguimiento que nos lleva hasta su casa. Una y otra desviación se comportan de manera arborescente; son ramas laterales de un mismo cuerpo que brindan una sensación de un follaje más tupido. Pero si la primera aporta una noción de paralelismo en la situación de madre e hija, la segunda parece una disrupción por puro placer de explorar un camino lateral hasta que éste se termina.

Esa lateralidad, tiene su razón de ser en la totalidad. El pasaje de esa breve secuencia implica una irrupción de lo extraño en un territorio reconocible. Es que esa transformación del territorio que recorren es la marca de toda la película, lo que vuelve al espacio algo igualmente extraño. Lo que se construye, más que un camino es un espacio de pasajes que van atravesando las dos protagonistas, como una forma de distanciamiento en la que es necesario dejar algunas cosas atrás. Si Tere parece dejar en ese paso el silencio para señalar algunos cuestionamientos a su amiga y recuperar cierta predestinación teñida de tristeza (“Cuando Claudia enfermó, sentí que era una señal”), Sandra va desprendiéndose de objetos para liberarse del peso que lleva. Primero dejará los panes que preparó a sus clientes, luego las flores en la tumba de Claudia, finalmente la canasta junto a un árbol. Es justamente esa acción la que parece remarcar esa idea de pasaje: hay algo más allá del espacio conocido que exige aventurarse y arriesgarse con el mayor desprendimiento posible (no es algo menor que esa zona no tenga señal de celular). Esas fronteras a traspasar pueden ser visibles (el inmenso pórtico salamónico del cementerio de Saldungaray) o invisibles (metaforizados en el poema del tramo final que refiere a la llegada a un campo en el que hay que atravesar una tranquera), pero como sea que se expresen, son la puerta de acceso a un mundo desconocido.

Ese mundo se construye a partir de la irrupción de lo disruptivo. Una poeta –Roberta Iannamico- que vive alejada en un pueblo de provincia y que permanece en fuera de campo porque allí sí hay una frontera que no puede traspasarse. La entrada gigantesca de un cementerio en medio de la pampa. Y sobre todo la poesía, que pone en el centro a esa poeta que no vemos, y que aquí funciona como palabras que irrumpen en cada uno de los personajes como objetos que vienen de otro planeta. Como ese meteorito que cae y ante el cual uno solo puede mirar, extrañado, fascinado, cómo se ha incrustado en la tierra y ha dejado su marca.

Amigas en un camino de campo (Argentina, 2022). Dirección: Santiago Loza. Guion: Lionel Braverman y Santiago Loza. Fotografía: Eduardo Crespo. Edición: Josefina Llobet. Elenco: Eva Bianco, Anabella Bacigalupo, Jazmín Carballo, Carolina Saade. Duración: 77 minutos.

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