Dirigida por Jason Reitman y protagonizada por Charlize Theron, Tully, relata la historia de una madre de tres niños que, luego de su último parto, experimenta las contradicciones de la vida adulta y el tedio vicioso de la rutina diaria. A grandes rasgos, la película parecería tematizar con simpleza la problemática de la depresión post-parto: crisis matrimonial, frustración adulta por sueños no concretados, disconformidad con el presente y falta de expectativas con respecto al futuro. Sin embargo, quien se encuentra detrás del plan maestro del guion es la señora Diablo Cody, quien ya había trabajado anteriormente con Reitman en dos oportunidades, La joven vida de Juno (2007) y Adultos jóvenes (2010). En estos últimos relatos, la atención se centralizaba en la crisis casi existencialista de sus protagonistas. Juno se interrogaba sobre la posibilidad de abortar o dar un niño en adopción, y Mavis Gary, insatisfecha con su versión actual, quería recuperar un pasado irrecuperable.

La tarea de delinear personajes en situaciones de crisis, al parecer, suele dársele bien a este dúo dinámico. Sus propuestas funcionan porque no caen en fórmulas fáciles en las que el espectador, alejado del efecto sorpresa, va cazando al vuelo los porvenires del sujeto protagónico. Al contrario, todo lo que le va sucediendo a Marlo (Charlize Theron) está teñido de la comedia más negra y amarga, rozando lo trágico y aventurándose en el terreno de lo fantástico. Tully va desarrollando una atmósfera que no es asequible al espectador acostumbrado a los golpes bajos debido a que su complejidad primaria radica en el hecho de aceptar que lo que vemos es la rutina diaria de una mujer agobiada de respetar mandatos, condicionamientos y reglas socialmente acatadas por todos y dispuestas para todos.

Tully es una película incómoda, que escarba en la herida más profunda de la sociedad norteamericana contemporánea (me atrevería a decir que el dolor de esta llaga se extiende a los países de habla hispana), siendo la cuestión de clase y de género la más candente. Marlo pertenece a la clase media, tiene tres hijos, una niña, un niño con un trastorno neurobiológico (pareciera tratarse de un caso de autismo, sin embargo, la película no se encarga de clarificarlo) y un bebé recién nacido. No está divorciada, no se lleva mal con su marido, ni siquiera se arrepiente de haber formado una familia; ella ama a sus hijos y al hombre que la acompaña. El problema es que Marlo está cansada y, aunque nunca lo reconozca verbalmente, las marcas de su cuerpo hablan más fuerte que las palabras. Las ojeras, los hombros caídos, las estrías de su panza (Theron tuvo que aumentar quince kilos para interpretar el papel) y la espalda encorvada nos dicen más que las líneas de diálogo. Pero, ¿de qué está cansada? Del sistema político, social y económico en el que vive.

Marlo depende de su hermano, perteneciente a una clase adinerada, para poder enviar a sus niños a un colegio prestigioso. Esa creencia falible, que se suele contagiar como virus, de que la buena educación solo se halla en los lugares donde más dinero se invierte es la que va a cuestionar esta mujer en el momento en que decidan expulsar a su hijo por el trastorno que padece. Además, su hermano y su cuñada pagan una niñera nocturna para que vigile a sus hijos, por lo que le aconsejan que ella debería hacer lo mismo. Marlo, en un principio, rechaza la propuesta y luego cede. Así, llega a su vida Tully (Mackenzie Davis) para ayudarla, contenerla, darle ánimos y cuestionarla sobre algunos aspectos delicados que preferiría ocultar bajo la alfombra.

