La segunda jornada en Pico trajo un baño de italianidad. De hecho, las dos salas de la ciudad y epicentros del festival son mantenidas y financiadas por la Asociación Italiana XX de Septiembre de Socorros Mutuos, fundada en 1907 y patrona de las artes y la cultura de la región. Como en la Florencia del Renacimiento, la sangre italiana hace de Pico una ciudad cultural por excelencia, y viste con sus colores no solo en los días del festival sino las actividades artísticas del resto del año. Muchos de los colaboradores en la boletería de los cines, los que reciben al público de las charlas con golosinas, y los que se visten de estreno en las funciones de la madre patria son voluntarios entusiastas, curadores de que el espíritu cinéfilo de Pico siga respirando en sus salas, sus butacas, sus pantallas llenas de colores y música.
La primera función de la sección italiana comenzó con todo: Terror en la ópera (1987) en una versión restaurada celebra a uno de los maestros de un género autóctono como el giallo. Dario Argento revela en su última obra maestra el crepúsculo de una tradición que él mismo había contribuido a forjar. Si bien están los clásicos temas de Argento -la obsesión amorosa que deviene en muerte ceremonial, la pulsión escópica como clave de todo goce- y la estética artificial acentuada por las nuevas formas visuales de los 80 -la hoja del cuchillo que atraviesa el cuello y asoma en la garganta, los primerísimos planos de un ojo asediado por agujas-, lo que vale en esta reaparición es la propia obsesión de Argento en tanto director, deslizada bajo la patología de su asesino al igual que sustancial al mundo de la ópera que define su escena del crimen.
La ópera como territorio italiano por excelencia se convierte en la película en una escena siempre menor frente a lo que ocurre en pasillos y aledaños donde es el asesino el que gesta su obra. La idea de maldición que rodea a Macbeth de Shakespeare es tanto ficción en Terror en la ópera como convicción del propio Argento al pensar su película como lucha contra ese sino que desborda el rodaje y mancha de la misma sangre roja las imágenes que vemos en pantalla. Más allá del rescate del cine de Argento como estrategia comercial -ya se estrenaron varias de sus películas en versiones restauradas con bienvenido éxito-, lo que expresa la presencia de esta película en un festival como Pico es también la necesidad de una comunidad para disfrutar esta experiencia, que requiere de la sala (más aún la suntuosa sala de techos altos y colores cálidos del Gran Pampa) y del ritual del público para enriquecer el horror y consagrar el acto de ver cine en el cine.
Luego de nuevos recorridos por la ciudad, de su placentera hospitalidad y la singularidad de sus cafecitos, llegó la gran estrella del ciclo italiano: El colibrí (2022) de Francesca Archibugi, pronta a estrenarse en salas comerciales. La película hizo aparición allí como un preestreno y esa condición es quizás lo que justifica su atractivo. Archibugi fue guionista de Paolo Virzì en la última etapa de su obra, quizás la menos interesante. En tanto heredero de la comedia italiana de los 60 -más que de los 70 que fue más corrosiva y menos teñida de residuos del neorrealismo rosa-, Virzì recoge historias familiares, cruza humor y tragedia, abusa del histrionismo de sus intérpretes -por ejemplo en Loca alegría donde Archibugi también es guionista- y se acomoda a un relato de cuño convencional. Archibugi -sobre todo en ésta y en su anterior, Vivere (2019)- se recuesta en el drama como forma de articular los meandros familiares en el destino de su protagonista, en este caso el médico Marco Carrera (Pierfrancesco Favino), al que de niño apodaban ‘Colibrí’.
La historia va y viene en el tiempo, mezclando la infancia, juventud y adultez de Marco con las tragedias en el seno de su familia, su personalidad introvertida, su afición por el juego y sus amores truncos. Ese ida y vuelta que intenta un entramado de intriga (de hecho un plano en el que se anuncia una llamada se repite varias veces hasta revelar el contenido de la comunicación) no termina de funcionar, quita carnadura a las relaciones (por ejemplo al romance de Marco y Louisa, el personaje de Bérénice Bejó), convierte a varios personajes (sobre todo femeninos) en histéricos y caprichosos, y diluye las búsquedas formales desde el montaje en estrategias efectistas sin clara motivación. Quizás atado por su fuente literaria (la novela de Sandro Veronesi) o por las desmedidas ambiciones de la directora, El colibrí convierte la vida de ese hombre en una escalada grandilocuente de momentos que en tanto se encadenan con indulgencia y ampulosidad se tornan banales, hasta ridículos.
Pero la noche no estaba perdida y luego de una corrida entre cine y cine llegó la perla del festival, una película que asoma por su humor ocurrente y sin tapujos en la noche estrellada de Pico. Se trata de Rotting in the Sun (2023), de Sebastián Silva, director chileno que sorprendió con La nana (2009), incursionó en el indie con Nasty Baby (2015), y en el último tiempo se dedicó a series y podcasts. En esta oportunidad Silva nutre a su comedia de una clara impronta autobiográfica y al mismo tiempo de una lógica anárquica e impredecible que mira con humor cáustico al microcosmos de redes sociales y negocios audiovisuales del que él mismo es parte. Todo comienza en una playa en la que el coqueteo con el influencer estrella Jordan Firstman -quien, al igual que Silva, hacen de sí mismos- deriva en la promesa de un romance y de un rodaje juntos. Después de un festival de desnudos y órganos sexuales masculinos entre las luces de la noche y la rugosidad de la arena, Silva regresa a su casa en México donde Vero (la excelente Catalina Saavedra de La nana) ha quedado cuidando a la perra Chima. Ensimismado, Silva deambula por el loft en construcción, buscando ketamina, repasando notas suicidas, charlando vía Zoom con ejecutivos de HBO, y coordinando la llegada de Jordan. Lo que parecía un fin de semana creativo y desenfrenado deriva en una desaparición misteriosa y una humorada desopilante. La película no se detiene ante nada, no solo burla la vanidad de Jordan y el divertido mundo de egos y banalidades que lo rodea en su llegada a México, sino que explora los contornos de la industria del entretenimiento al igual que la disputa de clases en el corazón del DF mexicano. Los chistes circulan alrededor del suicidio y la abulia, de las viejas y nuevas formas de la celebridad, dan cuerpo a la experiencia gay masculina como materia de disfrute y también de soledad. Saavedra brinda a su Vero la anomalía perfecta para circular en ese universo que conoce demasiado y aún así le resulta ajeno. Rotting in the Sun es de lo mejor que puede verse hoy en relación a la cultura contemporánea y su divertida podredumbre bajo el cálido sol de una terraza.
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