I. El festival. El Bafici 2018 fue para mí una experiencia breve, limitada a siete u ocho películas; cuestiones personales que no vienen al caso me impidieron la asistencia de otros años. No haré pues balances o evaluaciones sobre el desarrollo del festival en sí. No obstante quiero señalar que en la presentación de las dos películas argentinas que vi, sus directores denunciaron la situación que amenaza al cine independiente como consecuencia de la política del INCAA, que está crecientemente dirigida a concentrar los recursos crediticios en las grandes productoras en desmedro de los realizadores artesanales y experimentales, lo que ya ha determinado una gran caída de la producción para el año en curso y que, agrego yo, no es más que la aplicación a la cinematografía de la política económica y cultural del actual gobierno. Desde este lugar me adhiero a los reclamos de los cineastas, tanto como a los de todos los millones de afectados por las distintas políticas de la Alianza Cambiemos. Y agrego: esta sombra fúnebre que va oscureciendo al país y a cada de una de sus actividades no me anula el juicio a la hora de ver y valorar películas, ni hace que me niegue a concurrir al Bafici o a alguna otra de las mayormente pobres y escasas actividades culturales organizadas por este gobierno, como en cambio optan por hacerlo con su propio criterio y buenas razones tantos amigos y compañeros. Pero esta sombra mediocre y mercantil me quita las ganas; es un proceso lento pero inexorable. La progresiva pérdida de los espacios comunes, de los ámbitos de disfrute, creatividad, amistad y deseo, se han transformado, de forma planificada o no, en una parte importante del proyecto político desmovilizador que nos gobierna. Que quede claro, los gestores y ejecutores de estas políticas y los gerenciadores que las ponen en práctica, son cómplices y responsables de las mismas, se trate de un ministro o de un curador. La pérdida del deseo como un factor exógeno y no endógeno es otra arma de poder y la única respuesta –la única que yo encuentro- es seguir adelante, “con el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad”, ocupando los espacios que nos quieren recortar, amuchándonos en las citas que nos convocan y hablando de lo que se nos cante en el lugar y momento en que lo creamos necesario. Sin dejar de reconocer la modestia de estas prácticas, invito a los lectores a sumarse a esta elemental propuesta de praxis revolucionaria.
II. Latinoamérica. Destaco estas tres películas de este lado del mundo:
ROBAR A RODIN. Chile, 2016. Dirección: Cristóbal Valenzuela, 80′.
Un asalto al cielo. Un roce fugaz con la gloria, o cómo entrar al Olimpo por la puerta de servicio. Cargar en la mochila junto con los trastos personales una estatua de Rodin, llevarla a casa, extraerla de su escondite, mirarla y sentir que ese pedazo de bronce fue moldeado alguna vez por el artista célebre. Imaginar tal vez que una comunión profana iguala a través del tiempo las manos del artista con las del ladrón ¿Acaso Cristo no padeció junto a dos de ellos? ¿Porqué entonces no disfrutar junto al genio, sentir por un momento que se es su par? Todo eso pudo haber experimentado el joven estudiante de arte que en 2005 robó una estatua de Rodin (un torso de dimensiones más bien pequeñas) del recinto de una gran muestra dedicada al artista francés en Santiago de Chile. El muchacho venía de una infancia difícil, sin padre, con trastornos de conducta y tempranos problemas de adicción. Valenzuela tiene la astucia de no elaborar explicaciones psicológicas o de cualquier otro tipo para estas actitudes, sino de exhibirlas y concentrarse en su personaje con todas sus extravagancias y contradicciones. De tal forma su película se transforma en un paseo alocado e irreverente, siempre beneficiado de un humor liviano, a través del paisaje social y cultural de su país.