Tully es una película de mujeres, protagonizada por mujeres, escrita por una mujer y dirigida por un hombre. La operación matemática dos más dos son cuatro amenazaría con sufrir un equívoco al poner la disposición del punto de vista de la cámara en manos de un hombre. Debido a que, en tiempos de feminismo, una decisión de tal calibre podría recaer en una simple y vulgar mirada voyeur del rol de la mujer. Pero, el agregado de la niñera (si bien es protagonista) no es más que una excusa para profundizar en otros temas más agudos de nuestro presente. A la cuestión de género, Diablo Cody le da una inyección de clase. El marido de Marlo no está presente en casi toda la película porque tiene que trabajar largas horas para poder mantener la casa. Por esa razón, veremos a la protagonista lidiar y sobreponerse a situaciones desagradables en soledad. Y no es que Marlo no trabaje, estudió Literatura Inglesa, pero labura como empleada de una empresa en el sector de recursos humanos. ¿Malas decisiones tomadas? No, simplemente no tuvo elección. Las urgencias cotidianas la llevaron a eso. Es precisamente en este punto donde el personaje de la niñera, una Mary Poppins indie y veinteañera, se vuelva elemental para toda la trama.

La composición de cada uno de los cuadros sigue la ética de mostrar lo deslucido como bonito. Probablemente, ese sea el gesto plausible de Reitman como director. Cada fotograma tiene luces cálidas y colores agradables que nos hacen percibir como “tiernos” ciertos eventos desafortunados o extremos de conductas humanas. El hecho de que podamos codificar lo feo como precioso de manera casi naturalizada se debe a que estamos reconociendo el mundo tal y como lo ve Marlo. La incomodidad que siente el espectador está allí. ¿Cómo puede ser bello lo gris? ¿Cómo puede ser afortunado estar deprimido? Con Tully, como niñera y pseudo-psicóloga, Marlo irá comprendiendo que el status quo es una verdadera porquería y que es necesario salirse de las reglas.

Sería un desacierto intentar etiquetar a esta película dentro de un género cinematográfico específico. Tully comienza siendo una comedia, pero está contaminada de drama por todos lados, y explora el terreno de lo fantástico a través de una serie de escenas oníricas acuáticas (que parecieran sacadas de La forma del agua), que muestran el abismo en el que se encuentra la protagonista (recurso un tanto trillado, aunque necesario para el resultado final que se quiere lograr). Sin embargo, no podemos negar el componente trágico que circula de comienzo a fin: una mujer sola y de clase media, sin el amparo del Estado, y sin la compañía de un hombre y de un grupo de burgueses que la “defienda” se las tendrá que ver complicadas para asumir un rol de liderazgo, ya sea como jefa del hogar o simplemente como mujer. Y aquí lo trágico se vincula a una situación irresoluble en el estado actual de las cosas, o al menos así lo evidencia la película, el patriarcado y el capitalismo configuran nuestro pensamiento y ornamentan nuestro estilo de vida.

Probablemente, Charlize Theron obtenga alguna nominación como mejor actriz en algún premio por su papel, no solo debido al aumento de peso al que debió someterse, sino porque la interpretación que lleva a cabo es digna de mérito.

Sería un equívoco leer a Tully como simplona y burda, la película indaga más hondo, con sutileza y objeción. El sueño de que aparezca una Mary Poppins que venga a rescatarnos no es más que un espectro. Por más cliché que suene, a Marlo le gusta ser mujer y explorar su identidad femenina ya sea cuidando de sus hijos, maquillándose, cocinando o cantando canciones pop, y eso no la rebaja a una situación de sumisión social, sino que será en aquellas acciones estereotipadas donde cuestionará fuertemente el rol que la mujer tiene dentro del American Way of Life. Y eso es lo que verdaderamente importa. No se trata de una mirada patriarcal, se trata de la historia de una mujer adulta que, luego de ver y enfrentar las imposiciones sociales sobre lo que significa ser mujer, está reconstruyendo la visión que tiene de sí misma y la que enseña a los demás. Al fin y al cabo es la actitud más transgresora que esa madre de familia pueda tener dentro del contexto social en el que vive, descubrir su lado femenino y amigarse con él, para sacarle la lengua a todo un sistema entero que la quiere hacer ver como débil e inmadura.

Tully (EUA, 2018). Dirección: Jason Reitman. Guion: Diablo Cody. Fotografía: Eric Steelberg. Edición: Stefan Grube. Elenco: Charlize Theron, Mackenzie Davis, Mark Duplass, Ron Livingston, Elaine Tan. Duración: 95 minutos.

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