A diferencia de otros clubes más populares, San Lorenzo tiene una épica que nace de la ausencia, de la carencia. Que se sostiene en la contrariedad y no del éxito –como podría ser la de Racing, primer campeón Intercontinental argentino o la de Independiente como “Rey de Copas”-: San Lorenzo fue, durante largos años, el único de los cinco grandes que no había ganado la Copa Libertadores; tuvo largos ciclos sin obtener campeonatos locales (los 21 años que van del Nacional del 74 al Clausura del 95); fue el primero de los grandes en irse al descenso en 1981; y durante muchos años (24 para ser precisos) no tuvo estadio propio. Y a pesar, o quizás por eso mismo, mantuvo una hinchada leal y numerosa como pocas, acostumbrada a sobrevivir a los estigmas.
Es desde ese punto que está narrado Volver a Boedo. Desde el lugar del hincha y del club, pero eludiendo continuamente la cultura del “aguante” barrabravista que se adueñó de las tribunas del fútbol argentino en las últimas dos décadas. Pero también desde aquellos estigmas: porque el documental asume como eje de su relato la pérdida del espacio de representación –el estadio-, a través del cual se van filtrando el resto de las pérdidas históricas que se articulan en esa que se considera la fundamental. El Gasómetro, ícono de la historia futbolera de nuestro país -el último gran estadio de tablones de madera-, fue escenario de un partido por última vez a fines de 1979 (un espantoso empate en cero ante Boca, del que solo sobrevive en el recuerdo un penal que Gatti le ataja a Jorge Coscia con los pies). A esa altura, San Lorenzo llevaba cinco años sin títulos, estaba a tan solo dos años de descender a la Primera B, a 16 años de su siguiente título local y a muchos más para lograr la Libertadores.
De esa suma de elementos es que resulta que Volver a Boedo es una película anacrónica, en tanto se despega de la historia del club como elemento identificatorio –apenas está esbozada en el comienzo pero sin entrar en detalles de la cronología-, concentrándose en la significación de ese hecho que parte en dos la historia del club, y fundamentalmente de los hinchas. La identificación lineal del estadio con el club es la que, paradójicamente, abre una perspectiva más amplia, en tanto trasciende los límites del encuentro dominguero. La evocación del estadio por parte de los hinchas –que no elude del todo la nostalgia- sale del confinamiento de lo futbolero, prolongándose a los bailes de carnaval o a los recitales históricos en tiempos en que no eran habituales los shows en canchas de fútbol. Lo que importa es la significación que implicaba ese estadio para el barrio de Boedo, y que es lo que articula, desde el título, el recorrido de la película.
Volver a Boedo, como si el club, los hinchas, estuvieran exiliados en una tierra que no les pertenece. Como si hubieran sido parte de una diáspora, de una expulsión de su lugar de origen hacia tierras lejanas y ajenas -no hay que olvidar que San Lorenzo, como club de fútbol, fue local en barrios tan disímiles como Villa Crespo, Parque Patricios, Caballito o La Boca. Desde ese territorio que ocupa hoy en otro barrio, se organiza el intento de volver al lugar que le pertenece históricamente.
La idea del espacio propio es potente, en tanto no hubo una decisión propia en la salida de Boedo, sino un entramado de intereses económicos que empezaron en los últimos años de la dictadura y se cristalizaron en años posteriores. Porque, a fin de cuentas, no se trata de recuperar el estadio que fue –y que hoy ya no podría existir como tal, teniendo en cuenta que como mínimo hubieran tenido que reemplazarse los tablones-, sino el lugar físico alrededor del cual se identifica una idea superadora: el barrio (y allí hay otro anacronismo palpable en el documental). No es casual que uno de los protagonistas señale que cuando se desmontó el estadio, se destruyó el barrio: el club trascendía el fútbol y lo deportivo para instalarse como seña de identificación y pertenencia cultural (tampoco sorprende entonces que la vuelta a Boedo haya comenzado con el intento de recuperar la cultura del barrio). Hay entonces en el documental, un recorte mixto en la elección de la representación del hincha: mientras el fútbol queda marcado por el recitado que recupera los cantos tribuneros y que funciona como una suerte de separador de secuencias, y por la recurrencia de los colores en objetos históricos y de colección, el club aparece como estructurador de recuerdos que lo exceden. El hincha cuya casa estaba pegada al estadio, por esas curiosidades del loteo, lo que le permitía colarse por la tribuna. La reivindicación de lo barrial desde el tango, incluso excediendo la puntualidad de Boedo (Cucuza Castiello canta el tango “Boedo” mientras reivindica su pertenencia a Villa Crespo y a su club emblemático, Atlanta). El curioso recuerdo de Fabián Casas, que elude los jugadores o los partidos emblemáticos y se concentra en la iluminación del estadio. Y, por sobre todo, el destino de los tablones del viejo estadio: y allí es tan emotivo y sorprendente el relato de Sanfilippo cuando llevó a su padre ciego a sentarse en las gradas que armó con algunos de los tablones en su quinta, como el relato de los maderos que terminaron sosteniendo el techo de una iglesia y que es relatado por un cura que también es hincha de San Lorenzo. En ese doble cruce se sustenta lo mejor del documental, que sostiene la mirada casi como de reojo y con desconfianza a ese terreno todavía ocupado por un hipermercado multinacional. Ese mismo terreno que también aparecía, representando esa referencia barrial en Hijos nuestros: la cita del personaje central con la madre del chico que juega al fútbol es en un café que está en la esquina y detrás de ellos se podía ver el terreno “usurpado”.
Ese recorrido que ocupa los dos primeros tercios del documental logra ser potente porque consigue asentarse en un registro más cercano al individuo que forma parte de un colectivo, pero haciendo hincapié en las particularidades de cada uno –ex futbolistas, vecinos, coleccionistas- como forma de retratar un todo mucho más complejo. En el último tercio, ocupado casi exclusivamente por el recorrido de las marchas para retornar a Boedo, el paisaje se vuelve menos atractivo, en tanto la ecuación se invierte: ahora es lo colectivo lo que tiene importancia y lo individual y los rasgos característicos quedan aplanados. Aún cuando se entiende que allí está el núcleo de la épica de los hinchas en los últimos años, no deja de ser, para el espectador ajeno al club, un registro demasiado repetitivo y casi burocrático del camino seguido por la institución y en el cual el hincha, de pronto, vuelve a convertirse en anónimo (no deja de ser un signo que sea en este último tramo recién cuando aparece la dirigencia del club). Pareciera que en ese tramo, la pretensión de “documentar” se pone de relieve por sobre la de “poner a la luz” que dominaba el primer tramo y que lo hacía mucho más interesante. Esa necesidad de dejar registro de un hecho acerca demasiado al documental a la órbita de lo periodístico, alejándolo a su vez, de la fortaleza creativa que había exhibido hasta entonces. Al hincha de San Lorenzo poco le importará, seguramente: ellos se verán reflejados allí en esas marchas, en la lucha conjunta por obtener lo buscado, y en la sensación de un deber cumplido como institución.
Volver a Boedo (Argentina, 2018). Guion y dirección: Sergio Criscolo. Fotografía y cámara: Martín Larrea. Montaje: Alejandra Almirón; Marino Morduchowicz. Duración: 88 minutos.
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