14137989_706064916209198_6176019683327497446_o…pero lo que más me gusta son las cosas que no se tocan…

Las cosas que no se tocan, Intoxicados.

Hugo devora el pie de la prostituta mientras un chorro de cerveza desciende por el empeine hasta sus dedos. No hay nada (y todo es) erotizante en esta imagen: Hugo engulle el pie, los dedos y la cerveza con angustia. Con este gesto de desesperada antropofagia, Hugo pareciera buscar apoderarse de aquello que le fue cortado, arrancado de cuajo en su mejor momento; el pie goleador que años atrás hacía magia para el equipo de su corazón, San Lorenzo de Almagro, ahora sólo va y viene del embrague al acelerador y del acelerador al freno de un taxi que no es ni de lejos la Ferrari que desde el póster en la pared es testigo de la escena. Y ese pie, incapacitado a raíz de la lesión que lo empujó al retiro, no sólo carga con el fracaso de una vida de esfuerzo sino también con el peso de un cuerpo en el que caben dos. Hugo (Carlos Portaluppi) no anda con un hombre menos, como le dice a Silvia (Ana Katz) para excusarse por haberla plantado, más bien con un hombre de más; le sobra la sombra del que no fue.

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Del movimiento real y vital del cuerpo al movimiento ilusorio de la máquina que atrofia al hombre; Hugo se está convirtiendo de a poco en esa planta muerta a la que su madre no le habla. La aparición de Silvia en su vida no compromete una potencial relación amorosa, aunque la historia pareciera tomar ese carril. Las mujeres para Hugo oscilan entre el objeto fetichista de la botinera y el estrago materno, al que el personaje de Katz queda asimilado en una escena con la que cualquier lacaniano se haría un festín: Silvia, luego de una perorata sobre la importancia de la educación religiosa, se pone a coser un cocodrilo1 en la remera de su hijo, Julián.

Es este chico (Valentín Greco), un adolescente hincha de Vélez que aspira a convertirse en jugador profesional, lo que reaviva la pasión y la libido del protagonista que cree ver en él la posibilidad de enmendar sus fracasos. El cortejo es siempre hacia el pibe: en lugar de un vestido, la camiseta, en lugar de unos zapatos de taco, los botines, en lugar del cine con Silvia, la cena con ambos. Pero Julián pronto adopta la forma de un pathos en el que la cuestión futbolera pasa a un segundo plano emergiendo con potencia el sentido cristiano de “la pasión”: condena, dolor, muerte y resurrección.

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Hijos nuestros amaga con ser una comedia romántica pero se va densificando hasta adoptar la forma de un melodrama sagrado como pocos se han filmando en nuestro país. Tiene la potencia del mejor clasicismo porque parte de una premisa en apariencia sencilla que se va colmando de sentido(s) mediante la construcción de una puesta en escena invisible (y punzante) que apunta directo a los sentimientos más recónditos del espectador. Por eso no excluye al que no guste y/o no sepa nada de fútbol. Gebauer y Suárez, sus directores, van muchísimo más lejos. Todo aquello que refiera al universo futbolístico (rivalidades, gastadas, fanatismos, charlas de bar, etc.) reviste otros problemas de fondo de dimensiones humanas y hasta políticas. El chiste y la joda tienen un límite; cuando el humor asoma, la cercanía de los planos y la apesadumbrada expresión en la cara de Hugo contrarían la risa.

La cara de Portaluppi, más doliente que neutra, es en cada escena el elemento que entra en fricción con el espíritu que la colma: es la falta de gracia ante la anécdota de Guillermo Coppola en la radio; es la angustia que contamina el erotismo de la primera escena descripta; el vacío durante el festejo por los penales ganados; el dolor cuando cántico de cancha y canto religioso se aúnan en plena misa; la ausencia durante la visita a su madre; la soledad cuando está con Silvia.

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Es Julián el único capaz de hacerlo sonreír o enfurecer. Son los pies de Julián el motor, la fuerza, el empuje que lo inspira a salir de su letargo y encarar una misión (que involucra la conversión del chico de fortinero a cuervo), pero devendrán prótesis inútiles para sus reveses, y Hugo, doblemente abatido por su destino, enfrenta la verdad del cuerpo. De su cuerpo estigmatizado.

 1 “El papel de la madre es el deseo de la madre. Esto es capital. El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual, que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente, va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre.”. Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis.

Aquí pueden leerse un texto de Julián Mocoroa y otro de José Luis Visconti sobre la misma película.

Hijos nuestros (Argentina, 2015), de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, c/Carlos Portaluppi, Ana Katz, Germán de Silva, Daniel Hendler, Valentín Greco, 87′.

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