Si hay algo para reprocharle a la Muerte es su impudicia. Ese descaro que siempre tiene para irrumpir en la vida de cualquiera, en cualquier momento y ocasión, y llevárselo. Pero en este caso no habrá tal reproche, porque si hay algo que hay que reconocerle a La Parca es el profundo decoro con que vino a buscar a Kirk Douglas, el 5 de febrero pasado, con sus asombrosos 103 años en la mochila.
Estas líneas no tienen entonces la pretensión de efectuar una cronología pormenorizada de su espléndida carrera, o un análisis de su vastísima filmografía, sino que este texto intentará ser fragmentario, a merced de los recuerdos personales y de las vivencias cinéfilas. Tampoco es un obituario (que es una palabra espantosa) ni una necrológica. Simplemente intenta consignar o establecer que con Kirk Douglas se apaga la penúltima luz de ese set gigantesco e insuperable que fue el Hollywood clásico (recordemos que ahora el último foco alumbra a otra persona de 103 años: a Miss Olivia de Havilland).
Las dos primeras películas que filmó Douglas son dos obras maestras: El extraño amor de Martha Ivers (1946) y Retorno al pasado (1947). Pero si bien su actuación es sólida y eficaz (y enseguida volveremos aquí) no logra «comerse» la película, que es lo que suele suceder cuando Barbara Stanwyck o Robert Mitchum andan cerca. Sin embargo, ese destello inasible, esa indefinible distinción que suele llamarse presencia cinematográfica finalmente se impuso y por eso Kirk Douglas filmó con tantos y tan extraordinarios directores: Mankiewicz, Walsh, Wyler, Wilder, Hawks y Minnelli, entre otros.
Kirk fue (afortunadamente) un actor anti método: nunca intentó «componer» un personaje sino que consiguió que de su actuación emanara una Verdad incontrastable. Si bien era un hombre de estatura media, su pose, su actitud, sus movimientos y hasta su manera de caminar (no sé si alguien lo ha hecho ya, pero sería interesante que alguien hiciera un estudio o análisis sobre la forma de caminar de los grandes actores clásicos) le conferían una supremacía física que trascendía la pantalla.
Con varios de esos grandes directores filmó muchas grandes películas: Carta a tres esposas (Mankiewicz), El gran carnaval (Billy Wilder), Río de sangre (Hawks, con su antológica escena del dedo amputado), Duelo de titanes (Sturges), La patrulla infernal (Kubrick) y las tres magníficas que filmó con Minnelli: Cautivos del mal, Sed de vivir y Dos semanas en otra ciudad. Y cada uno, de acuerdo a gustos, preferencias y géneros podrá elaborar su propio listado entre las excelentes películas de Kirk, este maravilloso integrante de ese Olimpo de actores que dejó el Hollywood clásico.
Finalizo estas líneas con un par de datos irrelevantes pero que a mí me resulta irresistible mencionar: su verdadero nombre no era el que conocemos sino Issur Danielovitch Demsky y la lista de sus romances, aventuras y affaires es de una cantidad y calidad tal, que hasta Warren Beatty leería esos nombres con asombro y admiración.
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