Freddy (Sebastián Silva) parece haber cumplido el sueño americano. Vive en un coqueto departamento de Brooklyn junto a su novio Mo (Tunde Adebimpe), rodeado de plantas y la música que le gusta. Una mañana recibe a un galerista al que le cuenta entusiasmado su próximo proyecto: una instalación audiovisual sobre su inminente paternidad. Es que Freddy planea ser padre junto a su amiga Polly (Kristen Wiig), proyecto que lo llena de orgullo y expectativa. Más allá del irónico “nasty baby” que utiliza para definirlo, ese bebé por venir podría tener sus mismos genes y aspiraciones. El galerista se va entusiasmado, intrigado por esa película de ego y falsa vergüenza que Freddy maquina para sus adentros, convencido de que el sueño finalmente parece cumplido.
Pero no todo es tan fácil. Nasty Baby es la paciente deconstrucción de ese soñado imaginario. El primer revés para Freddy es la confirmación de que sus espermatozoides son débiles. Polly no queda embarazada y necesita otro donante. Es Mo entonces quien entra en escena, nunca demasiado convencido de la idea de la paternidad y las bondades del sueño americano. Mo es negro, su familia no es de Nueva York y todavía conserva ciertos silencios respecto a ese ideal de integración. La insistencia de Polly y la ansiedad de Freddy sumen a Mo en una duda persistente, que masculla silencioso mientras trabaja día a día en una carpintería. A partir de allí, el director chileno Sebastián Silva comienza a angostar imperceptiblemente el universo de Freddy, nutrido de su aspiracionismo de clase y esa consistente ilusión de pertenencia que se va tornando a cada plano más elusiva.
La progresiva crisis de Freddy cobra cuerpo en una inesperada batalla urbana, situada en la misma cuadra de su barrio neoyorkino. En ese espacio público habita El Obispo (Reg. E Cathey), un indigente algo extraviado que vende objetos usados por un dólar, recoge las hojas otoñales muy temprano a la mañana y brinda su errático saludo a los transeúntes. El Obispo se enfrenta a diario con Richard (Mark Margolis), otro vecino de la cuadra que lo persigue por su incómodo comportamiento. Casi por casualidad Freddy se desliza en ese creciente encono y lo hace propio: compra unos objetos a El Obispo y recibe la desaprobación de Richard, discute con El Obispo por sus ruidos matinales y obtiene el apoyo de Richard, finalmente inicia una subterránea disputa con El Obispo que culmina irremediablemente en una tragedia de la Richard resulta el inesperado protector. Es interesante cómo Silva construye esta historia en paralelo con la vida oficial de Freddy, las cenas con sus amigos, los dilemas del embarazo, el proyecto artístico. La presencia de El Obispo es el recuerdo persistente de que eso que vive no disfraza su contracara, ese precio que lo acerca a Richard, del que termina siendo una extraña réplica.
Nasty Baby opera uno de los más arriesgados cambios de tono del que el cine tenga registro en los últimos años. Ese aire indie y despreocupado que demuestra al comienzo, en las escena del trío de futuros padres y sus miedos, los chistes y los perdones, la vida bohemia del artista algo egocéntrico pero simpático que vive entre plantas y filma su intimidad, deriva en la oscura confirmación de su condición de espejismo. Y esa ilusión no puede ser más terrible si deriva de un sueño que en su inefable conversión resulta la materia de una pesadilla. La puesta en escena de Silva lo anticipa con astucia. Luego de una escena luminosa, en la que el disturbio matutino se resuelve con una salida al parque, entre árboles y curiosas ardillas, sobreviene la llegada de Polly al cumpleaños, la incómoda situación con El Obispo y la venganza concebida como una broma juvenil que termina en el preámbulo de la violencia final.
Freddy y Mo, un inmigrante y un negro, parecen disfrutar de una vida hogareña y confortable hasta que aquello que permanece oculto emerge de la peor forma. Una señal evidente de ese arribo es la visita a la familia de Mo. Pese al entusiasmo de Freddy y la presión de Polly, Mo se muestra algo reticente a convertirse en el donante de esperma. Es algo que tengo que pensar, le advierte a su novio. «Bueno, podés dar una respuesta esta noche», insiste Freddy como un intento nada sutil de convencerlo. Mo es reservado y sus dudas adheridas a lo que el horizonte de un hijo implica lo repliegan aún más en su interior. Mantiene regulares conversaciones con su madre pero hace tiempo que no visita a su familia. Finalmente Polly y Freddy lo acompañan en el festejo familiar con motivo de su cumpleaños. La conversación durante la cena deriva en la idea del hijo y la hermana de Mo expone sus reservas de la manera más brutal. «Quizás eso sea normal para ustedes –lo de la donación, la expectativa de formar una familia fuera de las aparentes convenciones-, como eso de irte a vivir a Nueva York y decidir que eras gay», le dice. Las palabras se suspenden en el clima de incomodidad que el padre intercepta repentinamente al traer la torta con las velitas encendidas. Minutos después, Mo toma la decisión que venía postergando.
Ese sismo inicial se replica en la vida de Freddy, tanto en su frustración respecto a no ser él el donante, escondida en las bromas del proyecto audiovisual, antes pensado en solitario y ahora convertido en una especie de collage colectivo, sino en la creciente ira que se gesta en su interior luego de cada encuentro con El Obispo. Cada mañana, el despertar se torna angustioso bajo el sonido de la aspiradora en la vereda y el convencimiento de una tolerancia que nunca encuentra recompensa. Incluso su amistad con Polly se altera por la atención que ella presta a Mo, mientras su arte se vuelve impostor ante esa evidencia. La armonía que Silva tejió con paciencia en las primeras escenas se desgrana de manera gradual pero devastadora, se revela como una explosión siempre atajada a último momento que posterga el estallido pero nunca lo libera. Y el bebé resulta la concreta evidencia de lo que falta, de esa nueva conquista no alcanzada que de pronto se convierte en lo único importante.
El humor de Silva recorre los carriles menos pensados, nunca se afirma en la evidencia sino a esa paciente constatación -compartida con el espectador- de que todo ese mundo, edificado en anhelos y sueños imaginados, en una pretendida armonía cuyas grietas comienzan a hacerse innegables, tiene bastante de impostura. La broma que termina en arrepentimiento y final de fiesta, el comentario irónico que desemboca en una pelea o las rispideces ocasionales que escalan en la tragedia resultan las claves de la estrategia de su cine, aquel del que ya había dado pruebas en la excelente La nana (2009). Aquí nuevamente esa crueldad disfrazada de armonía social y sonrisas de compromiso arriba como un vendaval en el final, arrastrándolo todo a su paso.
Calificación: 8/10
Nasty Baby (Estados Unidos/Chile, 2015). Guion y dirección: Sebastián Silva. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Sofía Subercaseaux. Elenco: Sebastián Silva, Kristen Wiig, Tunde Adebimpe, Reg E. Cathey, Mark Margolis, Alia Shawkat. Dirección: 101 minutos.
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