Varios testimonios apuntan contra la solemnidad y la pacatería colectivas; contra la uniformidad de un sistema social discretamente alterado por la locura casi inocente de un lunático a veces querible y muchas otras ridículo. Esas contradicciones sin embargo lo transforman en un gran personaje; Robar a Rodin podría ser una ficción, y tal vez lo sea o se acomode en ese espacio lúdico, siempre fantasioso, en que cada uno se imagina grande y magnífico; en donde un ladrón ocasional de arte se transforma en un Prometeo democratizador de la cultura, sin dejar de ser un chico atemorizado por su travesura que termina entregándose inocentemente a la policía. Documental o ficción, Robar a Rodin es una película alegre, dueña de un sano desparpajo; en su juvenil y aparente despreocupación se acomoda con modestia y desenfado junto a tantas otras películas célebres que forman el subgénero de las películas de robos sofisticados, desde Rififí (Jules Dassin) hasta la serie Once Eleven (Soderbergh) pasando por la magna El círculo rojo (Melville), o la subvalorada El affaire de Thomas Crown (la remake dirigida por el gran John Mc Tiernan). Pero su filiación más inmediata e inevitable es con el Fake de Orson Welles; la impostura como obra de arte, la mentira y la verdad como caras intercambiables de una misma moneda de valor nulo o incalculable. Valenzuela no es Welles desde luego, ni hace falta aclararlo; tampoco Melville, pero su desprejuiciada artesanía de novicio tiene algo para decirnos sobre el arte, la verdad y la mentira. Y por supuesto vale la pena escucharlo.
III. Bolivia. Bolivia ha sido el territorio de experimentación de casi todas las ideas y proyectos político-sociales que atravesaron el siglo XX y lo que va del XXI. Todo lo que se ensayó en Bolivia se aplicó luego en el resto de América y en otras partes del mundo; un privilegio compartido demasiadas veces con Argentina en donde, por ejemplo, se experimentaron todas las recetas económicas liberales a partir de la caída del peronismo mientras en los países centrales se construía el estado de bienestar. En Bolivia se aplicó por primera vez la blitzkrieg, táctica de guerra desarrollada por el Mariscal paraguayo Estigarribia en la Guerra del Chaco (1932/35), copiada luego por los generales nazis en la Segunda Guerra. Fue en Bolivia en donde por primera vez triunfó por las armas un movimiento populista, el MNR, que a partir de 1952 impulsó la primera reforma agraria del siglo pasado en Sudamérica. Fue en Bolivia en donde la CIA a través de sus organizaciones “solidarias” de fachada esterilizaron a mujeres indígenas, práctica que luego se repitió en Asia y África. En Bolivia –junto con Argentina- se aplicaron, por primera vez con todo su salvajismo a partir de comienzos de los setenta, las recetas neoliberales económicas que años después llevaron a la práctica Thachter y Reagan en sus respectivos países, las mismas que por estos lados causaron catástrofes y hoy vuelven en todo su sombrío esplendor en Argentina, y que signaron el principio de la decadencia imperial angloamericana. El actual gobierno socialista pluriétnico de Evo Morales es también la primer experiencia del mundo con tales particularidades.
Por estas y muchas otras razones Bolivia es una realidad apasionante, en perpetua mutación, audaz y desmedida. Nos faltaba hasta ahora un cine que diera cuenta de ese magma hirviente, vecino y hermano mal que le pese a la racista clase media argentina. Durante muchos años el cine boliviano fue para nosotros sinónimo de Jorge Sanjinés, veterano y aún activo. Ahora esa carencia parece empezar a cubrirse con la aparición de nuevos directores y películas. Ya en 2017 el Bafici exhibió la notable Viejo calavera de Kiro Russo. En otros festivales pudimos ver Zona Sur e Yvi Maraey de Juan Carlos Valdivia. En esta edición hubo una película del más consolidado de los directores de la nueva generación de cineastas bolivianos, Marcos Loayza, director de la formidable Cuestión de fe. Su última película AVERNO es un viaje por una La Paz nocturna y de contornos en apariencia surrealista. Tupa, un joven de clase humilde, recibe el encargo de buscar a su tío en un bar llamado el Averno. En este comienzo está lo mejor de la película, con un ritmo y un manejo de la cámara y el montaje que remiten y homenajean expresamente al mejor cine americano de acción de los ochenta, específicamente al Walter Hill de Los guerreros y Calles de fuego, pero también al Scorsese de Después de hora. A medida que Tupa se interna en los lugares más sórdidos, la historia se complejiza, a veces arbitrariamente. Lo que más arriba llamé surrealismo es en realidad una inmersión en los mitos y leyendas locales. No sería justo pedirle a Loayza que se ponga didáctico y explique el sentido de esos mitos, pero el resultado es que por momentos el interés del espectador no informado se diluye, mientras en otros, cuando prevalece el tono opresivo y persecutorio y la atención se concentra en los laberintos infernales de la noche paceña, recupera su interés. Loayza ha jugado con Averno una apuesta grande; se intuye en su película una ambición cultural totalizadora que traduzca la originalidad pluricultural boliviana en todas sus facetas. El resultado de esa apuesta es desigual pero el coraje puesto en juego debería llevarlo a insistir en esa difícil vía. Hay allí un mundo distinto y desconocido esperando que alguien lo exprese.
