Es un lugar común aquel que pregona que nuestra era actual está signada por la ausencia de fundamentos últimos para la acción. Sea la era del nihilismo, de la muerte de Dios, de modernidad líquida, etc. nuestra era es la era de una liberación del deseo, se dice, que no reconoce antecedentes en la historia de Occidente. Sin embargo una figura del deseo liberado se hace difícil de construir. La ilustración, pasando también por el tocador sadeano, forma un antecedente optimista de lo que ya en el siglo XIX y XX será el pesimismo de dos de los pensamientos que han hecho síntesis de ese paso de siglo: Nietzsche y Freud. Ni la Voluntad de Poder nietzscheana ni el deseo freudiano, encontraron en el derrotero de su transmisión o enseñanza una figura cabal donde asentarse. Lo cierto es que una vez depuestos los yugos de la religión sobre las potencias del sexo y del conocimiento, el deseo siguió sin encontrar una figura que lo acuñe. El siglo XX no tendrá menores inconvenientes en hacerlo, aunque siguiendo las pistas de la sospecha iniciada en el siglo XIX (Marx, Freud y Nietzsche) y con la ayuda de filósofos como Hegel, irán abriendo camino sobre, sino qué es el deseo, al menos lo que lo limita o acota su pretendida libertad o liberación. Autores como Lacan o Foucault, con todas las disputas que tanto ellos como sus comentadores han sabido poner de manifiesto, han encarado y abierto para pensadores posteriores esa senda de pensamiento.
Ambos autores en mayor o menor medida se han inspirado en la famosa dialéctica del Amo y el Esclavo, descrita por Hegel en la Fenomenología del Espíritu para indicar el modo en el cual se constituye aquello que llamamos identidad o subjetividad. Amo y Esclavo, antes de constituirse como tales, se conminan a una lucha a muerte por el reconocimiento, en la cual el Esclavo depondrá sus armas para ponerse al servicio del Amo. El Amo ha jugado su cabeza para ser reconocido, pero aún así necesita del esclavo para que ese reconocimiento sea posible, y aún más: si su posición le permite mantener y consumir bienes, necesita del esclavo como mano de obra que le manufacture esos bienes. Así, el esclavo que no goza de su libertad, sí posee el contacto con la cosa, con la materia, mientras que el Amo siempre tiene un acceso a los bienes, es decir a su mundo, mediado por el esclavo. La lucha Amo-Esclavo, se presenta así como una especie de trampa, de encierro imaginario (dirá Lacan), donde el deseo queda entrampado en una demanda de reconocimiento.
Al menos son dos las consecuencias que tanto Foucault como Lacan extraen de esta dialéctica: la primera es que el deseo en tanto deseo no se constituye sino a partir de una alienación fundamental. El deseo no es instinto o necesidad, el deseo es deseo de deseo dirá Lacan. Esto explica en cierta medida la sumisión del sujeto que se ofrece como material para las técnicas de normalización que moldean su inserción a la sociedad. Desde las antiguas técnicas de disciplinamiento descritas por Foucault en Vigilar y castigar, hasta las formas incluso más sutiles del capitalismo contemporáneo de aquello que Deleuze llamó la modulación, el deseo queda alienado a diversas formas de sometimiento. Pero la segunda enseñanza es que el deseo justamente no se agota allí y que el establecimiento de la dialéctica del amo y el esclavo no culmina con sus avatares. El deseo es siempre “algo más”, una insistencia que no deja transfigurar los órdenes mediante los cuales se lo quiere domesticar.
Sobre este punto quisiéramos abordar a modo de paradigma, de modelo de la modulación contemporánea del deseo, las dos películas que han sido galardonadas en la entrega de los últimos premios Oscar. Aclaremos que cada película vale por sí misma, que son incomparables en su singularidad y que la razón de hacerlo es tratar de captar en el flujo incesante de las imágenes que nos brinda el cine y un régimen circunscrito de visibilidad que son los premios Oscar, alguna clave para pensar las formas de representación de la subjetividad contemporánea. Imagen fugaz, parcial, pero que por momentos la industria del cine, con sus bemoles, nos ayuda a desentrañar.
