La estrategia no es desarrollar, sino desenrollar. Como esos pliegos antiguos que hay que ir abriendo con cuidado para que el roce con el presente no los destruya, hay que ir desenrollando el documental La brigada del café -el de 1985- para que se entienda de qué se trata esta historia. Hoy, que Nicaragua ha salido del lugar privilegiado del radar del pensamiento progresista como lo fue en la década de los ochenta, salvo los militantes, habrá pocos que recuerden la constitución de esos grupos internacionalistas que ayudaban al país recolectando el café mientras los jóvenes locales estaban abocados a defender las fronteras por el ataque de los Contras norteamericanos.

Los 120, la brigada del café recupera la historia de los militantes juveniles que viajaron en el primer contingente a fines de 1984, a partir del reencuentro de un grupo de cuatro de ellos, que vuelven 30 años después a Matagalpa, la ciudad nicaragüense en la que desarrollaron su trabajo. Pero lo que podría pensarse como un documental estandarizado sobre los recuerdos del pasado y el relato de los implicados, adquiere una dimensión más interesante. La decisión de que Los 120 incluya, como si se tratara de un círculo concéntrico, a La brigada del café es justamente lo que le da otro espesor desde lo cinematográfico.

Desenrollar La brigada del café, entonces, como el esqueleto en el que se sostiene el nuevo documental, como un paralelo entre lo que significa el nuevo viaje en relación con los recuerdos. Hay un doble valor en esa decisión. El primero es poner en circulación un trabajo valioso y escasamente visto, sacándolo de los circuitos de la militancia de los ochenta, para introducirlos en una mirada actual. Circulación que se produce en el interior del documental hacia el espectador, pero también como proyección pública en Matagalpa, con una pantalla rodeada de niños y padres que vuelven sobre esas imágenes de un pasado que la mayor parte de ellos ni siquiera han vivido. Hay un plus en ese sentido que hoy puede parecer inimaginable: los militantes nicaragüenses no tienen fotos, no tienen filmaciones, no conservan imágenes propias –el bloqueo norteamericano y la consecuente crisis económica y la guerra se los impedía-. No pueden verse y reconocerse en ese pasado hasta que los argentinos retornan, con las fotos que cada uno conserva y con el documental que filmaron.

El segundo es que esa misma circulación funciona como contraste entre el pasado y el presente ya no solo de Nicaragua, sino de los propios personajes del documental. Contraste que funciona en la permanente tensión entre lo modificado y lo inmutable en convivencia: basta ver las imágenes iniciales del recorrido desde el aeropuerto hasta el centro de Managua para notar que entre los signos del cambio (la visión casi florida de la ciudad, el retrato de Hugo Chávez en la calle) y los de lo que persiste (los buses antiguos, el memorial de Sandino en la Plaza de la Revolución), se está jugando la mirada del documental.

Si el cambio fundamental parece establecerse en esa secuencia de imágenes de archivo del comienzo –el discurso de Somoza de fin de año de 1978, la represión y el hambre- y la referencia de uno de los militantes nicaragüenses que lograron tener una tierra en paz, el más feroz desde la perspectiva de los brigadistas quizás se manifieste en la finca La Cumplida. Ese lugar que era una cooperativa de recolección de café organizada por militantes del Frente Sandinista, se encuentra privatizada y en manos de una compañía de capitales franceses. Pero dentro de la finca es poco lo que ha cambiado, tanto que los brigadistas pueden reconocer incluso los lugares donde dormían. El documental de 1985 señala aún más esas semejanzas, entre caminos de tierra y lugares que se comparan con la actualidad. Hay, sin embargo, un distanciamiento sutil, una imposición por no caer en la trampa, que logra sostenerse: no se convierte en el lamento por el paso del tiempo ni por una probable inutilidad de lo hecho. Por el contrario, se afirma aún más en ese momento, en la recuperación que trae de los recuerdos, el reencuentro con los compañeros de aquella época.
Si la imposibilidad de la actualización del pasado en el presente se torna evidente en función de las modificaciones que impuso el paso del tiempo -y lo más notorio es el contraste entre un primer viaje que se vivía como “una gloria” y un segundo viaje que lo muestra como “un refugio emocional”-, son esos recuerdos los que trazan la huella sobre la que se desarrolla el regreso. Huellas propias y de los demás que resaltan la idea de que aquella experiencia fue una bisagra en la vida de quienes la emprendieron. Huellas que se descubren en el otro y que hacen que cualquier viaje, cualquier experiencia, valga la pena. Volver 30 años después al lugar de los hechos y que una mujer del pueblo los recuerde porque bailaban y cantaban alrededor de las fogatas y les termine diciendo “Me alegra que me vengan a visitar”, lo justifica todo.

Los 120, la brigada del café (Argentina, 2018). Guion y dirección: María Laura Vásquez. Fotografía: Miguel Ángel Machado. Edición: Ernesto Felder, Fernando Vega. Duración: 69 minutos

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