ALGO QUEMA. Bolivia, 2018. Dirección: Mauricio Alfredo Ovando, 77′.
Mauricio Alfredo Ovando es el nieto del General Alfredo Ovando Candia, hombre fuerte durante la dramática década del sesenta del siglo pasado en Bolivia; dos gobiernos civiles fueron derrocados por su acción, dos veces fue presidente de facto, una de ellas copresidiendo con el general derechista René Barrientos en cuya posterior presidencia en solitario fue capturado y asesinado el Che Guevara. Mauricio Alfredo firma con sus dos nombres, incluyendo el segundo que debe a su abuelo. Eligió además la profesión de cineasta, actividad por la que el general parece haber tenido un fuerte interés. La gran cantidad de películas familiares que componen la materia de Algo quema han sido filmadas por el propio General Ovando, o por sus hijos, o por personas a quienes les encargaba el registro de todas sus actividades. Todo resalta la importancia que la figura del abuelo tiene en la vida del nieto y evidencia el tono de buena parte de la película: una serie de imágenes de familia siempre girando alrededor de la dominante y afectuosa figura familiar del General Ovando. Pero he aquí la trampa del cine, del arte si se quiere; las imágenes, como las palabras, se disocian de la voluntad de quien las crea, arman sus propios recorridos y terminan enunciando sus propias verdades.
El niño Mauricio, Mauricio Alfredo, hace suyo ese mundo de imágenes familiares y públicas siguiendo el legado implícito de su abuelo y, en la medida en que avanza, la figura patriarcal del hombre de estado y pater familias se resquebraja y renace en todas sus contradictorias dimensiones. Ahora es el hombre que mandó a reprimir a sangre y fuego una protesta minera dejando decenas de muertos. O el altamente sospechoso de haber orquestado la muerte “accidental” del General Barrientos. Al mismo tiempo es el general nacionalista que en su última etapa en el poder nacionaliza el petróleo poniendo a cargo de esa gestión a Marcelo Quiroga Santa Cruz, un notable economista marxista que fue asesinado y desaparecido durante la posterior dictadura de García Meza. Pero es también el que oculta la razón secreta de otra muerte dudosamente accidental, la de uno de sus hijos, tragedia que lo decide a dejar el poder y marcharse como embajador a España con toda su familia. También el sistema de ideas que sustenta la familia parece agrietarse a medida que Mauricio Ovando va armando su película y su historia. Encontramos a su prima que bautiza con el nombre de Ernesto a su hijo en homenaje a Guevara. En oposición, la viuda del general representa el pasado y el orden inalterable que las películas de la familia vienen a alterar. Finalmente Mauricio Alfredo Ovando, el nieto, el cineasta, podrá armar su propia versión de la historia, realizará el montaje definitivo y personalmente doloroso que lo ubica en el mundo como hombre y artista. Y Bolivia, el país más contradictorio de América, habrá sumado una nueva visión para su impar historia.
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