En este sentido no es casual que ambas películas tengan como espacio principal, real, el escenario. Recordemos someramente al teatro como antiguo lugar de la paideia, de la educación moral griega, y sus derroteros. Este singular espacio de nuestra cultura se convierte en el lugar de una mirada inquisidora: en ambas películas se repite la escena (la escena sobre la escena), como momento determinante de la película en la cual los personajes salen al escenario frente a jueces que en las primeras filas de la audiencia presencian las performance de la banda de jazz, en una, del actor y director en otra. Amos absolutos, los jueces son los que con su crítica pueden reconocer el éxito de esos sujetos allí implicados. Pero la demanda voraz de esos jueces en las películas es una demanda de sangre y sacrificio y el sujeto de esa demanda se somete hasta derramarla en el escenario mismo, sin posibilidad alguna de inventar, de intentar algo por fuera. La sangre derramada de las manos del baterista sometido a la pedagogía de un maestro, más parecido a esos tenientes retratados en las películas críticas a la guerra de Vietnam; la sangre derramada por el uso de un arma de fuego en el escenario por el actor de películas de superhéroes devenido en director de teatro de Broadway, son el resultado de una demanda insaciable y voraz a la que los sujetos se esclavizan casi sin cuestionamientos, y al empuje hacia una escena que no pueden resolver mas que cayendo por fuera de ella.
La situación es quizás más ominosa en Whiplash, que en Birdman. La mirada inquisidora de los jueces está oculta en la oscuridad de la sala sin que sea posible ni siquiera registrar sus rostros, sin siquiera tener sus caras de aprobación o desencanto, sólo se sostiene el rostro implacable del profesor que guía con sus manos el ritmo, la aceleración y el exceso que deberá tener ese goce. En Birdman, por el contrario, podemos ver a la mujer, crítica del New York Times, escaparse de la sala luego de que el actor ha disparado sobre su propio rostro. En ambas películas la sangre derramada surte sus efectos: la crítica de teatro de Broadway escribe en su reseña que esa sangre era la sangre que debía correr por las venas del nuevo teatro, y llama superrealismo al acto del sujeto de volarse la nariz. En Whiplash, luego de que el profesor sádico ha humillado a su alumno frente a los jueces más exigentes de una competencia de jazz, se da entre ellos un duelo entre batería y director que logra la sonrisa de aprobación de este último frente a la sangre que se derrama por las manos del baterista.
Si algo revelan ambas películas es que aquella famosa liberación del deseo que puede romper los convenios de aquello que llamamos realidad, con esos pretendidos sostenes que son el mundo y el cuerpo, no deja de encontrar en la demanda y en el goce de esa demanda, una modulación acorde a los lazos y pactos que propone el capitalismo y sus imperativos. Roger Koza pone de ejemplo la escena en la cual el personaje de Edward Norton tiene una erección en el teatro y pone ese detalle como el paradigma de la película y del cine sostenido por Hollywood y su mercado. Entramos entonces más de lleno en ese argumento de la película, en su exigencia de reconocimiento, en su ironía frente a ese imperativo de reconocimiento. Ironía, por supuesto a medias, ya que su posterior triunfo en los premios de la academia termina de zanjar la discusión sobre si se trata de un gran chiste o si es un esfuerzo, una proeza dirá Koza, por parte del director, para ser reconocido.
El galardón reúne todas las condiciones del objeto fálico. Brillante, hueco y, en definitiva sin valor, el galardón vale en tanto representa un status frente a otros. Tenerlo o tenerlo, esa es la cuestión. Sólo vale en la medida en la que se pueda mostrar, ostentar, pero en sí, es igual a nada. Tanto el director-actor frustrado de Birdman, como el joven baterista identificado con su profesor-agresor, han perdido el valor de disfrute de aquello de lo que se ocupan: actuar, tocar la batería; y se abocan a la obtención del galardón, el objeto del reconocimiento, el falo.
Nada del orden del deseo está puesto en juego; o si está puesto en juego es sistemáticamente ignorado por los personajes, por el director. Entra en el régimen de lo anecdótico y lo risueño. Esto por que el deseo es lo que puede interrumpir este orden prescrito donde los sujetos están sesgados: el deseo es del orden de lo accidental, de lo imprevisto, de aquel mínimo detalle que se escapa y puede poner en riesgo las pretensiones de los individuos en esa lucha por el reconocimiento; es decir que el deseo subvierte y en este sentido es subversivo frente a la ley que se le quiere imponer. El deseo comienza en la pregunta ¿porqué? ¿Porqué, por ejemplo, el personaje de Keaton queda afuera de su propia obra en un momento de la película? ¿Porqué el baterista de jazz llega tarde a la primera sesión con el profesor sádico que a su vez le ha dado mal la hora, para que de todas formas esté a tiempo? Ninguna de las películas indaga por allí. Del deseo, diría Lacan, poco hay aquí y aun de hecho nada.
Birdman y Whiplash nos muestran un régimen de sensibilidad en donde el deseo es netamente ignorado. Es ese el régimen de sensibilidad premiado por la academia (vaya nombre) que pone de manifiesto que a nuestro tiempo todavía le falta, al decir de Sade, un esfuerzo más para bajar las barreras del falocentrismo.
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